Juan Gossaín es ya miembro de número de la Academia Colombiana de la Lengua. Un hombre-cronista-periodista, que se amamantó desde niño por el ejemplo de su padre en el diccionario de la Real Academia Española. Se lo devoraba con la misma devoción y fascinación que produce leer una novela de García Márquez. En ese diccionario recibió las aguas bautismales para recibir el sacramento de su fe literaria.
Juan es un ser caribeño. Ama a su tierra, San Bernardo del Viento, nombre que parece sacado de un romance de García Lorca. Y lo ha enaltecido y quizá sobredimensionado. La gratitud hacia la tierra nativa en donde percibió por primera vez en su paisaje la noción de patria la ha mantenido siempre intacta.
Cuenta de ella, con pelos y señales, sus mitos, sus fiestas, sus personajes, sus comidas, sus costumbres, sus leyendas. Ha comprendido aquel consejo de Tolstoi de que quien describa bien su aldea será un escritor universal. Y Juan así lo ha entendido. En su mar Caribe supo comprender el decoro del alcatraz, esa ave que al clavarse en sus aguas en busca del pez y no toparlo reinicia su vuelo masticando aire para no hacer el ridículo de su frustración ante los pescadores y la bandada de colegas que lo escoltan en sus vuelos silenciosos. Es probable, intuye Juan, “que se muera de hambre, pero no de vergüenza”. Es una narración preciosa que habría querido inventar su amigo García Márquez para acrecentar su patrimonio literario
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Para Juan Gossaín “la lengua es la patria”, como decía el filólogo Rufino José Cuervo. En ella recrea la palabra, la saborea como catando fino licor. No la maltrata, menos la viola en su gramática y ortografía, ni en su dicción, como consagrado hombre de radio de tantos años. Podemos jurar, con poco riesgo de equivocarnos, que el temido maestro Argos se devanó los sesos buscándole gazapos con los que no pudo topar.
Le ha dado vida, oxígeno, vigencia a nuestra lengua. Sabe que en principio fue el verbo y que la palabra al formar frases le da vida al idioma. Al idioma español, castellano, presente y brillante con palabras castizas. Con palabras que recupera de diccionarios apolillados para que no las mate el olor a naftalina.
En sus deliciosas crónicas, retoma y le da vigencia a aquellos dichos, refranes, sentencias, vejeces que servían a los abuelos para hacerse entender y que han querido irse del habla popular.
Juan ha evitado su fuga. Los detiene para que no sean expulsados a empellones por la segregación que hacen ciertos modismos del lenguaje. El Tiempo ha recogido todos sus trabajos idiomáticos, pescados por Gossaín para que no se ahoguen, con sus secretos y curiosidades, en la espesura de los neologismos, de los barbarismos, de los anglicismos, del mismo anacronismo.
Revive el lenguaje antiguo de las comarcas, no poco de ellos pronunciados con acentos de música callada. Lo explora, lo acaricia, lo redescubre, le da patente legítima, lo pone en circulación como moneda de buena ley. Se esfuerza porque no se vaya, ya que es patrimonio irrenunciable de la lengua materna. De aquella que tuvo su pila bautismal en los viejos campos de La Mancha con un hombre sabio montado sobre un rocín, en diálogo permanente con un regordete sobre un burro, comunicados por el lenguaje llano, por la palabra desnuda, con relatos de pasajes alucinantes y refranes llenos de sentido común, que levantarían la primera piedra en Europa para construir en América el monumento levantado al realismo mágico por García Márquez.
Juan Gossaín, repetimos, maneja el idioma con la donosura con que la manejaron Marco Fidel Suárez, Baldomero Sanín Cano, Eduardo Caballero, Germán Arciniegas o Gabo, su amigo del alma.
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La prosa de Juan Gossaín es tersa, armoniosa. Es un orfebre de la palabra. Sabe que el idioma se puede renovar pero sin excomulgar su pasado. Un maestro del relato. De esos que en el Nuevo Mundo inició Cristóbal Colón, recogidos en su diario para detallar los misterios de su descubrimiento y que siguió Gonzalo Jiménez de Quesada al detallar en crónicas las experiencias vividas en la conquista de la Nueva Granada.
Son relatos y crónicas que al decir de Irene Vallejo, la autora de El Infinito en un Junco, “nacen para buscar sentido al aparente caos y desorden de la existencia, puesto que somos seres sedientos de narrativas e historias, lo que hace que tengamos el anhelo, el deseo y el apetito de hacer perdurar esos relatos para hacer que sobrevivan como una forma de inmortalidad a través de las palabras y los imaginarios”.
Palabras e imaginación que les sobran a Juan Gossaín en sus libros, aquellos que, según Irene Vallejo, “nos ayudan a sobrevivir en las grandes catástrofes de nuestra historia y en las pequeñas tragedias de la vida”.
Al leer los libros de Juan, sus crónicas, se deleita el lector –y en verdad encuentra en la lectura refugio– como se deleitaba en tiempos de Alberto Lleras con su voz de locutor, clara como el agua. Limpios sus relatos, que tienen la magia ancestral de las historias arrancadas en aquel Oriente que no le es extraño, en donde seguramente bebió la savia de las Mil y una noches.
La Mala Hierba fue su primera novela. De jóvenes, cuando las ilusiones pesaban más que los recuerdos, la veíamos cuando fue llevada a la televisión y nos asombrábamos con las audacias del cacique Miranda, quien con sus exportaciones ilegales de droga, iba escribiendo el prólogo de lo que después completarían los grandes carteles de la droga para hacer la historia dolorosa y trágica de Colombia. Una novela premonitoria –escrita en 1981– cuando la marihuana le abría el camino a la coca y la “ventanilla siniestra” del Banco de la República lavaba el producto de las temeridades que luego se convertirían en pesadillas.
Luego Juan fue desgranando más libros. Su búsqueda de imágenes, metáforas, con esa prosa lírica que recuerda a Germán Arciniegas en su Italia, guía para vagabundos, no tenía descanso. Sabía que solamente detrás de unos micrófonos registrando, comentando o glosando la comedia y las tragedias de la política colombiana, no se llenaba su espíritu de hombre intelectual, de letras. La voz había que complementarla con la pluma. Las dos armas poderosas que, éticamente utilizadas, como lo ha hecho este maestro del periodismo colombiano, le dan sentido y vigencia a la libertad y la verdad.
Juan es periodista versátil, maestro de la crónica. Crónicas con las cuales nació el cristianismo, ya que el mismo Juan ha reconocido que los primeros cronistas de nuestra Era fueron Mateo, Juan, Lucas y Marcos. Gossaín sigue las huellas trazadas en la América –o Ñamérica, como la llama el cronista Martín Caparrós– mestiza, diversa y contradictoria, por Rodríguez Freire con su Carnero –obra con la cual, dice Daniel Samper Pizano, se inaugura el género de la crónica moderna en Colombia–.
Juan de Castellanos, Cieza de León –el hombre del mariscal Jorge Robledo–, Fernández de Oviedo, el conquistador Hernán Cortés, enriquecen el relato americano. En Colombia lo hacen Luis Tejada, Tomás Rueda Vargas, Soledad Acosta de Samper, Armando Solano, Hernando Téllez, Alfredo Iriarte, Germán Castro Caycedo y algunos más. Estela que sigue Juan Gossaín en su empeño, con disciplina y sobriedad, con fuerza emocional y vital, como artista de la palabra y de la sintaxis, en completar –y hasta agotar– la lista de las palabras más bellas que arranca del diccionario de la vida, y que sin egoísmo alguno comparte con sus miles de lectores y admiradores.
Si Juan no hubiera alargado tanto el ejercicio en la, según Albert Camus, más bella profesión, como es el periodismo, hoy tendríamos seguramente un segundo Premio Nobel de Literatura. Algo parecido a lo que decía García Márquez de Belisario Betancur, de que si el poder no se le hubiera impuesto como penitencia y hubiera persistido en su vocación religiosa, Colombia habría tenido su primer Papa