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Fotos cortesía de Sandro Romero Rey, en un encuentro con su amigo Fernando Vallejo y la perra Brusca. -
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Vallejo en mí, según Sandro Romero Rey
Sandro Romero Rey hace un recorrido por su amistad con el escritor, que es a su vez el camino de sus lecturas.
onocí a Fernando Vallejo gracias a una hepatitis. Corría a toda velocidad la década del ochenta y el director de cine Luis Ospina me pasó un ejemplar de El fuego secreto para calmar mis noches. El libro fue como un puñetazo en el vientre. En aquel tiempo pensaba que aquel autor era un furioso Céline paisa, dispuesto a acabar a escupitajos todo el orden establecido. Hasta que, algunos años después, en casa del director de teatro Manuel José Álvarez, conocí a Fernando de cuerpo presente. Mi desconcierto se multiplicó. ¿Cómo era posible que aquel ser con voz de querubín y sonrisa de niño travieso fuese el autor de semejante catarata irrefrenable? Vallejo no tenía rostro. No aparecían sus fotos en ninguna parte, porque no había internet y porque el escritor se escondía incluso de sí mismo. Tardaría mis buenas fechas antes de darme cuenta de que el Fernando Vallejo de El fuego secreto era el mismo director de una película que había visto en el Festival de Cine de Cartagena que se llamaba Crónica roja y que, según contaba la leyenda urbana, había sido prohibida por “la Junta de Censura” de Colombia. La noche en la que lo conocí en la casa de Manuel José se selló una amistad que, a pesar del tiempo y las distancias, se ha ido consolidando. Algunos meses después, Ospina, Vallejo y yo coincidimos en una de las célebres fiestas en casa de Fanny Mikey y el flechazo entre mis dos amigos fue inmediato. Yo vivía en Cali y, poco a poco, con Luis nos pusimos a la tarea de leer todo lo que había escrito su antiguo colega, el escritor que había dirigido tres largos en México.

Pronto me desatrasé. Leí lo que sería luego la pentalogía titulada El río del tiempo. Todos sus episodios me fascinaron: su erudición, su sensibilidad y, sobre todo, su extremo sentido del humor me cautivó sin reservas. Gracias a Luis, el cineasta Barbet Schroeder conoció la obra de Fernando y, como el elegante iconoclasta que siempre ha sido, se propuso filmar “por debajo de cuerda” una tremenda versión de la novela La virgen de los sicarios. Estuve en Medellín durante su rodaje y, con la complicidad del fotógrafo Eduardo La Rata Carvajal, logré ser testigo de aquella filmación inolvidable. Cuando la película se estrenó, en el Festival de Cine de Venecia, allá estuvimos con Ospina “haciendo barra” y siendo testigos del escándalo del escritor, en un italiano impecable, despotricando contra todo lo divino y lo humano. Un par de años después viajé a México y, gracias a nuestro amigo común Enrique Ortiga, frecuenté el apartamento de Fernando quien, por aquel entonces, vivía con su inquebrantable compañero, el gran escenógrafo David Antón. Las comidas en casa de Vallejo eran inolvidables. Allá coincidí, una vez más, con Barbet Schroeder, quien continuaba armando proyectos secretos con Fernando y, de vez en cuando, pasaba a conspirar.
En México me puse al día con su obra y seguí admirando su incansable inteligencia. Lo oía tocar el piano pero, sobre todo, lo oía hablar. Era un torrente de sabiduría, de valentía y de locuacidad. Allá pude conseguir, por fin, su primer libro, titulado Logoi: una gramática del lenguaje literario, así como la primera edición de El mensajero, su obsesiva biografía de Porfirio Barba Jacob. Para mi sorpresa, era distinta a la edición de Planeta con el mismo nombre que había leído años atrás, con el subtítulo La novela del hombre que se suicidó tres veces. Pronto entendí que, a falta de una, Fernando había escrito dos versiones completamente distintas de un solo poeta verdadero. De la misma manera que su versión de la gesta existencial de José Asunción Silva la publicó como Chapolas negras y después, muchos años después, como Almas en pena, chapolas negras. Todas las devoré. Por supuesto, los libros de Fernando que tuvieron mayor reconocimiento fueron, a no dudarlo, La virgen de los sicarios y El desbarrancadero. Este último, cuando lo leí, tuve que llamar a su autor y decirle que me había dado la pálida. Tras el Premio Rómulo Gallegos, me emocioné mucho y reí a carcajadas con el hecho de que le hubiera donado el dinero a una asociación protectora de animales venezolana.
Como un golpe de dados que jamás abolirá el azar, la aparición de La rambla paralela me cogió en Barcelona, lugar donde suceden los acontecimientos de este libro que parece escrito por un muerto. Lo leí al frente del Liceu, en el mismo lugar en que el narrador se sienta a beberse sus últimos tragos de mal difunto. Las fechas se me confunden con el entusiasmo, pero no puedo dejar de citar lo que suscitaron sus libros en la medida en que fueron apareciendo. Su Tautología darwinista, su Manual de imposturología física y sus Bolas de Cavendish los leí como novelas, a pesar de que se trataba de sesudas diatribas contra científicos canonizados. Son textos temibles. Pero ninguno ha causado tanto estremecimiento como La puta de Babilonia, publicado en 2007, donde hace su ajuste de cuentas contra la iglesia católica, desde sus inicios hasta los confines de su propio apocalipsis. Todo lo contrario sucedió con El cuervo blanco, su libro en homenaje al heroico filólogo Rufino José Cuervo, el cual presentó en el Gimnasio Moderno de Bogotá y donde consolidó su figura de rock star. Ese día lo acompañé en el camerino, mientras terminaba una mesa redonda programada con anterioridad. Cuando le tocó el turno a Fernando, su entrada era digna a la de cualquier ídolo juvenil. A los lectores de Vallejo les encantaba ser testigos de cómo conectaba su inconsciente a sus conferencias y estremecía verlo decir todo lo que los seres humanos imaginábamos pero que no éramos capaces de repetir por cobardes.
Los años han pasado y los títulos de Fernando Vallejo se multiplican (¡Llegaron!, Mi hermano el alcalde, El don de la vida, Casablanca la bella, Memorias de un hijueputa, Escombros). Lo sigo leyendo con fervor y costumbre, a pesar de que sus detractores (que son muchos: entre ellos, unos pocos buenos amigos) insisten en descalificarlo con el argumento de que se repite. En algún momento, cuando no pensaba aún regresar a Colombia, le dije que debería publicar sus conferencias, a todas luces exquisitas. Me contestó tajante que no lo haría pero, un par de años después, apareció Peroratas, antología de sus geniales improperios. Puede que al escritor no lo entusiasmara. A sus editores sí.

Quizás cuando más cerca he estado de Fernando fue con el documental La desazón suprema: retrato incesante de Fernando Vallejo, que realizó Luis Ospina en 2003, donde el director me invitó a leer todos los fragmentos citados de la obra del escritor. Por lo visto el trabajo dio sus frutos porque ahora, ad portas de los ochenta años del amigo polifacético, me han invitado a leer los audiolibros de cuatro de sus novelas. Dije que sí, por supuesto, siempre y cuando Vallejo estuviera de acuerdo. “Él fue el que te propuso”, me dijeron desde la editorial. No pude negarme. Me encerré durante varias semanas con un técnico de sonido y allí está mi voz prestada leyendo, aguantando la respiración, repitiendo la voz de un ser humano irrepetible, a quien he aprendido a querer en medio de las balas. Lo he visitado un par de veces en Medellín, tras la muerte de David Antón. Vive con su perra Brusca, en una casa de dos plantas sin muebles y sin futuro. Siempre le pregunto por su Libro de los muertos, un cuaderno donde va anotando todas las personas que ha conocido y que se han ido para siempre. “La lista sigue creciendo”, me contesta, con su sonrisa traviesa. Lo miro por encima pero no entro en detalles. Uno nunca sabe ◘
* Escritor, director de teatro, docente, realizador audiovisual, crítico, comentarista.

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