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La historia de Jordan, uno de los 40 extranjeros “atrapados” en el Bronx en Medellín

El dato lo reveló la Personería de Medellín y al lugar ya se le conoce como el “triángulo de las bermudas”; recorrido por sus calles herméticas.

  • La historia de Jordan, uno de los 40 extranjeros “atrapados” en el Bronx en Medellín
  • Esta es una pipa para fumar bazuco. El polvo se mezcla con ceniza de cigarrillo y se vierte sobre la pipa. FOTO jaime pérez
    Esta es una pipa para fumar bazuco. El polvo se mezcla con ceniza de cigarrillo y se vierte sobre la pipa. FOTO jaime pérez
  • Una imagen de las inmediaciones del Bronx. En la parte central no dejan tomar fotos. “Guarde el celular”, dicen los que fungen como “seguridad” del sector ante la ausencia de policías. FOTO jaime pérez
    Una imagen de las inmediaciones del Bronx. En la parte central no dejan tomar fotos. “Guarde el celular”, dicen los que fungen como “seguridad” del sector ante la ausencia de policías. FOTO jaime pérez
  • La historia de Jordan, uno de los 40 extranjeros “atrapados” en el Bronx en Medellín
La historia de Jordan, uno de los 40 extranjeros “atrapados” en el Bronx en Medellín
27 de mayo de 2023
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—Yo soy un gringo, un gringo que no tiene ni chimba.

Pero Jordan no es gringo, sino canadiense. Habla un español salpicado de frases cortas en inglés, you know?

—Medellín es una chimba. Gonorrea, fucking good, ¡gonorrea!

Tiene 43 años, el pelo lacio, rubio, y los dientes amarillos, pero completos. En los dedos, curtidos por la mugre, lleva dos anillos, uno con una cruz y otro que semeja un lapislázuli. Los ojos diáfanos, esquivos, miran al suelo, luego a la pipa, y chispean cuando se habla de bazuco.

Jordan está en el Bronx, en la esquina de Cúcuta con La Paz. Es uno de los 40 extranjeros que, según la Personería, deambulan por esas calles, bien fumando bazuco, bien comiendo un mendrugo de pan que se desmigaja sobre el suelo.

La calle está llena de hombres y mujeres como él, que en la mañana de un jueves andan con la mirada inaprensible, perdida en una inmensidad que no existe.

Costarricenses, argentinos, ecuatorianos, un albanés y dos canadienses han entrado a los albergues para habitantes de calle de Medellín en el último año. No es fácil encontrarlos en medio del mar de gente, del humo del bazuco, de la basura que se acumula sobre el suelo y parece invadirlo todo.

Hay que caminar despacio, con la mirada al frente, el pecho erguido, los brazos sueltos. Solo así se puede entrar al Bronx para no levantar sospechas. Jordan está de cuclillas sobre una estera, revisando un vidrio que alguien quiere vender. En realidad necesita 2.400 pesos para una dosis de bazuco y un cigarrillo.

—Quiero gasolina, dame gasolina, y te cuento mi historia, allright?

Con la pipa llena de bazuco, un polvo blanco menos brillante que la cocaína, Jordan logra concentrarse. Se ve más tranquilo, despojado de la manía de llevarse las manos a la cabeza y jalarse los cabellos. Se sienta sobre una estiba de madera, perniabierto, los músculos relajados.

—Llevo cuatro años en el Bronx, porque es una chimba—otro pipazo, una exhalación de placer—, pero no vivo en la calle, como dicen, you know? Pago habitación en un hotel.

Con una voz que sube de vientre, usando la cadencia de la calle, un hombre echa un gonorreazo. Tiene unos 40 años, la piel tersa, morena; los ojos almendrados, resaltados por un delineado con lápiz, los labios pintados, las uñas larguísimas, acrílicas, y el pelo pintado de naranja. Es “la mamá de los gatos”, que cuida esa esquina desde hace 13 años. Todos lo llaman Ma.

—¿Se acuerda cuando yo le celebré el cumpleaños?—le dice Ma a Jordan, echándole una mirada de soslayo—. Ay, unos pirobos nos iban a robar la torta. ¿Se acuerda, gringo?

En el Bronx casi todos permanecen sentados o de cuclillas, a excepción de los jíbaros, que se mantienen de pie, estáticos, ofreciendo desde bazuco hasta pastillas de Rivotril. Jordan recuerda ese cumpleaños con Ma, y sonríe.

Mi papá tenía el 51 por ciento de participación de una empresa minera, you know? Yo trabajaba en la empresa, pero él era muy duro conmigo y mis hermanos—junto a Jordan se sienta un muchacho de 21 años que duerme en esa esquina.

El muchacho saca una bolsa de perico y un pitillo que acerca a la nariz de Jordan, que inhala sin pensar—. Llegué a Colombia porque íbamos a explotar una mina en Marmato.

El muchacho de la cocaína interrumpe la historia de Jordan. Explica que lo que tiene en la bolsita es una mezcla de pericos de varias plazas cercanas. Lleva 10 años en la calle y dice que su casa es el suelo de la esquina de Cúcuta con La Paz. Su rutina es despertarse, comprar el gramo, amarrárselo a la pantaloneta, “chimbiar” por ahí un rato, y luego tomarse una pastilla para dormir.

—Ey, gringo, ¿cómo se dice mi nombre en inglés? Ey, escuchen, este man nos dice los nombres en inglés.

Ma hace una mueca de desgano, pero continúa en lo suyo, barriendo el suelo.

So, mi papá murió en 2014 y yo quedé sin las acciones. Empecé a consumir drogas a los 15 años, primero marihuana y después cocaína, pero el bazuco lo conocí en Colombia.

El bazuco es una droga de baja calidad que se hace con lo que sobra de la elaboración de la cocaína. Generalmente, para hacerlo rendir, se le echa bicarbonato de sodio, lidocaínas, anfetaminas o acetona. Los consumidores cuentan que genera una explosión de placer una vez se suelta el humo, pero casi de inmediato comienza la ansiedad por una nueva dosis, y entonces aparece el delirio de persecución.

—Llegué a Medellín en 2019, a un apartamento de El Poblado. Consumía cocaína, como siempre, y tenía plata de unos negocios, vendía droga. En una fiesta, un paisa sacó el bazuco y yo le dije que no me gustaba el crack—Jordan hace un gesto de disgusto—, no me gusta el crack, le dije, pero él insistió. Lo pensé dos semanas y...

—Ey, gringo, diga mi nombre en inglés. Sabe qué, pa, yo tengo 21 años y le puedo enseñar a usted de la vida.

—No diga eso—interviene Ma, que se mantiene al margen de la conversación—, demuestre las cosas, pero no las diga. Y no interrumpa.

Jordan vuelve a tomar impulso después de un pipazo.

—...y a las dos semanas lo probé y me pareció una chimba. Entonces me vine de El Poblado a Boston, después a Prado, y ya vivo acá.

La dosis de bazuco en el Bronx y sus alrededores cuesta 1.200 pesos, y además hay que comprar un cigarrillo. Al polvillo blanco se le mezcla la ceniza del cigarro y luego se vierte en la pipa.

—¡Las cenizas son oro acá! Fucking gold!

Los medios de comunicación han llamado al Bronx y sus alrededores el “Triángulo de las Bermudas” de Medellín. Le han atribuido poderes ocultos, de una atracción imposible de combatir.

Lo cierto es que es un espacio de nadie, donde cada tanto hay operativos de la Policía, desmantelamiento de cambuches y decomiso de armas y drogas. Pero nada cambia, todos los días lo mismo bajo el mismo sol.

—Ey, gringo, muéstreme esos cuchillos.

Jordan saca tres cuchillos, orgulloso, y alardea del filo de uno de ellos. Pero la atención se desvía a un hombre bajo, de sombrero, que arquea el cuerpo y lanza un puñado de monedas al aire. Como peces en un estanque, varios hombres corren a recogerlas, forcejeando, vociferando.

—No vale la pena por unas monedas, fuck!

En el Bronx no hay silencio nunca. Es el caos constante. Las reglas, bastante laxas, las ponen los jíbaros. Si alguien se pone insistente por una dosis y no tiene con qué comprarla, debe irse. Se vive al límite, al borde del conflicto por una moneda o una dosis de bazuco.

—Párense de ahí, hijueputas—, les dice Ma a unos hombres y una mujer que están bajo un dintel—. Vean que la gente necesita pasar.

Jordan, ya con los ojos vidriosos, se reacomoda sobre la estiba, relajando otra vez los músculos. Está en un transe que lo mantiene ido, perdido de la conversación que ya no hilvana.

—No tengo relación con mis hermanos, you know? Ellos saben que estoy acá en el Bronx, porque me vieron en un video que tiene seis millones de visitas en internet. I’m fucking famous!

Jordan saca una peinilla del bolsillo, se seca las manos, se limpia la boca, y posa para la foto. Tiene 43 años, y los aparenta. Dice que a los 40 quiso dejar de trabajar para vivir como vive hoy. Y le da pánico pensar en la posibilidad de dejar el bazuco.

El Bronx no tiene ningún poder sobrenatural, ni es un agujero negro que se trague a la gente. Un muchacho de Marmato, recostado sobre la pared de una bodega, lo explica:

—Acá, la mayoría llegó por un problema. Yo me accidenté y estuve 15 días en coma. Cuando desperté, mi mamá había muerto. No superé eso y me metí a la droga. Porque sí, pa, uno deja de pensar en los problemas, y solo piensa en la droga, la droga, la droga.

Los 40 habitantes de calle extranjeros están en la misma posición que los miles de nativos que deambulan por esas calles.

De una manera u otra llegaron a la ciudad y terminaron con problemas de adicción, reducidos a una cifra que la Personería reveló. Pero, como en el caso de Jordan, cada uno tiene una historia por contar, un drama por resolver; sus travesías interiores anclaron en las calles del centro de Medellín.

—De acá no me voy, porque Medellín es una chimba, you know?

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