Vestidos con largas e impolutas túnicas blancas, y reforzados con guantes y tapabocas, dos jóvenes frailes se aferran a un bidón repleto de aguapanela. Son las cinco de la tarde, del miércoles 13 de mayo, y la fila de comensales se va extendiendo en una cuadra sitiada por esqueletos de carros viejos y bodegas de reciclaje.
La escena ocurre en el occidente de Medellín, en una pequeña porción de calle dentro de un polígono delimitado por cuatro arterias viales: la carrera 65, la calle San Juan, la Autopista Sur y la Av. Bolivariana. El nombre del sector es tan diciente que parece justicia poética: Arrabal.
“Esto comenzó hace casi dos meses con la cuarentena. Empezamos a ver que en el sector pasaba mucha gente pidiendo ayuda y a medida que les dábamos comida la cosa fue creciendo y vea hoy como estamos. En promedio entregamos entre 190 y 200 raciones de alimentos para todo el que se acerque”, cuenta fray Alejandro Marín, uno de los mentores.
Junto al bidón de aguapanela reposa sobre un carrito de mercado una olla gigante que atesora el plato fuerte del día: una sopa humeante de lentejas con salchichón que los comensales agradecen y saborean hasta la última cucharada: “mi Dios le pague, padre”, dice uno de los más jóvenes antes de chocar el puño en señal de gratitud. No son padres (sacerdotes), son frailes pero nunca se detienen a explicar esa minucias.
“Ya habíamos trabajado con población vulnerable (tercera edad) como parte de la vocación de servicio, pero no acá en Medellín. Lo que hacemos no es un asunto religioso ni con fines políticos, es un asunto de humanidad. Al principio no fue fácil porque había algunos rencores entre quienes venían a comer, pero lo que estamos tratando de construir es una familiaridad y que ellos se sientan importantes cuando vienen acá”, cuenta Alejandro.
La población que los visita son en su mayoría recicladores y habitantes de calle, pero también se han acercado vecinos y migrantes que la están pasando mal. La política es que no hay excepciones: se le da comida al que la necesita.