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¿Cómo será posible que el ciudadano colombiano tenga una visión positiva de país, que no caída en enfermizo pesimismo, cuando oye al contralor general de la República denunciar que se despilfarra el dinero proveniente de los impuestos del contribuyente en 1.800 obras inconclusas, de las cuales 900 se clasifican como “elefantes blancos”? ¿Y que esa malversación de fondos supera los 24 billones de pesos, suma equivalente a tres reformas tributarias de las que propone el gobierno Duque para enfrentar las graves consecuencias originadas por la pandemia, que ha arrasado vidas, negocios, empleo en Colombia?
Pero el manirrotismo de algunas entidades públicas no para ahí. Esa lacra agudiza más el ambiente de pesimismo reflejado en todas las encuestas de opinión. Mientras el presidente Duque pide y practica austeridad en el gasto público, la Cámara de Representantes despilfarra más de 50 mil millones de pesos para adecuar el funcionamiento del recinto en donde sesiona. Y la arrogante alcaldesa de Bogotá malbarata cerca de 7 mil millones de pesos en el funcionamiento de una consejería de comunicaciones, atiborrada de burocracia, cifra que no incluye el presupuesto destinado para la publicidad con que esta funcionaria, que predica y no practica, alimenta su culto a la personalidad.
Simultáneamente, con el derroche estatal se oyen voces angustiadas pidiendo auxilios financieros para sobrevivir. Hospitales y clínicas al borde del cierre en momentos de emergencia sanitaria creada por una pandemia que no se va y zonas de población desesperadas por el hambre, el desempleo y la inseguridad. La deuda con los trabajadores de la salud crece y estos luchan a brazo partido para no doblegarse ante el cansancio físico y mental que produce su ininterrumpida labor humanitaria para salvar vidas. El desequilibrio es una realidad que agobia. Un Estado que esquilma recursos y una parte de la sociedad que se asfixia por falta de dineros para salvar vidas.
¿Puede entonces la opinión pública, con tal radiografía, tener una visión optimista sobre el normal funcionamiento del Estado colombiano? ¿Podrá confiar, y no dudar, en la pulcritud e idoneidad con que se manejan los ingresos provenientes de sus impuestos? ¿No tiene acaso el país un Estado raptado por el derroche de sus recursos, que se traduce en corrupción, y que al final de cuentas gravita en la desprotección de la vida de los colombianos, víctimas de trampas y saqueos de las arcas oficiales?
No se construye país viable y menos confiable con instituciones raquíticas y deshonestas. Se requiere de un Estado con instituciones transparentes, justas, fuertes. Su reforma se hace inaplazable. Para modelarla debe diseñarse a través de un gran acuerdo nacional, que sume fuerzas vivas, políticas y sociales que actúan en democracia, y luego construirlo por la vía jurídica adecuada para consagrarlo. Lo demás son remiendos, colocar parches donde no es el dolor