Medellín fue una ciudad de dandis el siglo pasado. Todo hombre, rico o pobre, tenía en el escaparate su traje hecho a la medida: saco y pantalón oscuro; camisa blanca, rígida y puño doble para incluir los gemelos; chaleco recto o cruzado; corbata con su nudo Windsor o pajarita; guantes blancos, sombrero de copa, bastón y otros atuendos que dictaban las normas de la elegancia de una generación con sueños, gustos y costumbres europeas.
La arquitectura de Medellín, que despegó con el “siglo de las luces”, hacía honor a las refinadas formas de presentación personal de sus gentes y se expresaba en la majestuosidad del barrio Prado, un complejo de mansiones republicanas, coloniales, neoclásicas, parisinas de la Belle epoque, palacios y otros alardes de dinero, gusto personal y creatividad.
En la presentación personal de ese ordenado paraíso brillan las escuelas de maestros de pecho o sastres, y los centros de moda clásica masculina como el Lord Sastrería, que surgió en los años 20, con matrícula en la Cámara de Comercio de Medellín del 24 de enero de 1933, firmada por Ignacio Jaramillo Vieira, su fundador en la carrera Junín, en aquellos años calle del Resbalón, por sus lodazales.
Guillermo Jaramillo Moreno, octogenario, exauditor de la desaparecida empresa Ferrocarril de Antioquia, fiel cliente del Lord, aún compra allí sus trajes a la medida. Recuerda la enorme demanda de la sastrería, cuya sede se extendía por una cuadra hasta La Bastilla.
Siglo y milenio
Los días de gala de ese Medellín que aún no conocía el pavimento quedaron liquidados. De sus calles desaparecieron aquellas figuras que hablaban y lucían como si fuesen de paseo por los parisinos Campos Elíseos o la elegante Savile Row, de Londres. El fotógrafo Melitón Rodríguez, testigo de excepción de aquellos años, inmortalizó esos personajes en retratos de los años 20 con sus trajes de levita oscura y solapas de seda; camisa blanca, con pechera plisada; zapatos negros, bastón, sombrero de copa y pipa con su picadura Navy Cut, de olor seco y suave.
La competencia por la precisión y calidad entre los sastres era feroz y se regía por normas de caballeros, comenta Hernando Castro, un mensajero con historia de prosperidad y elegancia única, actual propietario del Lord Sastrería.
Para consolidar el negocio del Lord, Ignacio Jaramillo se asoció con el abogado, empresario, ganadero y maestro en negocios, Julio Alberto Botero Ospina, quien terminó quedándose con la firma.
A Botero no lo conformaron las bondades del Lord de Junín, creó una sucursal en el edificio Fabricato, el más exclusivo de Medellín en los 40, levantado para que fuese su mayor rascacielos y símbolo del poder textilero.
Roberto Valencia Jaramillo, un personaje que siempre lucía esmoquín, frac o chaqué, aún en su casa; recordado por sus clientes “como un caballero” fue nombrado administrador del nuevo Lord. Era políglota, de refinadas costumbres, hablar pausado, respetuoso, amante y maestro del arte y la cultura universal. “Un verdadero lord en Medellín”, dice con el orgullo de haberlo conocido y tratado, su cliente y amigo de tertulias Guillermo Jaramillo.
En su escritorio de la sastrería permanecía erguido, hombros descansados, manos reposadas suavemente sobre la mesa, de vez en cuando un ligero carrizo con el pie izquierdo, actitudes y formas de ser similares a las que EL COLOMBIANO percibió en el mensajero de otros tiempos que hoy tiene las llaves y el desafío de mantener vigente al Lord y la moda clásica en una ciudad en la que ahora la informalidad reina.
Tanta elegancia, protagonismo en los círculos del poder citadino ni el futuro promisorio en el mundo de la moda formal masculina fueron suficientes para mantener a Julio Alberto Botero en ese negocio. Lo suyo era arrear y negociar con vacas. Le cedió la sastrería a su administrador con el compromiso, de palabra, así se honraban las transacciones entre caballeros, de que le pagara y así fue.
Roberto Valencia, a quien lo obsesionaban la elegancia y la disciplina personal, en una jugada precisa se unió al sastre ecuatoriano César Asmiño, maestro entre maestros, quien como muchos otros de sus colegas había dejado a su natal Quito, Ecuador, capital de la elegancia en el continente, atraído por los rumores de un Medellín que crecía de manera vertiginosa y en la que la moda formal masculina era un honor.
Al llegar encontró un villorio, más promisión que presente, en el que sus habitantes nombraban sus calles y parques por consensos parroquiales, religiosos e inspiraciones de vecinos como Los Huesos, El Palo, la Amargura, San Ignacio y el Resbalón, que finalmente se nombró Junín, referente del Medellín de siempre, tanto que dio vida al verbo juniniar, aporte de la creatividad local a la lengua de Cervantes.
En ese Medellín de la moda dejó huella una generación de maestros de pecho. Entre muchos otros Julio Morelo, Ricardo Martínez, Alfonso Galeano, Darío Vasco, William Jaramillo, el ecuatoriano Pasmiño, otros de sus coterráneos, y Benjamín Zomblera, diseñador italiano, de Confecciones Colombia o Everfit de las nuevas décadas.
En esa ciudad de la inocencia también surgieron y marcaron historia en el mundo de la moda Valencia Jaramillo, Jaime Gómez B., que dio nombre a la marca y almacenes Jaime Gómez B”; Hernando Trujillo, que comenzó con dos máquinas de coser prestadas y creó una empresa de trayectoria nacional e internacional; Everfit, Apolo, JG2000 y Arturo Calle, quien con apenas diez años era maestro en la venta de frutas y flores en la plaza de mercado de Robledo, escuela que lo catapultó al mundo de los negocios y luego a ser inspirador y propietario de una de las más grandes firmas de la nueva historia de Medellín en moda masculina: “Arturo Calle”.
Mundo de chuzones
“Contar con maestro sastre era un lujo solo posible para las grandes firmas del tejido”, comenta Hernando Castro. La técnica, pasión y secretos de este arte se heredaban de padres a hijos.
“Es un oficio duro, de repeticiones, paciencia, agujas, desbarates y chuzones infinitos; se trata de moldear un traje que se ajuste al cuerpo y la forma de ser del cliente, con elegancia y soltura, que le haga sentirse bien, aun dentro del ataúd”, recrea Danilo Vasco, actual maestro sastre del Lord.
Él, en su adolescencia, pasó meses dándole aguja, dedal e hilo a un pañito hasta que “don William Jaramillo, mi maestro en el Lord, me dejó acercarme al pedal de su máquina de coser Pfaff, hoy con más de cien años y funcionando tal como salió de la fábrica”.
La puntada y engranaje interno de la máquina no dejan de ser precisos, solo reclama como compensación para continuar con su tejido a perpetuidad unas cuantas gotas de aceite 3-En-Uno.
Con la creación del pasaje Astoria, Roberto Valencia unió las dos sedes de la sastrería y se trasladó allí en 1965. Sus amigos le advirtieron que se había metido al “túnel de la quiebra” porque a nadie se le ocurriría entrar a un socavón a comprar. Los pasajes comerciales se estaban inventando en Medellín.
“Él sabía el porqué lo hacía. Tenía como vecino al Club Unión que asociaba gran parte de sus clientes y conocía la importancia de esos centros en las metrópolis europeas y americanas. La razón y la fortuna jugaron a su favor”, dice Castro.
Mensajero
El primero de diciembre de 1982, en vacaciones de quinto bachillerato, en el Liceo Antioqueño, recomendado por un vecino, llegó al Lord Hernando Castro. Lo recibió don Roberto Valencia y le asignó el cargo de mensajero.
Sus tareas iban más allá de llevar y traer prendas para hacerles ajustes. Roberto Valencia lo entrenó para que se convirtiera en el primer embajador del Lord con sus clientes. El mensajero comenzó a relacionarse con empresarios y destacados ejecutivos del sector público y privado; abogados, docentes universitarios, artistas, líderes gremiales, políticos y otras celebridades de la sociedad del traje formal y a la medida.
Hernando se graduó en el liceo de la U. de A. y luego alcanzó el título de ingeniero Industrial en la Autónoma Latinoamericana. En 1992, con el título profesional en mano, se presentó ante el propietario de la sastrería para darle las gracias, renunciar y dedicarse a su profesión.
Roberto Valencia sabía que ese día iba a llegar. “Luego de felicitarme me convenció de que mi futuro estaba en el Almacén y Sastrería Lord, que ya había cambiado de nombre. Como prueba me obsequió el 10 % de las acciones de la sociedad y la posibilidad de adquirir más”. Catorce años después de aquella conversación Castro era propietario del 50 % del negocio.
Entró remodelando su vitrina en el Astoria e introdujo artículos de lujo: porcelanas, relojes y una galería con cuadros y esculturas de destacados artistas nacionales e internacionales; bastones, picadura fina y todo aquello que por su diseño, confección y presentación se convirtiera en etiqueta personal de quien pudiera adquirirlas.
Como a todo aquello que existe, la vida le pasó factura final al lord Roberto Valencia. Ninguno de sus descendientes mostró interés por ponerse al frente de un negocio cada vez más complejo por los cambios radicales en la ecuación de la moda masculina en la ciudad. Pasó del 80 % de trajes a la medida a menos del 10 %. Ganó la informalidad o el luzca como quiera que la moda es lo que se lleva encima en la calle porque, de puertas para adentro, no hay reglas. Como Adán y Eva en el paraíso se puede lucir.
Al final de una negociación Castro terminó como dueño de toda la empresa. Así se cumplió la profecía de Roberto Valencia el día que le obsequió el 10 % de las acciones. “Su futuro está en el Lord”.
La informalidad no ha vencido al Lord. Este sigue ahí, en el pasaje Astoria como testigo del paso del tiempo, los cambios de la moda e invicto a su misión de confeccionar para aquel que desee y esté dispuesto a pagar por un traje que más que un simple vestido sea una obra maestra.