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Colombia nos ha hecho algo gravísimo, nos acostumbró a vivir con miedo, y el otro, el desconocido, el que aparece, el que nos mira, puede ser una amenaza.
Por Diego Aristizábal - desdeelcuarto@gmail.com
En una obra de teatro que vi hace un tiempo, representaban a un Borges que toda su vida pensó en una mujer que lo atrajo muchísimo en unas escaleras eléctricas del metro de París subiendo mientras él bajaba. Como nunca más volvió a verla, por más que la buscó en la rutina circular de sus paseos, toda la vida se preguntó quién podría ser, para dónde iría, qué hubiera pasado si él, en ese instante, se devuelve y le dice algo. La magia de la incógnita lo sostuvo mientras se quedaba solo y hacía hipótesis de lo que pudo haber sido. Al quedarse ciego, ese recuerdo lo acompañó más que nunca.
Cuando viajo en metro o en bus, cuando salgo por ahí a ver gente, no dejo de sentir una extraña sensación al percatarme de alguien que, muy seguramente, nunca más volveré a ver. De los miles de millones de personas que habitamos este mundo, el hecho de coincidir con otro en un abrir y cerrar de ojos es sorprendente. Pasan tantas cosas en este mundo enorme que, ante la incapacidad de observarlo todo, por fortuna, y para evitar la locura, para no caer en la desazón de Funes, cuya memoria era infalible, coincidir con alguien y percibirlo se vuelve un acto revelador. Es como si en ese instante algo importantísimo estuviera ocurriendo y es posible sentir que este asunto de la humanidad vale la pena. Ver al otro pasar como un viento mientras nos quedamos con unos ojos, con un tatuaje, con una mueca, con un lunar, con una palabra o una frase, con una línea de la mano que tenía claro que, en este instante, en este lugar teníamos que vernos, no deja de parecerme un bello misterio.
¿Y si el otro que miramos, en ese instante, en ese momento, en esa calle, en ese bus resulta ser un ladrón, un violador o un asesino?, me dijo de golpe una amiga en estos días cuando le contaba lo mucho que me maravillaba ver a un desconocido como un acto único. Claro, Colombia nos ha hecho algo gravísimo, nos acostumbró a vivir con miedo, y el otro, el desconocido, el que aparece, el que nos mira, el ensimismado, el que cuchichea puede ser una amenaza, una sospecha, si por alguna razón se queda con nosotros esperando el bus o va en nuestra misma dirección.
Con las cosas así, qué cuentos de Borges y sus atracciones en alguna escalera eléctrica de París, para muchos resulta mejor mirar hacia el piso como único cielo, no percatarse de nadie, seguir viviendo como si cada encuentro con el otro fuera una guerra, de la cual sale bien librado quien llega a casa y puede cerrar con llave la puerta, prender el televisor hasta sentir que ese ‘amigo fiel’ adormece los miedos o, al contrario, los agudiza más.