Todos lo hemos soñado: construir una cabaña en el campo. Huir de la ciudad. Amontonar junto a la chimenea los buenos libros, la soledad, el silencio, la amistad compartida. Respirar aire puro, correr bajo los árboles estremecidos. ¡La felicidad!
Todos hemos sentido el deseo de desertar, de evadirnos, de alejarnos, prófugos de nosotros mismos. Ser anacoretas.
Por adusta, por seca, me gusta esta palabra griega, que sirve para llamar al monje que vive retirado en el campo. Es clara su significación religiosa, pero si se analiza el verbo de donde procede, tiene un matiz muy especial. Anacoreta viene de "anajoreo", que es volver sobre sus pasos, retroceder, recular. Es el eterno juego de los desencantos, del desasosiego. No tener raíces, echar hacia atrás en pos de lo perdido. Un síntoma de decadencia. Huir siempre ha sido algo negativo.
Valga un detalle histórico. El anacoretismo aparece en la historia del cristianismo cuando éste, con la paz de Constantino, se convierte en religión del imperio. Los creyentes pierden el incentivo de la lucha, el encanto de la clandestinidad, la fuerza interior que da el sentirse perseguido. Por lo demás, acabadas las persecuciones, había que inventarse una especie de martirio prefabricado, a punta de renuncias, mortificaciones, negaciones. Tal vez ahí esté el germen de la vida religiosa en la Iglesia: los ermitaños, los anacoretas, los monjes. Era un testimonio claro de no dejarse atrapar por la vida pagana. Lo mejor era huir, evadirse. Y se huía hacia el desierto, pues se creía que más allá quedaba el edén, el paraíso, la cercanía de Dios. Era también una forma de estar más cerca del destino final.
No sé qué diablos (¿o habrán sido ángeles?) me han llevado por los vericuetos de esta reflexión. Del proyecto de construir una cabañita en el campo e irse a vivir allá (que por utópico e imposible acabó tirado en el desván de las nostalgias y las frustraciones) terminé hablando de eremitismo, monacato, anacoretismo y vida religiosa. Lo que quiero decir es que en el fondo de las crisis y de las decadencias, hay unos elementos que se repiten, que siempre se han dado, que suelen presentarse con los oropeles de lo positivo, pero son negativos, peligrosos, destructores.
Las fórmulas que se proponen apuntan a un anacoretismo falso: huir, echar pie atrás, retroceder. Desertar de la realidad, sacarle el cuerpo a los compromisos del presente. Desde la oración a la droga, una evasión. Fugas canonizadas o fugas malditas. Se confunde la decadencia con la renovación. Se le da a la cobardía características de renacimiento.
Somos los eternos prófugos de nosotros mismos. Lo que importa es no estar donde debemos. Las crisis suelen estar acompañadas de paraísos perdidos, de nostalgias, de extraños misticismos. Siempre lo mismo. Huir, no estar presentes. No ser fieles al mundo ni a la tierra. Aunque para ello haya que perderse por un desierto sin caminos o encerrar la soledad y la insatisfacción en una torre de cristal. O en una cabañita en el campo. O en el cielo. O en un infierno. Vaya usted a saber.
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