No parecía un día de diciembre. El Sol no brillaba y en la tarde las nubes anunciaban agua. En los medios de comunicación las expectativas eran grandes, porque era un día después del cumpleaños 44 del jefe del cartel de Medellín, Pablo Escobar Gaviria, quien llevaba 498 días de haber escapado de la cárcel La Catedral, de Envigado.
Ese día, 2 de diciembre de 1993, parecían ir a la baja los homicidios en Medellín, por aquella época disparados por la guerra del cartel de Medellín y el grupo Perseguidos por Pablo Escolar, los Pepes, además del enfrentamiento entre milicias de la guerrilla y paramilitares. Hasta las 12 del día solo se había conocido un caso de un joven hallado muerto en el sector de San Diego, pero esta víctima no llamó la atención del periodismo.
Al mediodía cambió el panorama, porque se conoció un caso ocurrido en un taller del barrio Guayabal, donde sicarios asesinaron a Gustavo Gaviria Restrepo, de 24 años, primo segundo de Pablo Escobar, hijo de su primo hermano, con quien inició sus fechorías a finales de los años 70, Gustavo Gaviria Rivero, muerto el 11 de agosto de 1990, en un allanamiento del Cuerpo Élite de la Policía a una casa del barrio Almería, occidente de Medellín.
Después de conocer esta noticia, pensé que algo de mayor impacto se veía venir para la ciudad, por el asedio del Bloque de Búsqueda contra el prófugo Pablo Escobar a quien le seguían sus comunicaciones por su cumpleaños.
Cuando llegué a la redacción del noticiero de Caracol, empecé a buscar contactos para que me informaran detalles del asesinato del primo más apreciado de Pablo Escobar y las consecuencias que el hecho podría traer por la respuesta violenta del golpeado Cartel de Medellín, que aún conservaba algunos sicarios.
A las 2:30 p.m. una balacera muy nutrida, pero breve, no duró más de un minuto, fue la respuesta a mi intuición de periodista de orden público.
Por la contundencia de las detonaciones indicaban que no era un tiroteo cualquiera el que había ocurrido y, por eso, salí corriendo hacia la portería de la emisora, pidiendo, a los gritos, uno de los dos carros transmóviles asignados por la cadena a Medellín, desde los cuales, solo haciendo contacto con las repetidoras en los cerros tutelares de Medellín, podía tener comunicación con Bogotá e iniciar cualquier transmisión nacional.
Para mi sorpresa, ninguno de los dos vehículos estaba en el lugar, porque uno estaba asignado a deportes y el otro lo usaban en una diligencia.
Entonces, pedí un radio portátil, que eran de buena potencia y desde ellos me podía comunicar, incluso con la emisora básica en la capital del país, pero los técnicos me recordaron que estaban prohibidos los beeper y los walkii talkie. Mi única opción fue tomar una libreta, un lapicero y una grabadora de casetes y correr hacia donde consideré se originaron los disparos.
Con la ayuda de ciudadanos del sector llegué al sitio, la carrera 79 con la calle 45D, a unas cuatro cuadras hacia el norte de la emisora.
Para mi sorpresa, solo había un miembro de la Policía uniformado y estaba desviando el tráfico.
En un techo de una casa del vecindario varios hombres brincaban de la alegría, alrededor del cuerpo tendido de un hombre robusto, pero no pensé que fueran autoridad, porque estaban vestidos de civil, aunque sí tenían colgados en sus hombros los fusiles.
El policía me reconoció. Me dijo “usted es el periodista de Caracol, si quiere entre a ver los cadáveres, pero como usted es de radio, es mejor que coja un teléfono e infórme que matamos a Pablo Escobar”. Le dije que no podía decir eso porque no tenía pruebas, entonces el hombre se mandó la mano al pecho, me mostró su apellido, Muñoz (me lo grabé) y me dijo en voz alta, entonces diga, que “yo, un sargento la Policía le confirma que dimos de baja a Pablo Escobar, corra y dígalo antes de que le salgan a adelante”.
De inmediato, corrí hacia una de las entradas de la Plaza Satélite de la América, ubicada a una cuadra del lugar de los hechos, en busca de un teléfono público, hasta que en una legumbrería había uno color rojo. Por fortuna tenía en los bolsillos varias monedas de 5, 10 y 20 pesos para comunicarme. Sin embargo, el aparato se las tragó todas y no logré contactarme con la Voz de Antioquia que tenía cinco líneas con el mismo número y era mi única opción de divulgar la noticia. Todos estaban ocupados con señoras esperando a que en el programa “Pase la tarde” las dejaran hablar.
Angustiado le dije al comerciante que me cambiara billetes que necesitaba llamar a Caracol. El hombre, viendo mi desespero cogió el teléfono sacó todas las monedas y lo dejó sin cobro. “Llama hasta que se comunique”, me dijo. Así lo hice, pero el número de la básica seguía congestionado. Entonces opté por llamar al noticiero, contiguo a la cabina de la emisora, a ver si algún periodista me estaba relevando.
Me contestó un compañero quien no le dio crédito a mis palabras y pensó que era una broma. Entonces, le di el número del teléfono por sin me necesitaban para algo.
Más desilusionado aún volví a tratar de salir de la plaza a ver que seguía ocurriendo con el cadáver de Pablo, cuando escuché la voz del legumbrero que me llamó por mi nombre y me dijo que me devolviera rápido que era una llamada urgente la que había entrado.
Para mi sorpresa, cuando tomo el auricular, era la compañera Beatriz García, quien me dejó en contacto con el director de noticias de la cadena Darío Arismedi, quien ya estaba dando la información. Me empezó a interrogar sobre lo ocurrido.
No tuve tiempo de preparar nada. En ese momento tuve que expresar con palabras lo que había observado en el momento en que llegué al lugar de los hechos.
Contar que había un cadáver de un hombre robusto en un techo, descalzo y vestido con una camiseta color azul de bluyines, y a su alrededor, desafiando la altura varios hombres de civil, que cuando vieron mi carné de periodista me hicieron con sus dedos la V de la victoria y que, emocionado, un suboficial de la Policía Metropolitana de Medellín me aseguraba que el muerto era Pablo Escobar Gaviria.