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Iglesias convertidas en bares

  • María Clara Ospina H. | María Clara Ospina H.
    María Clara Ospina H. | María Clara Ospina H.
12 de julio de 2011
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En Europa, hoy, no es extraño encontrar una iglesia convertida en museo, hotel, restaurante, librería o bar, como es el caso de la iglesia de Santa María, en el centro de la supercatólica Dublín, o la iglesia de La Santa Cruz, en Colonia, Alemania, patria del Papa Benedicto XVI, en la cual el altar ha sido convertido en una elegante barra donde se puede pedir el coctel que uno desee.

Para cualquier creyente es triste ver esta conversión de las iglesias en lugares no sacros, pero es algo que va en aumento debido a la deserción masiva de fieles, la escasez de fondos, que amenaza con arruinar a las parroquias, y al declive de las vocaciones sacerdotales. En otras palabras, ya no hay fieles, ni párrocos, ni plata para sostener muchas iglesias.

Países, antes considerados baluartes de la cristiandad, hoy se han apartado del culto. En Holanda, por ejemplo, no más del 7% de la población asiste a servicios religiosos, 900 iglesias han cerrado sus puertas y más de 300 han sido derrumbadas. Lo mismo sucede en la mayor parte de Europa y está comenzando a notarse en las Américas.

Muchas ciudades, para evitar que algunas de sus bellas e históricas iglesias sean compradas para ser demolidas y reemplazadas por nuevos edificios, las han declarado Patrimonio Histórico. De esta manera los templos podrán ser vendidos, mas no destruidos.

Claro, muchos compradores aprovechan la hermosa arquitectura de estas construcciones, además de su excelente localización, generalmente en el centro de las poblaciones, para convertirlas en lugares de alta rentabilidad comercial.

Transformar a las iglesias en museos o salas de concierto fue muy común en los países comunistas cuando declararon la religión fuera de la ley. Hoy, esto se ha convertido en usual, aun en los países más cristianos. En muchos casos, son las mismas comunidades religiosas que prefieren convertir sus iglesias, monasterios y abadías en lugares de cultura y cobrar la entrada a visitarlas, antes que verlas convertidas en parrandeaderos, gimnasios, bares o tiendas. De esta manera, se impide la destrucción del templo y este se mantiene en buenas condiciones, preservando así su dignidad y valor histórico.

Realmente, pagar para entrar a un lugar sagrado es ahora lo común no solo en Europa, sino en todas partes. La última vez que visité Cartagena, me cobraron por entrar a la Catedral; además, alquilé una grabación, bastante buena, sobre la historia del templo y de la ciudad.

Los caminos de Dios son indescifrables. Quiera Dios que esta tendencia desaparezca y la crisis que hoy enfrenta la Iglesia sea pronto superada. Así, quizá su solemnidad, aquella que conocieron nuestros antepasados y nosotros alcanzamos a ver, pueda ser disfrutada también por nuestros nietos.

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