Se ha hablado mucho de las consecuencias políticas de la gran filtración de la información recolectada por los agentes diplomáticos de Estados Unidos en todo el planeta y yo quiero hablar un poco de posibles repercusiones en las relaciones humanas.
El escándalo mundial, y también el destape de la cadena de espionajes tejida por el DAS en Colombia, han mostrado que en el mundo de hoy resulta difícil, sino imposible, guardar secretos. Ni la gran potencia del siglo XX ha podido mantener en la sombra los cables que enviaban sus funcionarios, ni un gobierno criollo, cuyo emblema era la seguridad, ha sido capaz de ocultar operaciones con azarosas consecuencias penales para los implicados.
Todo se puede saber ahora. La información que circula por las redes de internet y las conversaciones que día tras día realizan personas públicas o privadas desde sus teléfonos. Todo se almacena o se puede almacenar en los infinitos lugares de la red, pero, de igual manera, todo se puede explorar. Las sorpresas son impresionantes.
Hace unos meses fui a Pereira a dictar una conferencia y la persona que me presentó ante el público habló de mis libros y para mi consternación dijo que estaba escribiendo una novela y mencionó su título y dio algunos detalles de ella.
Me quedé mudo. Es un libro del cual he hablado con muy poca gente y en forma general y elusiva. No quise preguntar cómo había obtenido la información, pero me di cuenta de que los archivos de mi computador habían ido a parar a otros lares. Así mismo en muchas oportunidades he comprobado la intervención de mis teléfonos.
Esto me ha planteado una reflexión sobre el lenguaje y la comunicación. La verdad es que no solo los diplomáticos, o los conspiradores y los delincuentes, tienen cosas que esconder, emociones para ocultar, acciones para llevar a la oscuridad; no solo estas personas tienen un lenguaje público y otro privado.
La mayoría de los seres humanos tendemos a modular los juicios y las opiniones sobre las personas o los acontecimientos cuando sabemos que nuestra palabra se va a conocer por el público y por los directamente afectados. Sopesamos lo que vamos a decir, nos preocupamos por la veracidad o por el equilibrio de las afirmaciones, valoramos las consecuencias que se puedan derivar de nuestro discurso.
En cambio la certeza de que no se conocerán nuestras ideas públicamente, que apenas llegarán a un estrecho círculo cercano o cómplice, nos libera y nos lanza a juicios ligeros o irresponsables. Nos permite en ocasiones saciar venganzas o simplemente sacar provecho personal o golpear personas que no son de nuestros afectos.
Se tiene la noción de que la confidencialidad permite la franqueza y la veracidad, y se le da a estas palabras un mismo valor. No es así. No siempre franqueza quiere decir verdad. Los raptos de sinceridad se cargan a veces de emociones, se dejan aprisionar por el momento, por la animadversión o por el dolor.
Los mensajes acumulados por el gobierno americano en largos años dejan ver las acciones vergonzosas de un país con demasiado poder, ponen al desnudo el doble discurso. Sacan a la luz el desprecio que sienten por pueblos y personas en todo el mundo. Muestran igualmente la falta de dignidad de sus aliados. Y las cosas que se saben ahora del espionaje del DAS no son menos deshonrosas. Quizás estos escándalos contribuyan a cierta inhibición, a cierto recato, de estas fuerzas poderosas.
Aunque puede ocurrir que los gobiernos y los organismos en vez de aprender la lección para mejorar, se dediquen ahora a buscar los más sofisticados mecanismos para proteger sus comunicaciones y para mantener las intrigas y los discursos dobles.
En todo caso hay allí una gran lección para toda la humanidad. La posibilidad de que nuestras conversaciones o comunicaciones más íntimas se conozcan, nos obligan a decir en privado lo mismo que podemos decir en público y esto, sin duda, conducirá a una mayor ponderación, a una mayor consideración y respeto por los demás seres humanos. Nos hará mejores personas.
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