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A la fecha van casi 79 mil incendios. Un 84 por ciento más que en el mismo período de 2018 (enero - agosto). El 53 por ciento del fuego cubre territorio amazónico. Lo primero que se le ocurre decir al presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, sin pruebas, es que se trata de un saboteo de los ambientalistas por el recorte de recursos estatales a personas y procesos a favor del medio ambiente y los asuntos indígenas.
Incendiario. Un perfil peligrosamente parecido al de su homólogo de EE. UU., Donald Trump: primero disparan, después preguntan. Hablan sin leer los documentos que, con bases científicas y autoridad investigativa, les comparten sus agencias de monitoreo espacial sobre los cada vez más preocupantes fenómenos planetarios que trae el cambio climático. Temperaturas extremas, efectos arrasadores: deshielos en el Polo Norte, desaparición de glaciares, migración de especies a zonas inhabituales, inundaciones, sequías, y ahora este manto de llamas y ceniza que envuelve al pulmón que produce cerca del 20 por ciento del oxígeno de la Tierra.
En columnas pasadas, en el desayuno que fue la llegada de Bolsonaro a la presidencia brasileña se advertían sus visiones y apetitos: desplazar a las tribus, algunas aún intocadas por la civilización occidental, a cinturones remotos cada vez más estrechos y carentes de biodiversidad, mientras se les abre paso a carreteras, entables mineros y colonos hambrientos de potrerización. El bosque amazónico descuajado, despojado de sus atributos de humedad para amortiguar las altas temperaturas veraniegas y, claro, pasto de los incendios causados accidental o intencionalmente.
Igual que las de Trump, las fantochadas de Bolsonaro se propagan tan rápido como el fuego: “¿Cómo puede esto suceder? Todo indica que al parecer la gente fue allí a prender fuego y a filmar. Ese es mi presentimiento”. Bolsonaro, un chamán, como los que desprecia.
El Instituto de Investigación Espacial de Brasil confirma que “solo en julio” pasado el Amazonas perdió 1.400 kilómetros cuadrados de bosques. Una deforestación incrementada, en parte, debido a la política permisiva de Bolsonaro para que se extraigan a destajo minerales y maderas.
El humo viaja con las corrientes y pinta cielos tremebundos en capitales como Sao Paulo. Mientras tanto, las cámaras infrarrojas de monitoreo corroboran lo que parecía imposible: que una selva protegida por un manto de rocío y follaje verde, ahora arda y rechine entre ramas secas, ante los ojos de un planeta aterrado y vulnerable.
Solo para necios como Trump y Bolsonaro los témpanos de Chicago en enero, como de la era glaciar, y las brasas apocalípticas del Mato Grosso, en agosto, resultan ser solo mitos y sabotajes de sus críticos .