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El camino a las elecciones presidenciales de octubre en Brasil está despejado para una disputa de dos. Jair Bolsonaro y Luiz Inácio Lula da Silva empezaron informalmente una campaña que será divisoria y violenta. Si bien en algún momento se habló con entusiasmo de la candidatura de Sergio Moro —el juez que encarceló a Lula con pruebas dudosas para luego aceptar el Ministerio de Justicia de Bolsonaro y finalmente renunciarle al presidente al cuestionar su gobierno—, hoy, tras su paso al costado, parece claro que la decisión de las urnas será entre la reelección del mandatario en ejercicio o la vuelta del todopoderoso líder del Partido de los Trabajadores.
América Latina tendrá que medir cuidadosamente el pulso de la carrera por el Palacio de Planalto porque de su resultado dependerá el reacomodo geopolítico de la región. En los últimos meses Lula ha cerrado con cuidado las brechas existentes entre su discurso y el centro del espectro, lo que le permite construir una propuesta menos radical, hacer alianzas con antiguos enemigos y, sin duda, lograr un mayor alcance electoral. El eje de su propuesta es sacar a Bolsonaro del poder, un derechista que ha jugado por igual a favor de Donald Trump o de Vladímir Putin, según le dicten las conveniencias, y que ha edificado un mandato manchado de racismo, abusos de poder y denuncias de corrupción.
La recomposición del mapa gubernamental suramericano tendrá en seis meses en Brasil uno de sus momentos decisivos. Solo hasta agosto próximo los candidatos brasileños podrán empezar legalmente sus campañas; sin embargo, es evidente desde ya que la disputa arde. De uno y otro lado se camuflan las ofertas programáticas de ambos contendientes en actos gubernamentales oficialistas o encuentros partidistas opositores.
De ganar Lula —como prevén los primeros sondeos—, su liderazgo será determinante para la década que viene y el rumbo de varios gobiernos. Desde el anquilosado y corrupto de Nicolás Maduro en Venezuela hasta el experimento de Gabriel Boric en Chile. Desde la posible transición hacia un mandato de centroderecha en Argentina —muy factible tras los turbulentos años del peronismo de Alberto Fernández— hasta el por ahora incierto destino colombiano, que se debate entre el continuismo de la derecha o un viraje con el petrismo.
Entre tanto, podemos hacernos una idea del futuro latinoamericano si recordamos que el expresidente brasileño es un hábil mediador entre corrientes opuestas. Lo hizo cuando hablaba y sonreía por igual con Bush y con Uribe y con Chávez y con Evo; y lo es más ahora cuando ha demostrado su pragmatismo para reunificar rápidamente en su figura expresiones diversas de la política interna.
En tiempos de unilateralismo, del desprecio por la unidad que han mostrado los antes poderosos México y Argentina, será interesante ver cuál es el desenlace de esta historia. Es posible que el “lulismo” llegue para barajar de nuevo y su efecto en todo el continente —incluido Colombia— será determinante