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El desfile para el rey

Al político se le van los ojos por el brillo. “¿Me la puedo quedar? No la vamos a devolver. Es una hermosa pieza de oro”, bromea. Un chiste malo, pero todos en la sala están obligados a reír. Lo hacen con tristeza.

hace 5 horas
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  • El desfile para el rey

Por David E. Santos Gómez - davidsantos82@hotmail.com

Es patético ver el desfile de hombres sonrientes y genuflexos hacia el Salón Oval adornado con el oro que encanta a Donald Trump. Van y le rinden pleitesía con regalos ridículos, ostentosos, y disponen una máscara como cara para agradar al hombre que gobierna Estados Unidos. El presidente se siente un monarca y los que lo visitan lo tratan como tal. Llegan desde todos los extremos del globo a mostrarle sus ofrendas mientras él, sentado tras el famoso escritorio Resolute, los escucha con una mezcla de menosprecio y condescendencia.

Están, por un lado, los jefes de Estado que por sus funciones y necesidades deben ir a entrevistas de las que depende el futuro inmediato de sus países. Estos asuntos políticos, por supuesto, han sucedido con frecuencia en los últimos cien años —desde que E.U. se transformó en imperio omnipresente y Washington en parada obligatoria de la geopolítica— pero ahora, además, el multimillonario convirtió los encuentros bilaterales en alabanzas o regaños públicos de los calibres más diversos. Pasan por allí el ucraniano Volodímir Zelenski para recibir una reprimenda monumental, o el sudafricano Cyril Ramaphosa, que se tiene que aguantar una mala clase de historia de su propio país, en el que además lo acusa, con falsas pruebas, de permitir una “limpieza étnica” contra la población blanca.

Pasa también el francés Emmanuel Macron, que entre fuertes apretones de manos intenta demostrar que no se doblega, o el surcoreano Lee Jae Myung que ve con sorpresa cómo Trump habla con entusiasmo en público del dictador norcoreano Kim Jong Un. Se presentan igualmente los que se sienten complacidos con la cita, como el salvadoreño Nayib Bukele, que le brinda —además de incienso, mirra y oro— la posibilidad de que el estadounidense use su famoso Centro de Confinamiento del Terrorismo para encarcelar migrantes.

Y están, por último, los otros. Los que hacen un ridículo mayor. Los empresarios que esperan recibir la bendición del soberano. Tipos como Tim Cook, director ejecutivo de Apple, que le regala, tembloroso, una estatua de oro y cristal para salvarse de los aranceles. “Está diseñado para usted”, le susurra el empresario. O Gianni Infantino, presidente de la FIFA, que le lleva la Copa del Mundo para que la vea, la toque y la bese. “Esto es solo para ganadores y como usted es un ganador también puede tocarla”, dice patéticamente el directivo. Al político se le van los ojos por el brillo. “¿Me la puedo quedar? No la vamos a devolver. Es una hermosa pieza de oro”, bromea. Un chiste malo, pero todos en la sala están obligados a reír. Lo hacen con tristeza.

El rey está sentado en el trono del mundo y ve con impaciencia el desfile de hombres desesperados por agradarle. Y entonces sale de su boca: “Mucha gente está diciendo: ‘tal vez nos guste un dictador’. A mí no me gusta un dictador. No soy un dictador. Soy un hombre con mucho sentido común y una persona inteligente”.

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