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Héctor Abad presenta La Oculta

El escritor antioqueño presenta en El Colombiano un fragmento de su nueva obra.

  • Héctor Abad presenta La Oculta
16 de noviembre de 2014
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En tres ciudades, Bogotá, Medellín y Jericó, Héctor Abad Faciolince hará el lanzamiento oficial de su nueva obra, La Oculta.

El miércoles 19 estará en la capital del país, luego el 27 en el Valle de Aburrá y cerrará el 29 en el Suroeste antioqueño, quizá el momento más especial para Abad Faciolince, pues allí transcurre esta historia de la que hoy, en exclusiva para El Colombiano, les ofrece un fragmento a nuestros lectores, a manera de antojo de lo que llegará en pocos días.

EVA

Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y algo distinguían entre las sombras. Ya estaba en el camino que subía hacia Casablanca, una cuesta muy empinada; el sudor se me mezclaba con el agua del lago. A lado y lado había rieles de cemento estriado, y por el centro una franja de hierba y maleza. A veces subía por el cemento, áspero en las plantas de los pies, pero sin espinas, y a veces me iba por la hierba del centro. Cuando tenía fuerzas corría o rotaba un trecho cuesta arriba; después caminaba para recuperar el aliento y mirar hacia atrás.

Iba jadeando y llorando, pero ni siquiera me daba cuenta del llanto; las lágrimas se confundían con las gotas de agua que me chorreaban del pelo mojado, y con el sudor, que era más y más a cada minuto que pasaba. Las estrellas estaban más frías y distantes que nunca y su luz macilenta de nada me servía para alumbrar el camino.

Los perros de Casablanca me sintieron cuando crucé el quiebrapatas de la finca de mis primos Vélez, y yo cogí la carretera destapada que llevaba hasta la casa. Las piedras me lastimaban los pies y me salí a la vera del camino, detrás de un alambrado, para caminar por encima del pasto. Los perros vinieron a mi encuentro ladrando. Cuando estuvieron más cerca me reconocieron y dejaron de ladrar; se me acercaron moviendo la cola, me olieron las manos, me lamieron las piernas húmedas. Siempre me he entendido bien con los perros. Llegué hasta la casa de Rubiel, el mayordomo de Casablanca, y toqué la puerta con los puños.

—¡Ábrame, Rubiel, ábrame rápido! ¡Soy Eva, de La Oculta! ¡Ábrame, Rubiel, ábrame! ¡Me quieren matar, Rubiel, ábrame la puerta!

Vino a abrirme Sor, la mujer de Rubiel, alarmada y con cara de desvelo. Habían oído los disparos, hacía un rato. Entré con miedo y cerré la puerta detrás, como dejando afuera un monstruo, un fantasma. Me senté en el suelo; no podía hablar. Sor me dio una toalla para que me secara; me trajo ropa de una de mis primas, Martis, para que me cambiara. Ponerme ropa seca, y limpia, me hacía sentir mejor; habría querido echarme algún perfume para olvidarme del olor a sudor, a agua del lago, a tierra, a hojas y espinas que me desgarraban. Me calentó una taza de aguapanela, me prestó medias para calentarme los pies adoloridos y ensangrentados. Cuando al fin fui capaz de contar atropelladamente lo que había pasado, Rubiel dijo en voz baja que era mejor que me fuera. Podían venir a buscarme de un momento a otro y los matarían a ellos también si se daban cuenta de que me estaban escondiendo.

Yo asentí con la cabeza, mientras acababa de vestirme. Sor me trajo también unos tenis de mi prima para calzarme. Le pedí a Rubiel que me prestara un caballo. Le dije que le dejaría el caballo en el pueblo, en Jericó, en Támesis o en Palermo, en alguna parte. O tal vez en la fonda, si podía. Donde pudiera.

Rubiel sacó una linterna y agitados, de afán, fuimos juntos a las pesebreras; entre los dos le pusimos un galápago a una yegua negra. Se llamaba Noche. Yo misma la escogí por el color; era la más adecuada, pues se veía menos en la oscuridad. Rubiel dijo, en un susurro, que si venían los tipos no les diría que yo había venido por aquí. Pero tenía que irme cuanto antes, me rogó. Poníamos mucha atención, hablando en voz baja mientras acabábamos de ensillar, casi a oscuras, y a veces nos parecía oír el zumbido de un motor lejano.

—Yo le dejo la yegua con alguien de confianza, Rubiel. Apaguen todas las luces. Adiós y gracias —le dije mientras me montaba al caballo.

—Llévese la linterna, doña Eva —me dijo—, pero no la prenda mucho.

Yo cogí la linterna, la apagué, y salí al trote por la carretera”.

*El texto publicado no ha sido modificado y está tal y como la editorial lo ha compartido con El Colombiano.

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