viernes
0 y 6
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Alto y delgado. Rígido pero a la vez frágil. De uno, pueden salir tres o más: su reproducción es por generación espontánea.
Con cuerpo de madera, y alma de grafito, se llega a él en una inducción mecánica y con una vocación académica. Desde ese momento, se vincula su profesión con el rigor del aprendizaje. A una corta edad acompaña en vocales, consonantes y números. Planas corridas repitiendo palabras, trabalenguas o rimas. Sumando números de dos cifras y luego encontrando el cociente de operaciones más complejas con tres o cuatro. Durante esa trayectoria, el silencioso compañero sirve también para dibujar animales de granja, miembros de la familia, gallinas de cuatro o seis patas y mil imaginaciones posibles. Luego pasa por esa exploración morbosa de las palabras prohibidas en casa, buscando disipar esa energía de lo que no se puede decir, pero que en las tablas que sostienen el colchón, debajo de la cama y junto a un par de secreciones nasales célebres que allí encontraron su fin, quedan muy bien grabadas.
Este silencioso compañero en una edad posterior y cuando ya dejó de marcar los cambios de altura en el espesor de una puerta, se sofistica. Bien por el grueso de su línea, o la suavidad de su movimiento al deslizarse, incluso por un ánimo que después puede definir profesiones. Portaminas o lapicero, cumplen la misma función, tomando nota en geografías, algo de trigonometría, sujetos y predicados, una tarjeta para el día de la madre y quien quita, un par de cartas de amor.
En la vida universitaria ya es un objeto intrascendente. Como los amores, cuando se ven tantos pasar, pierden su significado. Se convierte en unos miles en la papelería porque son de alta rotación y eventualmente, favorecen una conquista.
Algunos son reemplazados por teclas y la mecánica de escribir cambia. Ya no es la mano empuñando el aparentemente flaco poder. Son los dedos pinchando botones que, para lucir a la altura, requieren pisar teclas selectivamente con los dedos más cercanos.
Tan callado y desapercibido, en esos casi cinco quinquenios, este objeto al parecer inanimado, este muy silencioso observador, pocas veces acompaña la intimidad. Esa intimidad de la soledad que desnuda pensamientos. La soledad de la compañía individual. La que es capaz de hilar ideas y les da algo de sustento. La que permite dejar de copiar ideas de libros y mejor que eso, escribir las propias. Esa soledad que empodera. La que voluntariamente, es capaz de buscar en un gesto afanado un puntiagudo confidente para apoyarlo sobre un papel y darle rienda a sentimientos y pensamientos. Quien quita, a nuevas ideas. Dejando de lado esas fútiles cuentas de servilleta que probablemente darán dinero unos años después, pero no esa grata satisfacción que ofrece tener claro un pensamiento propio.
Este delgado espécimen, pocas veces sirve para frenar las palabras que en la boca suenan apresuradas. Para ordenarlas de forma adecuada y a la velocidad de la mano de quien escribe. Por alguna gracia divina, azar, o evolución natural de las especies como diría Darwin, la mecánica de la escritura ofrece una velocidad tal que obliga a ordenar mejor los pensamientos.
Este aparentemente seco compañero, cuando se exprime como corresponde, cuenta con el jugo necesario para obviar psicólogos, psiquiatras, botellas de licor. Cuando se empuña como bien merece, domina las que Gabo llamaría obsesiones dominantes, las que prevalecen contra la muerte en sus Cien años de soledad.
Que esta columna encuentre los destinatarios que se encuentran en el borde de la escritura personal para aclarar pensamientos y emociones. Para escribir lo que se logró en el 2019 y lo que se buscará con empeño en el 2020.