Y entonces la tragedia se traducía en una Navidad a oscuras. Ni un solo bombillo, ni una chispa de luz.
Era 3 de noviembre de 1948 y Magnolia Cano de Mesa llevaba diez meses en la penumbra. Con 22 años era una de las primeras pobladoras de un sector sin nombre y sin alumbrado eléctrico, un barrio vecino del ahora conocido Laureles.
Magnolia acababa de llegar y, por supuesto, no tenía entre sus planes celebrar la primera fiesta navideña en total oscuridad. Madrugó un día a la empresa de energía para solicitar la instalación de redes y, obstinada como era, lo logró.
“Muchachos, ¿quiénes quieren irse con la ‘monita’ a extender unas redes en un nuevo barrio por lados de Laureles?”, le dijo el director de la empresa de energía a sus trabajadores.
Así, uno de ellos, coqueto, le respondió: “Con ella, hasta para el infierno nos vamos”.
Esa fue la primera batalla ganada por un barrio que recién comenzaba a construirse en la comuna 11 de Medellín.
A finales de los años cuarenta, los nuevos residentes, junto a Magnolia, crearon un centro cívico para bautizar al barrio que seguía creciendo.
En la primera reunión acordaron llamarlo Las Acacias, por el corredor de árboles de este tipo que habían conseguido sembrar, a lo largo de la calle 35, con apoyo de la Sociedad de Mejoras Públicas.
Treinta seis años vivió allí Magnolia y los relatos que acumuló como fundadora los escribió al pulso de la máquina de escribir en un libro llamado “Historia de mi barrio”.
Hoy, en una suerte de contradicción, sobreviven solo un par de acacias en este barrio de Laureles, en límites con el sector de La Castellana e inmediaciones de la avenida 80.
Quedan, eso sí, las aves y los árboles frutales: mangos, limones, naranjas, mamoncillos. También, unos pocos edificios entre casas tradicionales, muchas de ellas convertidas en oficinas de textiles, centrales de mercadeo o pequeñas industrias.
Construimos este parque
Los habitantes del barrio recuerdan que fue la Cooperativa de Institutores, con apoyo del Instituto de Crédito Territorial, la que trazó los planos del barrio, con el objetivo de ofrecer estabilidad y acceso a lotes a los empleados de la creciente ciudadela industrial que era Medellín a mediados del siglo pasado.
Para Luz Stella Marín, habitante del sector y presidenta encargada de la Junta de Acción Comunal de Laureles Estadio, la esencia de Las Acacias son las mascotas y el parque La Matea, una pequeña plaza que tiene su propia cancha y en donde se disputan partidos de fútbol cada día.
La Matea es, quizás, el punto de encuentro más reconocido por los habitantes.
Recibe su nombre de una antigua quebrada que cruzaba la comuna 11 y se ha convertido, con los años, en uno de los lugares más queridos por la comunidad. Tanto así que lo han ido remodelando de a poco: primero le pintaron murales, instalaron sacos para que los jóvenes pudieran practicar boxeo, crearon juegos infantiles y un gimnasio al aire libre. Allí se realizan los mercados campesinos los fines de semana y los vecinos continúan sembrando arbustos.
“Una de las personas que me ayuda a sembrar en el parque es Raquel, que tiene una mano prodigiosa”, añade Luz Stella.
Las familias llegan con sus mascotas y es común que algunos visitantes, cuenta Marín, se tomen el trabajo de viajar desde otros municipios.
Añade que el viaje hasta Las Acacias vale siempre la pena, no importa desde qué tan lejos se llegue.
“Hay muchas especies de aves como loros, pericos, canarios. Llegan las familias con sus perros y los hay de todas las razas: desde el que tiene pedigrí, hasta el más criollo de los criollos”, comenta.