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Parece una tarea de niños hablar de un rincón de la ciudad al que se quiere hace mucho tiempo y en el que tantos de nosotros hemos vivido horas felices y tristes, y en donde hemos hablado, reído y llorado hasta el amanecer. Pero no es fácil cuando ese lugar va a cerrar sus puertas.
Hablo del Bolero Bar. Y hablo también de esa música que nos recuerda todos los días que es perdido todo el tiempo que no gastamos en el amor.
El bar se abrió al público hace más de 35 años, por la época en que nos dimos cuenta de que el bolero estaba cumpliendo más de cien años de estar en las bocas de los cantantes cubanos y mexicanos, y en los del resto del continente, incluidos Estados Unidos y las islas del Caribe, por lo cual decidimos llamarlo la música clásica de América Latina.
Desde entonces, incontables amigos, noche tras noche, cruzamos esas puertas que separaban del mundo a este pequeño salón para hundirnos en su penumbra y abandonarnos a la música, a la noche, a la conversación, bajo el conjuro de las voces de Agustín Lara, Beny Moré, Genaro Salinas, Los Panchos, Bienvenido Granda o los boleristas de la Sonora Matancera.
Nunca voy a olvidar la noche de 1983 en que mi amigo Jorge Buitrago, después de caminar por una calle sola de esas que parecen que no lo llevan a uno a ninguna parte, se detuvo junto a un edificio. Después subió unas escalas y sacó de sus bolsillos un manojo de llaves. Luego se agachó junto a una puerta metálica, forcejeó con un candado enorme y abrió. Yo me demoré para entrar porque no había luz. Jorge caminó hasta el fondo, buscó el interruptor y con un simple movimiento de sus dedos puso ante mis ojos un pequeño milagro: un salón no muy grande con unas cuantas mesas cubiertas con manteles verdes, una barra con algunas sillas, una fuente con un hilo de agua... Jorge atravesó el lugar y fue hasta la barra, se agachó y poco después los parlantes empezaron a sonar. No recuerdo si las voces eran de Ligia Mayo o Johnny Albino y su Trío San Juan. Todavía sin reponerme de la sorpresa, me senté en una de las sillas. Entonces no sabía que me iba a sentar allí durante muchas noches de mi vida con Manuel Mejía Vallejo, Germán Vargas, Orlando Mora, Darío Ruiz, Óscar Jaramillo, Rafael Humberto Moreno Durán, Óscar Collazos y otros amigos inolvidables. Jorge sirvió dos tragos de ron y los puso sobre el mostrador. El mío me lo tomé en silencio oyendo sonar el agua de la fuente y escuchando la música. Solamente entonces viene a preguntarme qué pensar de un lugar así, hecho para consuelo de las personas que necesitamos luz por la noche.
Con el paso del tiempo, muchos de nosotros atravesamos esa línea imaginaria de la vida que Joseph Conrad llamó la línea de sombra. Otros murieron. Y, mientras tanto, el bar se fue convirtiendo en un puerto que sirvió de refugio a mi generación.
“A una ciudad la hacen ciertos barrios, ciertos monumentos y museos, ciertos amigos, ciertos sitios característicos de su personalidad, que la vuelven punto de referencia y lugar de invocaciones cuando se está lejos. A esta referencia pertenece Bolero Bar, adonde acudimos quienes pertenecemos a otra categoría de fantasmas, cuando la alegría nos acosa o cuando amenaza el hastío”, escribió el maestro Manuel Mejía Vallejo poco antes de su muerte.
Hace dos noches, cuando me despedí de Jorge y salí por última vez del bar, sentí un nudo en la garganta al darme cuenta de que mis amigos y yo pertenecemos ya a esa misma categoría de fantasmas. Digo, no más