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En este lugar florece el silencio. Un silencio que se distingue bien del que se logra con la lectura. Sigue siendo un silencio reflexivo y dominado por la atención, pero en este caso no se origina en lo que estimula la palabra escrita, y que muy seguramente queda definido en su forma por la lengua en que se lea. En este caso, el silencio es más complejo. En primer lugar, porque se atiende ya no con el sentido de la vista para llegar al cerebro, sino con el oído y otros más, para lograrlo.
En el silencio de la literatura, una onda electromagnética como la luz, impacta la vista y una serie de significantes, las letras, son procesadas por el aparato mental –racional– para dotarlas de un significado. Uno que involucra un marco común de entendimiento como el lenguaje: inglés, español, ruso. Una convención escrita y hablada que depende de unos rasgos culturales específicos. Bien dice George Steiner, “los límites del mundo son los límites del lenguaje”.
En el silencio de la lectura, se requiere una actitud de procura para adentrarse en la interpretación de las palabras. Ese silencio favorece un ejercicio mental en el que se hilan los argumentos escritos por el autor con los propios, para desencadenar interpretaciones personales. Un ejercicio cerebral interpretativo en un contexto de comunicación específico: el lenguaje.
En el silencio de la música, de otro lado, se puede ser más incauto que en el de la lectura al no demandar tanta atención. Una onda mecánica que viaja por el aire se interpreta con todo el cuerpo. Vibraciones mecánicas se sienten en la piel, el pecho y el oído, una experiencia sensorial mucho más completa. Al impactar el sentido del oído, las ondas se traducen en sonidos que pueden tener, o no, un significado. Mejor aún, cada quien se lo puede dar y a diferencia de la literatura y de la palaba hablada, no requieren de un marco común de interpretación como el lenguaje para lograrlo.
Personas de Finlandia, Nigeria, Indonesia o Colombia, podrían escuchar la misma composición orquestal (música sin palabras), y cada una de ellas estaría en condiciones de ofrecer su propia interpretación de lo percibido, al margen de que no compartan un lenguaje. Generalmente, interpretaciones emocionales, y acá una gran complejidad vinculada con el silencio que ofrece la música: la percepción de la música no se traduce en palabras o pensamientos –es difícil lograrlo–, por el contrario, se interpreta con emociones. Sentimientos escondidos de alegría, euforia, tristeza, nostalgia, muchos más. Emociones que culturalmente se han reprimido en el tiempo (porque, por ejemplo, “los hombres no lloran”) y que no se han explorado aún a cabalidad, en las trayectorias escolares.
Es por esto que una música particular en un momento específico, puede ser reconfortante para alguien. O que la misma composición de Beethoven, a lo largo de la historia, se haya escuchado con fines fúnebres o festivos. También como himno de partidos políticos contrarios entre sí.
La música: una lengua universal. A nadie se la enseñaron a hablar, y no se requieren clases de solfeo o estar en capacidad de leer notas en pentagramas y partituras para disfrutarla, en algunos casos, ni siquiera para ejecutarla. A muchos empíricos y naturales en el arte, les basta sostener el instrumento o atreverse a tararearla. Lo curioso es que, como las matemáticas, la música es una verdad universal que tiene demostración. Que sigue una trayectoria constructiva, independientemente de su origen cultural.
En este lugar, florece ese silencio. Uno que admite cultivar las emociones que la música transmite.
Así, de la misma manera que Helena Attlee contó la historia de un país rico en ella como Italia a partir de los cítricos (en su libro El país donde florece el limonero), la historia de este lugar, se puede contar como la de El valle donde florece el silencio .