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Adiós a la dueña de los colores

Dora Ramírez, la del Gardel en Llamas, murió el jueves. Ayer la despidieron los antioqueños.

  • Dora Ramírez bailando con Johny Blandón en Aire de Tango. FOTO Archivo
    Dora Ramírez bailando con Johny Blandón en Aire de Tango. FOTO Archivo
26 de marzo de 2016
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D ora Ramírez quería morirse bailando. Y murió bailando el baile de la quietud, en la que se fue instalando desde el siete de marzo pasado.

“No te puedes morir bailando —le decía Jhony Blandón, su compañero de danza durante 17 años—, porque me muero yo también”.

Dora Luz Echeverría, una de sus hijas, cree que sí murió bailando, es decir, bailando con movimiento. Porque a pesar de que no tenía fuerzas para levantar los pies, los últimos instantes de su vida los dedicó a contemplar el bello rostro de su nieta Adelaida, a quien siempre llamó “mi bailarina” y que, para ella, encarnaba el espíritu del baile.

Nacida en 1923, Dora habitó siempre la autenticidad. Halló el arte desde que era una niña. Bailaba con su hermano, León, en Montecarlo, la finca a la cual los llevó a vivir su padre, el comerciante José Ramírez Johns, en Granizal.

En una conversación de 2011, nos contó:

“A esa casa entre el monte iba un hombre a quien mi madre, Carolina, experta en poner sobrenombres, le decía Caracucho. León y yo le pedíamos a él: ‘enséñenos a bailar el tango Apache’”. Ése fue su primer profesor. Y le fue tan bien enseñándoles, que ganaron un concurso en el Club Campestre. “Les encantó cómo yo cerraba los ojos en los desmayos”. De premio, ella recibió una caja de acuarelas.

Como advierte su nieta María José, ese lejano acto recuerda el origen de sus dos pasiones: el baile y la pintura. La caja de acuarelas, llegada en un tiempo en que no era tan fácil ni tan común tener cosas, suscitó en Dora Ramírez una fascinación por los colores y se convirtió en el punto de partida de una vida dedicada a la pintura.

Exceso, solo en el color

Realizó exposiciones en diversas ciudades de Colombia, Francia, Inglaterra, Estados Unidos. Fue considerada referente del arte pop. Sin embargo, las adulaciones con que venían acompañados tales acontecimientos, nunca lograron envanecer su espíritu. No sucumbió a la embriaguez de la gloria ni de la fama, que suele tentar a muchos artistas.

Y tampoco a otras formas de embriaguez. A pesar de haber asistido y animado tertulias de músicos, pintores y escritores, en los que se incluían Manuel Mejía Vallejo, su yerno; Óscar Hernández Monsalve; Carlos Castro Saavedra; Fernando González Restrepo; Darío Ruiz Gómez, y Juan Diego Mejía, y en la que no faltaron visitas de cantantes como Óscar Larroca y Raúl Garcés, a pesar de estar con ellos, decíamos, que bebían y fumaban, tampoco sucumbió al alcohol. Unos cuantos tragos de ron, para mantener caliente la garganta y firme la voz, pero nada más.

No estuvo “embalada en la locura del alcohol y la amargura” ni fue tras el “placer genial, sensual” del fumar, como dicen dos tangos.

“Solía repetirnos que no bebiéramos ni fumáramos —comenta el escritor Juan Diego Mejía—. Era como una mamá de todos”. Y sigue diciendo: “Creo que así como Tite manejó el color en sus obras, tan llenos que no dejan duda, así veía ella a las demás personas: con un brillo, con un resplandor, porque solo veía lo bueno que había en ellas”.

Juan Diego aclara que tal apelativo, Tite, era con el que la llamaban en la familia, pero que él, abusivamente tal vez, también le decía así.

Josefina Henao

Adelantada para su época, revela María José, Dora Ramírez mantenía atenta a la vida saludable. Hizo yoga en los años sesenta, cuando en Medellín poco o nada se oía hablar de esta disciplina física y mental. Con una obsesión heredada de su padre, se enteraba de los componentes de los comestibles y bebidas, y de los beneficios o perjuicios que sus ingredientes podían causar en el organismo, y se ocupaba de llamar a las empresas fabricantes para decirles de los daños de tal o cual componente y la manera de remplazarlo.

Como poco le hacían caso, se inventó un personaje llamado Josefina Henao, presidenta de la Sociedad de Salud Pública —“Josefina, porque es un nombre de toda la vida, y Henao, porque yo lo tengo en alguna parte”, decía— y consiguió más atención.

Pintar, enseñar pintura, bailar, participar de la movida cultural de la ciudad. En eso vivió felizmente ocupada durante 92 años esta mujer en quien todo lo que hizo le fluyó con naturalidad, sin aspavientos.

“Vivió con intensidad —opina el escritor Darío Ruiz Gómez—. Fue de las primeras mujeres que asumieron la pintura hasta las últimas consecuencias. En los años sesenta iba a cafés del centro a ver a grandes bailarines de tango, como uno muy célebre conocido como El Gato”.

Bailaba de lunes a viernes, en la academia Candombe de Jhony Blandón. Lo hizo hasta el 4 de marzo pasado.

El lunes 7 no se levantó. Nada le dolía, pero sus músculos comenzaron a no responderle más. Y desde ese día se fue apagando sin dolor hasta anteayer, cuando murió en compañía de la familia.

“¿A quién odias?” Le preguntó Dora Luz en estos días. La artista pensó unos minutos. Le contestó: “A nadie”. Después de un breve silencio, añadió: Odiar fatiga”.

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