Ver arder la selva chocoana estos días, ver aquellas imágenes de tortugas y monos aulladores achicharrados. Ver el rostro de impotencia y tristeza de la gente de Unguía nos sobrecoge. He ido medio centenar de veces a andar y desandar los caminos que bordean el Atrato, desde Quibdó hasta Bocas. He sentido la brisa fresca y húmeda que se descuelga por los cerros, atrás de Titumate y Capurganá. Tengo una noción cercana de aquel tesoro que ardió durante dos semanas sin que nadie acudiese a rescatarlo del fuego.
Pero Chocó le queda muy lejos al Gobierno. Como le queda casi todo este país a sus gobernantes. Alguna vez lo dijo Álvaro Gómez Hurtado sobre ir a La Macarena o Uribe o las Sabanas del Yarí: que él no iba a esas lejanías. Si eso lo decía un hombre de su enorme estatura intelectual y de estadista, qué esperar de estos imitadores de políticos y gobernantes que tenemos hoy. Tan desteñidos e insípidos. Indolentes e incapaces.
Con Chocó pasa igual: está muy lejos para nuestras autoridades. Por eso un incendio que apenas tostaba 50o metros terminó por consumir 4.000 hectáreas de aquella selva impresionante. Si muchos supieran de las lagunas azuladas que se descubren trajinando selvaadentro desde Acandí hasta la frontera con Panamá. Si vieran a los jaguares merodear en la cabecera del Salaquí y en Sautatá. Si vieran a los patos-cuervo rozar el agua cristalina del Cacarica. Si vieran lo que se desconoce y se desprecia. Entonces, tal vez, entenderían.
Los chocoanos (afros, colonos e indígenas) le sobreviven a un abandono secular. Allí solo van a saquearles la madera de esa selva acuerpada y fina. A rascarles el oro de sus cientos de ríos de arenas titilantes. A montarles entables aceiteros contra su espíritu de protección de la selva. A sembrarles coca para pervertir su mansedumbre y sencillez. A expoliarles sus barras de platino tan escasas en el planeta.
Ver arder la selva de Unguía, así no más, nos volvió a llamar la atención sobre la inmensa riqueza y el superior olvido de esta gente y esta tierra, tan colombianos.
No sabemos en el resto del país que mientras otras regiones sufren sed y sequía, en Chocó gozan la magnificencia de los ríos Atrato y San Juan, con sus aguas revueltas de taninos y lodos fecundos. "Aquí basta pararse y tirar las semillas para atrás, y luego volver a recoger la cosecha. Paisa, esto es más fértil que una quinceañera", le dicen a uno los nativos.
A cada metro hay mosquitas, ranas, lagartijas, mariposas, flores. Pero nos quedan lejos, muy lejos. Y lo peor es que arden en llamas y allí, donde hay tanta agua, una manguera tarda dos semanas en llegar. Y a la selva la envuelven una hoguera y el humo. Ese abandono, tan copioso y democrático.
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