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Por Beatriz de Majo - beatrizdemajo@gmail.com
Alemania ha entrado en una nueva fase de reflexión estratégica respecto a su relación con China. La reciente decisión del Bundestag de crear una comisión dedicada a evaluar semestralmente la dependencia alemana en energía, tecnologías, materias primas, inversiones chinas en infraestructuras críticas y cooperación en inteligencia, confirma que Berlín pretende institucionalizar un enfoque más vigilante y restrictivo.
Se trata de un desafío harto, complejo porque Berlín se debate entre dos alternativas cruciales: la conveniencia de ser un socio preferido de Pekín o la de reaccionar frente a las agresiones solapadas recibidas de la potencia asiática y redefinir su alianza. Este movimiento de “de-risking” despierta inquietud en el sector privado. De allí emerge un asunto fundamental: la política alemana hacia China no puede construirse de espaldas a las empresas que sostienen la competitividad del país.
El objetivo del gobierno —el de reducir riesgos y evitar vulnerabilidades estratégicas— es legítimo. Sin embargo, aplicar esta lógica al vínculo con China presenta dificultades mayores. China es para Alemania un socio comercial irremplazable en el corto y mediano plazo. Es una fuente de insumos esenciales y un mercado clave para la industria automotriz, química, energética y de maquinaria. Pretender desacoplarse sin otras consideraciones sería renunciar a uno de los pilares de la prosperidad alemana.
La creación de la comisión parlamentaria ha sido recibida por el sector privado con una mezcla de prudencia y preocupación. El temor principal no es la existencia de un análisis riguroso, sino que este análisis se convierta en la antesala de regulaciones excesivas, prohibiciones de inversión o restricciones que comprometan la posición de las empresas alemanas en un mercado cada vez más competitivo. La pregunta que se hacen los directivos es sencilla: ¿quién ocupará ese espacio si Alemania reduce su presencia en China? Y la respuesta es igual de obvia: competidores estadounidenses, franceses, coreanos o japoneses.
El Bundestag puede y debe evaluar riesgos en sectores estratégicos, pero la política no debe olvidar que la fortaleza económica alemana se basa en un ecosistema productivo altamente internacionalizado. Las empresas no solo generan empleo: innovan, se adaptan, construyen redes globales y conocen de primera mano las dinámicas del mercado chino. Su experiencia y su aprendizaje acumulado a lo largo de años de presencia en China son activos estratégicos que Berlín no debería subestimar. Lo mismo es válido para asignarle un valor al estrecho comercio que Alemania ha mantenido con China, en el cual el protagonismo privado es esencial.
Además, no todo riesgo es gestionable desde la lógica del Estado. Gran parte de la resiliencia proviene de la capacidad de las empresas para diversificar proveedores, rediseñar cadenas de suministro o desarrollar tecnologías alternativas. La cooperación entre sector público y privado, más que una postura defensiva, debería convertirse en un proyecto de cocreación de seguridad económica.
Es imprescindible tener en cuenta que quienes han sufrido la peor parte de la relación bilateral son justamente aquellas empresas que han arriesgado capitales y esfuerzo instalándose tempranamente en China o desarrollando un comercio vigoroso al que no le han faltado sinsabores ni traiciones del lado chino.
La estrategia alemana hacia China no será sostenible a menos que exista una participación activa del sector privado, no como mero receptor de nuevas reglas, sino como socio estratégico en la definición de prioridades, límites y oportunidades. Ignorar esta dimensión conduciría a decisiones que, bajo la apariencia de proteger la economía alemana, podrían terminar debilitándola.
En un mundo fragmentado, Alemania necesita reducir riesgos, pero también preservar su competitividad global. Y eso solo es posible si gobierno y empresas trazan juntos el camino.