Son las nueve de la mañana del dos de diciembre y en el parque de la Inflexión —el memorial que levantó la alcaldía de Federico Gutiérrez tras implosionar el edificio Mónaco, mítica morada de Pablo Escobar— no hay un solo extranjero ni un turista, los toures que pisan en las huellas del narcotráfico parecen en pausa, solo hay perros que mean en la manga. La imagen me hizo recordar de aquella frase: no quedará piedra sobre piedra. Donde antes hubo imperio, ahora las mascotas dejan sus detritos.
El Parque Memorial Inflexión es un símbolo inverso que se creó para honrar a las víctimas, pero que los turistas visitan para saber dónde estaba la casa de Pablo Escobar. El Mónaco tuvo doce apartamentos, 34 parqueaderos en el sótano y tres ascensores, uno de ellos abría en el último piso, exactamente en la sala de la casa del capo, donde había decenas de obras de arte que formaban parte de una colección privada que terminó en manos del Estado y una pequeña parte en una herencia. Todo esto me lo cuenta un vecino del barrio que pasea a un pastor collie y mientras en una bolsa negra recoge los desechos, dice:
—Eso es lo que les cuentan a los turistas todo el tiempo.
—¿Y cómo son los turistas? —le pregunto.
—Unos monitos desabridos —dice.
Todos los datos son ciertos. Nunca se habla de que el parque es un grito por las víctimas, y como los gringos poco saben leer español no ven que en las piedras negras que se levantan a lado y lado del sendero hay inscripciones que hablan desde las tumbas. “El derecho a la vida es el derecho fundamental del hombre, pero la violencia irracional sigue mancillando cada día ese sagrado derecho”, dijo Antonio Roldán Betancur, exgobernador de Antioquia asesinado en junio de 1989. Y: “Estamos presenciando el crecimiento de una generación sin fronteras morales, sin valores ni principios éticos. Eso es lo que combatimos. Con meridiana claridad”, escribió Guillermo Cano Isaza, director de El Espectador asesinado en diciembre de 1986.
—Nadie lee lo que dice en esas esculturas, pero eso sí: nos dieron un parque muy bonito.
—Como para pasear los perros...
—Sí señor.
La implosión del Mónaco fue una decisión polémica y pasó lo que muchos académicos se temían: los turistas seguirían visitando el lugar en busca de los rastros de Pablo Escobar, aunque ahora no haya edificio y solo sea un paseadero de perros. En su momento, el exdecano de Humanidades de Eafit me dijo: Jorge Giraldo: “La decisión va en contravía de las políticas de memoria que son comunes ahora en Europa e incluso en países como Argentina, donde se han tratado de conservar esos lugares de ignominia para tratar de transformarlos en lugares de memoria. Detrás de eso hay una pregunta: ¿también hay que tumbar Montecasino, la mansión de los Castaño?”.
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La Sociedad de Activos Especiales empezó una investigación para poner en orden todos los bienes incautados al narcotráfico y en su capítulo de Antioquia uno de los grandes temas es Pablo Escobar. Un problema es que decenas de propiedades no están a su nombre, sino en manos de testaferros. En las próximas semanas, por ejemplo, se van a entregar dos grandes terrenos, uno en Sonsón y el otro en Puerto Triunfo, para reparar a las víctimas.
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El 20 de octubre pasado, por ejemplo, la Fiscalía ocupó la casa museo Pablo Escobar, una propiedad ubicada en la avenida Las Palmas y avaluada en 12.000 millones de pesos; por medio de un comunicado, el ente dijo: “El predio habría sido adquirido por Pablo Escobar; y puesto a nombre de testaferros. Tras su muerte, la tradición quedó en cabeza distintas personas”.
En esa casa vive hasta hoy Roberto de Jesús Escobar Gaviria, conocido como El Osito, un hombre enfermo de los ojos tras un atento, que en sus años de juventud fue ciclista y compañero de negocios de su hermano. El Osito montó allí un museo con baratijas varias: cuadros de Pablo comparado con Vito Corleone, el personaje interpretado por Marlon Brando en la película El Padrino; también con fotografías familiares y bicicletas viejas. A ese lugar llegaban turistas a los que él cobraba la entrada, les contaba unas cuantas anécdotas y luego los mandaba de tour por la ciudad.
El Osito no ha desalojado la casa, pese a que la Fiscalía le dio un mes para que recogiera sus pertenencias. En este momento la Sociedad de Activos Especiales está tramitando todos los permisos para sacarlo antes de Navidad; esperan montar allí un verdadero museo que de cuenta de la tragedia del narcotráfico.
Pero la estela de bienes de Pablo Escobar no solo toca a sus más directos familiares, también a quienes eran sus lugartenientes. Por ejemplo, la SAE tiene en su poder varias propiedades de John Jairo Velásquez, alias Popeye, que entrarán en un proceso de venta para reparar a las víctimas.
Más allá del edificio Mónaco, el lugar que más se asocia con Pablo Escobar es la Hacienda Nápoles —hoy convertida en un megaparque donde hay dinosaurios de yeso y piscinas—, la gran propiedad donde el capo quiso ser Noé recogiendo bestias y bautizándolas —el primer Adán del Magdalena Medio—; esa propiedad fue entregada en comodato a un empresario y fue él quien la transformó en ese paseadero que no se fatiga.
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Después de pasar por el Parque Memorial Inflexión he venido al barrio Los Olivos, cuyo nombre no conoce absolutamente nadie, pero que para ser exactos está detrás de la Placita de La América. Exactamente llegué a la carrera 79B #45D-94, la casa en cuyo techo murió Pablo Escobar hace 30 años. El periodista que dio esa primicia fue Rodrigo Martínez Arango, quien trabajaba en Caracol Radio y llegó de primero al lugar. Cuando anunció la noticia, su jefe no le creyó una palabra.
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El caso es que hoy la casa ya no es más una casa de techo con tejas de barro; ahora es un edificio de tres pisos que, dicen, fue una escuela de idiomas hasta hace poco tiempo. Exactamente era una academia de español adonde acudían gringos y europeos. Fue una idea genial: vienen turistas a buscar las huellas de Pablo Escobar y se encuentran con un lugar donde aprender español.
Se trata de un barrio solitario y en realidad esta mañana nadie se interesa por los despojos del capo. Algo me hace pensar que para muchos Pablo Escobar es un personaje de ficción: lo ven en series, en camisetas, en películas, en anuncios publicitarios. Hay una idea oscura detrás de la banalización del mal, pensar que sus signos son inocuos. Todos los que tenemos hijos los vemos que comentan el nombre del capo por alguna serie, por alguna canción, pero no saben en realidad nada de la historia de ese capítulo del mal. Pienso otra cosa: una generación quiso mandar a Escobar para el cuarto oscuro de las conversaciones, que no se mencionara, que no se ligara a Medellín con la figura del capo: “Somos más que eso”. Lo que sucedió es que los más jóvenes creen que quien murió en el techo de lo que era esta casa que miro ahora fue un Robin Hood y no un asesino.
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Hace algunos años la Corporación Región hizo para el Centro Nacional de Memoria Histórica el informe Medellín, memorias de una guerra urbana. Allí hay una tesis inquietante y cierta: “Todos los perpetradores confluyeron en el mismo espacio. Narcos, sectores de la fuerza pública, grupos guerrilleros y grupos delincuenciales participaron y se proliferaron en el territorio, generando escasez para albergarlos a todos, propiciando luchas entre ellos. Fue el ‘periodo del gran desorden’. Hubo en total 132.529 personas reconocidas como víctimas del conflicto, dentro de las cuales 106.916 son desplazados, 19.832 fueron víctimas de asesinatos selectivos, 2.784 de desapariciones forzadas y 1.175 víctimas de 221 masacres”.
En esa amalgama de todos los actores armados, de todas las formas de guerra, también hubo una mezcla de mal gusto, algo que los académicos han llamado “Nar-decó”, es decir, una manera de la arquitetura que revela al narcotraficante. Están allí elementos como la excentricidad, lo opulento, lo feo, lo kitsch.
Quienes conocieron a Pablo Escobar dicen que los arquitectos y los ingenieros que le seguían los caprichos eran unos tumbadores de miedo que iban a cazar los dólares fáciles. Y eran tumbadores porque las casas eran mal hechas, con malos fundamentos y materiales deficientes; además, era difícil llevarle la contraria a un hombre que mataba a diestra y siniestra.
Volvamos a los lugares de Pablo. En los años 80 y 90 todos sabían cuáles eran los edificios del narcotraficante, eran puntos de referencia para llegar a alguna dirección. Luego, con las bombas del Cartel de Cali y de los Pepes tronando, esos edificios se convirtieron en signos de advertencia: mejor no voy, mejor no paso. Pero a todas las cosas les llega el olvido. Un menor de 20 años no sabe ni le interesa qué era el edificio Mónaco, La Catedral (donde ahora hay un monasterio), o la casa donde finalmente murió. Parece que todo hubiera sido leyenda, o un mal sueño, eso sucede con los arquetipos: viven entre nosotros sin que nos demos cuenta.