Aníbal Gil (Don Matías, 1932) es como un gigante invisible. El paso del tiempo y los cambios en las formas de hacer y entender el arte han puesto otros nombres por encima del suyo, pero su obra tiene un valor innegable, pues ha abierto caminos que han facilitado el rumbo de tantos artistas que vinieron después.
Para rendir homenaje a su vida (tiene 91 años) y poner su obra de nuevo en el primer plano, el Museo de Antioquia abrió la exposición Aníbal Gil, Huella gráfica 1956-2023. Allí se puede ver el trabajo al que el maestro le dedicó su vida entera. Y se puede ver también un mundo que ya no es, pues Aníbal vivió con sorpresa tantas cosas que hoy son cotidianas, como la violencia o la llegada del hombre a la luna. En las 347 piezas que donó al Museo está grabada esa mirada singular.
La exposición, que estará abierta hasta el 18 de noviembre, es un oportunidad para ver a través de sus ojos y de su sangre, porque cómo él dice, hacer grabado es escribir con sangre. EL COLOMBIANO habló con Aníbal sobre su obra y sobre su libro, porque a los 92 años el maestro ha empezado a escribir sus memorias.
¿Había escrito antes?
“Sí, sí. Había hecho un intento cuando se hizo el primer libro de grabado. De allí nació aquella frase de que grabar es escribir con sangre una declaración de estar vivo...”
¿Por qué dice que grabar es escribir con sangre?
“Porque cuesta mucho esfuerzo. Uno quiere dar de sí mismo lo más entrañable. No es una técnica superficial, sino que hay que pensarla y rumiarla y es una lucha entre los materiales, que son fuertes, ácidos, punzones, es una batalla. Uno termina fundido. Es eso: escribir con sangre, con mucho esfuerzo.
¿Cómo fue desarrollando esa técnica?
“Había recibido una clase en Europa, pero la vi superficialmente. Al llegar aquí vi que esa técnica casi no se conocía y empecé a investigar. No había materiales, ni papeles apropiados, ni tintas, ni nada. Entonces empecé a buscar esos materiales, a adaptarlos, fue una cosa muy complicada, muy difícil”.
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¿Cómo fue?
“Me busqué la prensa, la armé, busqué las felpas, hice ensayos y ensayos, muchos. La primera felpa que utilicé fue el pañuelo, me lo saqué del bolsillo y dije esto tiene que salir. Lo prensé y salió la estampa. Y salí corriendo por la casa como un loco, gritando: ¡estampó, estampó. Esto es importante!”.
¿Usted por qué cree que se interesó en el arte?
“Eso nace con uno. Yo no tenía los medios, vivía en el campo. Nací en Don Matías, pero me llevaron chiquito a los Llanos de Cuivá. Allá había una gran finca de leche y allá me crie, estuve hasta los 12 años, cuando salí a estudiar”.
¿Y cómo surgió ese interés por el arte en una finca ganadera?
“Era muy distinto a todos los demás, pensaba distinto, actuaba distinto, hacía cosas muy raras, hacía cosas para el medio ambiente...“
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¿Cómo recuerda esa diferencia?
“Por ejemplo, me iba para un taller que había en la casa lleno de herramientas. Allá me refugiaba y empecé a hacer cosas, a crear con metales, con madera, sentía la necesidad, tenía que mover las manos. Un día mi papá oyó el ruido en el taller y fue y me dijo, cuidado me daña las herramientas. Y pensé, mi papá no ha entendido”.
Usted no estaba dañando nada...
“Estaba creando, pero él no pensó en eso. Eso es innato, uno no sabe por qué. Uno termina siendo muy inquieto”.
¿Cómo fue llevando toda esa inquietud al arte?
“Tuve un problema con las matemáticas. No las entendía. Me las enseñaron mal, se bloqueó la mente. Eso fue una determinante. Yo decía, si no entiendo matemáticas, tengo el dibujo. Era un retablo de salvación, por eso nunca me angustié de no entender las matemáticas.
Y por eso no pude terminar el bachillerato, porque perdía los exámenes. Entonces, me puse a trabajar un año en una empresa cobrando facturas y en el camino empecé a dibujar. Iba por la calle dibujando, todo el tiempo, hasta que dije, voy a estudiar pintura y me fui para Bellas Artes, pero en esa época no había clases de pintura, entonces pedí algún profesor y resultó Rafael Sáenz. Lo busqué y él me dijo, sí, yo tengo un grupo, vaya tal día, tal hora, y empezamos”.
Ahí empieza su carrera...
“Ese momento fue para mí extraordinario. Ahí conocí dos o tres amigos y un día caminando después de clase, le dije a uno que iba conmigo, ve, hagamos una especie de juramento, que nosotros vamos a ser pintores, pero genios, de verdad. Y dijo listo, vamos. Y ahí se partió la historia en dos. Ya no hice más nada que no fuera pintar”.
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¿Cuántos años tenía ahí?
“Por ahí dieciséis años”.
Y qué pasó después...
“Ese juramento fue definitivo. Después murió mi papá, me dejó unos centavos, y dije esto es para estudiar. Y me fui para Europa y estuve cuatro años con muchos sacrificios y privaciones, pero sabiendo que valía la pena”.
¿En qué año volvió?
“En el 58”.
¿Qué tanto ha cambiado la relación de esta ciudad con el arte?
“El arte aquí era muy..., había dos o tres vacas sagradas, digámoslo así. Nadie más pintaba. Después de la Bienal se abrió un camino impresionante, vinieron artistas de todo el mundo, se dieron técnicas diferentes y la industria apoyó ese conjunto de ideas y el arte cambió muchísimo. En cuanto al comercio, con los narcotraficantes, muchos compraron obras. Eso también hizo que muchos artistas se interesaran. El comercio mejoró mucho en esa época”.
Eso dinamizó el arte...
“Pero después se acabó y todo se desinfló. Hay lo que hagan los artistas jóvenes que ya no dibujan, ya no trabajan técnicas, es todo instalaciones, es como una filosofía más que una técnica”.
Es una lectura del arte muy distinta a la que le tocó a usted...
“Sí. Y tiene uno que explicar la obra, si no habla nadie entiende nada. En cambio una obra habla por sí sola. Uno la ve y le dice. Yo me aislé a trabajar. Es como el caso de Botero, a él todas esas técnicas modernas no le interesan. Se encerró a trabajar también”.
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Hablando de Botero, ustedes recorrieron Europa en moto...
“Fuimos compañeros en Florencia, sí, allá nos tocó varios años. Él tenía una moto, yo se la compré y con otros compañeros colombianos que estudiaban arquitectura hicimos muchas correrías por Europa. Eran motos viejas, se varaba uno por ahí. Era una aventura, estábamos jóvenes. Se tomaba uno unos vinos por la noche y no sabía dónde iba a parar. Yo, por ejemplo, la ciudad de Pisa la conocí a las tres de la mañana”.
Volviendo al arte, lo de ustedes era muy de atreverse a hacer...
“El arte es irrumpir. No hay que pedir permiso. Es una flecha que va disparada y uno va en la punta de esa flecha. Porque eso es lo bello del arte, saber que uno se levanta y no tiene que preguntarle a nadie nada. Hay una relación muy fuerte entre la obra y uno. Eso no aparece de sopetón, hay que escudriañar, hay que darle vida. Aquí particularmente hay unos trabajos muy elaborados, por eso te digo, grabar es escribir con sangre una declaración de estar vivo. Esa es la síntesis, porque todas las inquietudes que uno tiene están ahí. Esto es lo que siento, lo que me parece. Estoy vivo. Hay pasión”.
¿Qué se sintió al ver esta exposición con su obra reunida?
“Lo resumo todo en aquella frase que grité cuando logré hacer el primer grabado: esto es importante. Todo esto es el producto de ese instante. Hay algo que se hizo. Miro todo esto y digo, sí, era importante”.
Sobre Aníbal Gil
Nació en Don Matías en 1932. En 1950 empezó a estudiar en la academia particular de Rafael Sáenz, y en 1954 viajó a Florencia, Italia para estudiar pintura mural en la Academia de San Marcos. Un año después se ganó el premio de pintura al fresco para estudiantes de la academia y en 1956 el primer premio en grabado entre estudiantes de Turín. En 1957 vuelve a Colombia y tiene su primera exposición individual de pintura en la Biblioteca Nacional en Bogotá. En 1964 funda el Taller de Grabado del Instituto de Artes Plásticas de la Universidad de Antioquia. En 2022 dona su obra de grabado al Museo de Antioquia.