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Columnistas | PUBLICADO EL 01 abril 2022

Ay, William

Esta novela jala esos hilos que duelen y demuestran que no hay más remedio que seguir atado a ciertas personas, esas que, muchas veces, están muy solas o no tienen ni idea de para dónde van.

Por Diego Aristizábal - desdeelcuarto@gmail.com

Elizabeth Strout escribe cuando tiene algo que decir; cuando no, pues, sencillamente, guarda silencio, observa, recorre las calles de Portland o de Nueva York, se pregunta qué sabe realmente de la vida, está atenta de los personajes que se le acercan a su mente para escucharlos y seguir sus inquietudes. Elizabeth Strout (1956) ha escrito Amy e Isabelle, Olive Kitteridge, Luz de febrero, Me llamo Lucy Barton, Todo es posible y, como si fuera poco, ha ganado varios premios, entre ellos el prestigioso Pulitzer.

Este año, Alfaguara empezó la publicación de las obras de Strout, la primera que publica es su novela más reciente, Ay, William, una historia donde vuelve a aparecer Lucy Barton, escritora, casada dos veces, la primera con William, con él tiene dos hijas y una relación de esas que están destinadas a no terminar nunca, por muchas razones que el lector irá descubriendo a medida que se adentre en la sencillez y complejidad de cada uno de los personajes. Y está David, su segundo marido, recién muerto y al que Lucy llora y extraña, y mientras lo llora y extraña siente que la pena es una cosa muy solitaria.

Ay, William es una historia fragmentada, como la vida misma, donde fácilmente nos podemos detener en un pensamiento ligero que nos lleva a esos tulipanes que siguen envueltos en el mesón de la cocina, o a algunos asuntos un poco más complejos. Resumo dos aquí: “Quiero decir esto, sobre mi madre: no recuerdo que mi madre tocara nunca a ninguno de sus hijos si no era con violencia. No recuerdo que dijera nunca: Te quiero, Lucy”. O, de otro lado, una historia que poco se ha mencionado en la literatura: Al padre de William lo trajeron de Alemania como prisionero de guerra, Segunda Guerra Mundial, y lo mandaron a trabajar a los campos de patatas de Maine, donde conoció a la madre de William, quien estaba casada con el dueño de las tierras. Y este asunto, sin duda, atormenta a William porque cuesta pensar que el padre combatió en el bando de los nazis.

Y así, como quien no quiere la cosa, esta novela salta de una situación a otra, como en la vida misma, el viaje del uno y del otro, las infidelidades de ambos, las soledades también, y, poco a poco, se jalan esos hilos que duelen, y algunos se revientan y otros demuestran que no hay más remedio que seguir atado a ciertas personas, esas que, muchas veces, están muy solas o no tienen ni idea de para dónde van. Sin embargo, hay que decirlo —bueno, lo dice Lucy bajo esa voz paciente y reflexiva—, en este ancho mundo no conocemos a nadie, ni siquiera nos conocemos a nosotros mismos: “si acaso un poquitín; poquísimo. Pero todos somos misteriosas mitologías. Todos somos misterios: eso quiero decir”. Ay, William es una novela sencilla, profunda y sutil 

Diego Aristizábal

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