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El acuerdo de los minerales estatales no era una negociación justa, sino una imposición en la que Zelenski apenas podía resistirse sin comprometer la supervivencia de su país.
Por Daniel Duque Velásquez - @danielduquev
El reciente encontronazo entre Donald Trump y Volodímir Zelenski en la Casa Blanca es la confirmación de lo que muchos temían: la postura de Estados Unidos frente a la guerra en Ucrania está girando peligrosamente hacia una visión egoísta y cortoplacista que solo beneficiará a Rusia y sus ánimos expansionistas. No hay que perder de vista la incoherencia de Trump: por años ha construido su discurso sobre la idea de que el liderazgo de Estados Unidos debe ser fuerte frente a sus enemigos históricos, y, sin embargo, está haciendo todo lo posible por debilitar a Ucrania y, con ello, darle oxígeno a Vladímir Putin.
El precedente que se está sentando es nefasto. Si Washington decide abandonar a Ucrania o condiciona su apoyo con exigencias inviables, la señal para el mundo es clara: cualquier potencia puede invadir a un país más débil sin que la comunidad internacional se inmute. No es solo un problema para Europa del Este, es un mensaje peligroso para Taiwán, para los países del Báltico y en general para cualquier país que dependa de las alianzas internacionales para garantizar su seguridad.
Pero lo que ocurrió en la Casa Blanca también es la muestra de una actitud imperialista disfrazada de pragmatismo. Trump sabe que Ucrania no tiene margen de maniobra en esta negociación: necesita desesperadamente el respaldo militar y financiero de los Estados Unidos. En otras palabras, el acuerdo de los minerales estatales no era una negociación justa, sino una imposición en la que Zelenski apenas podía resistirse sin comprometer la supervivencia de su país. La imagen de un presidente ucraniano abandonando la Casa Blanca sin acuerdo no es una muestra de fortaleza estadounidense, sino un recordatorio del abuso de poder y una humillación a quien se encuentra en una posición de alta vulnerabilidad.
En un mundo que enfrenta retos monumentales como la crisis climática, el retroceso de la democracia, las guerras y la regulación de la inteligencia artificial, lo que necesitamos es más cooperación y solidaridad, no menos. Pero parece que los líderes de las principales potencias han decidido jugar al “sálvese quien pueda”. Trump, con su visión de una América replegada y transaccional, cree que cercando sus fronteras puede aislarse de cualquier tragedia global. Pero la historia nos ha enseñado que el aislacionismo solo deja espacio para que los peores actores del mundo ganen terreno.
Resulta frustrante ver que, en una era que exige liderazgos inspiradores, con la valentía de usar el poder para enfrentar los desafíos globales con ética e integridad, estemos en cambio rodeados de figuras despóticas y egoístas que solo piensan en sus propios intereses. Necesitamos estadistas con una visión de futuro, no mercaderes del poder que convierten el destino de las naciones en fichas de su juego personal.
Estados Unidos tiene una responsabilidad con Ucrania no solo porque ya ha invertido miles de millones en su defensa, sino porque su retiro implicaría la claudicación ante una Rusia expansionista que no se detendrá en Donbás. La pregunta es si Trump realmente no lo entiende o si simplemente está dispuesto a permitirlo