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“ésa es la cuestión. ¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, u oponer los brazos a este torrente de calamidades, y darlas fin con atrevida resistencia? Morir es dormir. ¿No más? ¿Y por un sueño, diremos, las aflicciones se acabaron y los dolores sin número, patrimonio de nuestra débil naturaleza?” Escena IV, Acto III de “Hamlet”.
China, la ahora rica dictadura, como cualquiera de ellas se sostiene en parte por la eliminación de las libertades de sus gentes. Una de ellas, si es que alguna vez la tuvieron, es la de expresión. El Estado chino, actualmente en manos del Emperador Xi, es un campeón, con experiencia milenaria y recursos de los que nadie dispone, impidiendo que la gente exprese sus ideas, especialmente si son contrarias a sus dirigentes. La libertad de expresión que dice garantizar el artículo 35 de su constitución, está más muerta que Mao y en el Ranking de 2019 de libertad de prensa que elabora Reporteros sin Fronteras, China ocupa el destacadísimo lugar 177, entre 180 países.
Nadie dice nada que pueda subvertir la seguridad del estado, incomodar a la élite del partido o al partido. Ni siquiera para salvar vidas. El médico que desconocía la dimensión del brote de coronavirus que atacaría a la provincia de Wuhan, intentó advertir un mes antes a sus colegas de lo que estaba observando en pacientes con síntomas similares al SARS. Días después recibió una visita de la policía con una “propuesta que no podía rechazar”: callarse la boca.
Es que en China no se puede decir ni “mú”, (madera en mandarín). Ninguna idea que desde del interior de un chino surja, puede volverse palabra. Debe tragársela, si es que hasta la garganta logró llegar. Pero ahora con semejante epidemia, ser chino es una desgracia, porque ni siquiera toser se puede. La tos también es una expresión compulsiva que desde nuestras entrañas busca desesperadamente manifestarse y encontrar salida al mundo exterior.
Imagínese que usted es pasajero de un bus en Wuhan. Sea porque usted tiene un reflujo gástrico que hace de su estómago una versión reducida del volcán de Kilauea, porque su diafragma tiene un tic nervioso de riesgo sísmico alto, o simplemente porque su vecino de asiento lleva meses sin bañarse, si desde dentro de su existencia brota una inevitable y poderosa urgencia de expectorar, también surge un dilema shakesperiano: “toser o no toser: he ahí el dilema”.
Si decide contenerse, podría explotar internamente a causa del golpe de ariete que usted mismo provocaría en su sistema pulmonar, hasta con cavitación sangrante. Y si tose, imagínese la reacción del resto de pasajeros del bus que lo verían tan peligroso como un anuncio de reelección de Santos; inmediatamente lo envolverían en bolsas plásticas, lo tirarían del bus en movimiento y hasta terminaría sus días en un “retiro voluntario” en las grutas de Maijishan, cazando murciélagos para sopitas exóticas.