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La Policía no es la enemiga. Se lo dice alguien que fue golpeado por ocho agentes antidisturbios a la salida de un partido intrascendente de mi Real Madrid por el simple hecho de estar en el sitio y momento equivocados. La manta de palos que recibí por encontrarme con un grupo de amigos tomando unas cervezas junto al Bernabéu cerca a unos ultras que lanzaban botellas a los agentes aún me duele. No solo me dejaron los brazos con los que me cubrí la cabeza amoratados durante una semana, sino que además trituraron un valioso reloj de pulsera Citizen hasta convertirlo en un amasijo de muelles. Es cierto que, desde entonces, trato de alejarme de la Policía, como procuro seguir de lejos las andanzas de los bomberos, cirujanos, exorcistas o loqueros, que suelen aparecer cuando se les necesita y en situaciones de riesgo, por lo general. Sin embargo, tengo en muy alta consideración el trabajo de las fuerzas del orden, donde como en todas partes, cuecen habas.
La muerte de Javier Ordóñez a manos de la policía y de otras 13 personas en los disturbios desatados a raíz de la misma ha dado la vuelta al mundo como secuela latina del “Black Lives Matter”. Es cierto que 13 muertos son demasiados y que algunos agentes de gatillo fácil deberán ir a la cárcel en cuanto se determine la autoría de los disparos. Pero en modo alguno deben pagar justos por pecadores.
Las imágenes de los disturbios muestran a una turba enloquecida y a unos pocos policías acorralados por una muchedumbre armada de palos, piedras, tornillería gruesa, botellas y cócteles molotov. Angelitos no eran, desde luego. Puede que en sus casas, después de haberse sacado varios selfies incendiando neumáticos, autos o saqueando por aquí y allá, los muchachos fueran de comunión diaria. Pero en ese momento se comportaban como “hooligans” a sabiendas de que se jugaban la vida por fuego amigo o enemigo. De hecho, algunas de las víctimas mortales fallecieron por la locura y violencia de los agitadores profesionales.
Lo que tengo muy claro que es que ni uno solo de esos vándalos habrían movido un dedo si la víctima originaria hubiera sido un activista de extrema derecha. Casi puedo afirmar con toda la certidumbre que los agitadores habrían brindado por la muerte de un enemigo.
Permítanme volver a fútbol. En el clásico francés jugado ayer entre el PSG y el Olimpique de Marsella, enemigos acérrimos, Neymar fue expulsado por darle un puñetazo en la nuca y por la espalda al jugador español del Marsella Álvaro González, aprovechando una trifulca tremenda. Según el jugador brasileño, su oponente habría proferido insultos racistas, algo no probado, lo que le daba derecho a comportase como un camorrista. No sabemos si Neymar dice la verdad, pero lo que sí se vio fue su cobarde puñetazo.
Lo mismo ocurre con los disturbios en Bogotá. Por mucho que la alcaldesa cargue contra su propia policía, la respuesta de los agitadores profesionales de la anarquía es desproporcionada y destructiva, y busca socavar la labor policial. Así que tomo partido. Porque entre defender a quienes nos protegen a diario de maleantes, asesinos y narcos, y lidian con la utilización mesurada de la violencia para no traspasar los límites, un complicado ejercicio de equilibrio, y apoyar a los saqueadores que se comportan como jinetes del Apocalipsis, lo tengo claro. Siempre con el orden.