En alguna conversación, Gabriel García Márquez le preguntó a Fidel Castro que de las cosas simples, imposibles para él por su condición y, obviamente, por razones de seguridad, cuál quisiera hacer. Y el cubano le respondió sin vacilar: “pararme en una esquina”.
Gabito tenía una gran vocación para ser amigo. Y los tenía tan diversos en pensamiento, credo, raza, género y profesión, que no es preciso decir que su tolerancia le permitía aceptarlos a unos y a otros como eran.
Los de derecha no le perdonaban que fuera amigo de Fidel y, mientras lo criticaban por eso, se olvidaban de que también fue amigo de Bill Clinton y Belisario Betancur.
En alguna parte leí que Gabo vivía de afán. Que caminaba rápido porque había descubierto que sí había prisa. Sin embargo, parece que siempre sacaba tiempo para los amigos. Una cantidad bárbara de frases que valoran la amistad se atribuyen a él. “Yo me considero el mejor amigo de mis amigos y ese puesto no me lo dejo quitar de nadie”, fue tal vez la primera que se le conoció al respecto.
En Aracataca, donde vivió los primeros años de vida, dejó amigos. Luis Carmelo Correa y su hermano Alfredo, lo recordaron hasta el final de sus existencias. En las escasas veces en que el narrador pisó su pueblo en compañía de entrañables amigos como el compositor Rafael Escalona, el escritor Álvaro Cepeda Samudio y el pintor Jaime Molina, se reunía a tomar ron y conversar, en esas reuniones que los costeños tienen para mamar gallo y no dejan hablar de asuntos trascendentales.
Ni siquiera su condición de viajero empedernido le impedía ser amigo. No cambiaba unos por otros, sino que los nuevos se iban sumando a la lista interminable. Algunos le salvaron el pellejo más de una vez, sobre todo en los años 50 y 60, cuando la pobreza golpeaba a su puerta y buscaba un lugar para quedarse. Otros le tendían puentes para que pasara con su talento creativo.
Callado compinche
Plinio Apuleyo Mendoza fue testigo de sus tragedias... materiales y literarias. De aquellas, recuerda que vivía en París en una pobreza extrema, en los 50 y le ayudó consiguiéndole trabajo en periódicos de Colombia y Venezuela.
De las literarias, cuenta Plinio: “A todos, el frío de aquel invierno nos ponía verdes” (y refiriéndose a Nicolás Guillén), Gabo le dijo a Plinio: “Fíjate, el poeta debe tener el mismo problema mío. No debe conseguir que en sus poemas haya calor. Tampoco yo en la novela que estoy escribiendo”. (Revista Cambio. 26 de febrero-4 de marzo 2007).
Álvaro Mutis lo acogió en México. Y por él conoció la literatura de Juan Rulfo, cuyo Pedro Páramo llegó a aprenderse de memoria. Con Mutis, a quien conoció en Cartagena de Indias en 1949, llegó a tener tanta cercanía, que se tomaban del pelo en público y en privado, dejando intencionalmente entre la gente ideas equívocas uno de otro.
En un discurso jocoso del Nobel en la celebración de los 70 años del creador de Maqroll, Gabo reveló una de esas anécdotas que terminan por confundirse con una ficción desenfrenada: “En París, esperando que las señoras (Mercedes y Carmen) acabaran de comprar, Álvaro se sentó en las gradas de una cafetería de moda, torció la cabeza hacia el cielo, puso los ojos en blanco y extendió su trémula mano de mendigo. Un caballero impecable le dijo con la típica acidez francesa: “Es un descaro pedir limosna con semejante suéter de cachemir”. Pero le dio un franco. En menos de 15 minutos recogió 40”.
Por su parte, en la edición que hizo la Real Academia de la Lengua Española de Cien años de soledad, Mutis dice: “He pensado a menudo que Gabriel nació ya maduro, viejo no, nunca lo ha sido ni creo que lo será ya; tiene un aura de intemporalidad que lo asimila a sus personajes”.
Por medio de Mutis conoció a Carlos Fuentes, en los años 60. Con él se dedicó estudiar antropología y cultura mexicana, y adelantó varios proyectos cinematográficos.
“En realidad, el único momento de la vida en que me siento ser yo mismo es cuando estoy con mis amigos”, llegó a decir Gabito. Y lo cierto es que ellos, sus amigos, también se refieren al cataquero con expresiones de la más elogiosa simpatía. Había orgullo mutuo por ser amigos.