Medellín es una urbe joven. Comenzó su rol de capital del departamento en 1826, es decir, hace menos de 200 años, y fue dejando de ser villa en el siglo XIX, para ir construyendo sus edificios y, lentamente, ir tomando rostro de ciudad.
El Centro resume la vida urbana. Equipado con arquitectura amplia y servicios de transporte, el comercio y el entretenimiento tienen allí sus núcleos.
De acuerdo con habitantes de Medellín, el Centro no está pasando sus mejores días. Y para muestra basta con escuchar a algunas personas, como Carolina Bedoya, estudiante del Cesde, que acude a este sitio solamente porque allí quedan sus lugares de estudio y trabajo, pero no se demora en sus calles porque no le atraen.
Le molestan varias obras públicas que están realizando por estos días en calles y aceras, con huecos largos y hondos que la hacen difícil andar. Se refiere al proyecto “Centro Parrilla”, que cambia las redes de tuberías del acueducto porque estaban viejas.
Se desvirtúa a medias con las palabras de Carlos Posada, un sujeto que frecuenta el Parque del Periodista. Acepta que el Centro no ha recibido suficiente atención de las administraciones municipales y que se han ido cerrado muchos sitios de interés como las librerías, pero celebra que en los últimos meses se han abierto bares que fomentan las artes, como La Pascasia, en Pascasio Uribe con San Juan, y una galería de artes, la 925 Art Gallery, en el sector que él frecuenta, “sitios que se suman a otros que desde hace tiempos le están apostando al Centro, como los grupos de teatro”.
Movidos por el libro La ciudad que perdimos, de Juan José García Posada, visitamos tres sitios cuyo uso en los años 50 se menciona en él, y contamos qué hay en ellos actualmente. Ellos son el barrio San Benito, la Plaza de Zea y el salón El Ástor, este, un elemento de la carrera Junín.
Vivir en San Benito no tiene atractivo. Porque si vivir en un sitio es permanecer, ahora los que tienen hábitat allí son el comercio, los sindicatos y el Ministerio del Trabajo.
La historia del templo de San Benito de Palermo tiene raíces que llegan a finales del siglo XVII. Fue reconstruido a principios del XX con estilo Neorrománico: es una edificación de ladrillo monocromático, con abundancia de arcos sobre los vanos de puertas y ventanas, y con torres en los lados de las fachadas. Quien entra es recibido por una imagen de san Pascual Bailón.
Por el frente del templo, en la carrera 56C, carretilleros pasan llevando cajas de baldosines, sanitarios y lavamanos, de las tiendas que predominan en la zona, al igual que las fábricas de cocinas integrales.
Los coteros descargan camiones para surtir almacenes y algunos otros dan indicaciones a los gritos a los conductores de los automotores para que se estacionen sin dañar otro auto.
La Universidad San Buenaventura, en el claustro aledaño, completa el conjunto arquitectónico. Arbustos sacan sus torcidos cuerpos por cicateros orificios que les dejan los constructores en las aceras, y se esfuerzan por dar belleza a la zona.
Por el Pasaje Boyacá, que en otros tiempos fue la calle principal de Medellín y llevaba el nombre de Calle Real, las mueblerías tiene su lugar. En sus bancas de cemento se sientan los mensajeros a dar un respiro.
Todavía hay residentes en el barrio. Algunos ocupan casas solariegas y antiguas, dueñas de una belleza decadente, de las que no quedan tantas. Otros, los inquilinatos situados en segundos y terceros pisos, todos muy enrejados para evitar que se les metan los ladrones.
La Plaza de Zea presenta uno de los cuadros más deprimentes. Allí confluyen decenas de seres humanos que se han apartado del sistema y de la producción para habitar una vida en los vicios.
Es una isla triangular situada a un costado de la Avenida de Greiff, ruidosa y atestada de tráfico. Está arborizada y la preside una escultura de Francisco Antonio Zea, prócer de la independencia. Figura elaborada por Marco Tobón Mejía en 1932, está montada en un pedestal rayado con firmas hechas con pinturas de aerosol y, en torno suyo, como en casi toda la Plaza, flota un olor a orines que no molesta a las palomas ocupadas en hallar semillas en el suelo de cemento.
Según recuentos históricos, este espacio, como otros de la ciudad, fue un potrero, incluso después de la instalación de la estatua. Solo en la década de 1950, cuando lo recibió la Sociedad de Mejoras Públicas, comenzó a ser usado como sitio de encuentro.
Por allí, según Juan José García Posada, había un puente de madera sobre la quebrada Santa Elena, afluente que habían tapado desde el Teatro Pablo Tobón hasta la calle Cúcuta.
“Hey, ñerito, me va a dar una moneda para un cafecito”. Pregunta uno de los indigentes que deambula portando dos cartones en una mano.
Otros permanecen en corrillos, fumando y hablando de sus asuntos. De una cantina cercana emergen canciones de despecho y de una cerrajería, ruidos de esmeril.
Frecuentado por Esteban Gamborena, el personaje central de la novela homónima de Arturo Echeverri Mejía, el salón de té el Astor quedaba inicialmente al frente de donde está hoy, en el Pasaje Junín. También Gonzalo Arango menciona haber estado en ese lugar. Una de las empleadas del sitio confirma la información de Juan José García Posada en su libro La ciudad que perdimos, en el sentido en que el traslado del establecimiento ocurrió a finales del decenio de 1950. La primera sede estaba en el sitio en que hoy está el Pasaje Astoria, en el Edificio Tequendama. “El nombre Astoria es en homenaje al Ástor”, añade la empleada.
Adicional a este sitio, está la carrera Junín y, con ella, el verbo juninear ahora más bien en desuso. Surgió a mediados del siglo pasado y definía la acción de las personas que llegaban a esa vía de moda en aquellos tiempos. Ahí estaban el Club Unión y los salones El Ástor y Versalles, frecuentados por los intelectuales. Juninear también era ir a vitrinear y a comprar. Siempre ha habido almacenes de zapatos, ropa, libros y joyas. Hoy el Pasaje Junín conserva su elegancia. Está adornado con palmeritas. Transeúntes se detienen a ocupar unas bancas de madera que han sembrado allí. Por estos días está de moda un pajarito plástico que silba si lo soplan por la cola.
EN DEFINITIVA
El Centro de Medellín, lugar de la ciudad donde se aglutina la vida comercial y el entretenimiento, ha cambiado en los últimos años. Para palpar ese proceso se pueden leer las memorias de la urbe.