Al caer la noche en el alojamiento de los Comandos de Operaciones Especiales (Copes), en la base Antinarcóticos de Necoclí, los policías se acomodaban para dormir luego del salvaje operativo de la mañana, en el que cuatro delincuentes murieron en un tiroteo. Las luces se fueron apagando, menos la del suboficial Arales*, quien estaba frente al espejo del baño para afeitarse. Tras un parpadeo, el reflejo le devolvió una imagen que no era la suya, sino el espanto del hombre que recién había matado en combate, riéndose de él como lo harían las almas condenadas al averno.
La Operación Agamenón contra el Clan del Golfo, el cartel más peligroso del país, lleva cuatro años y medio escenificándose en selvas, ríos y juzgados. La lucha ha dejado 203 muertos de lado y lado y, según los mismos protagonistas, también se ha disputado en el plano espiritual.
Varios policías y fiscales que han participado en la operación coinciden en que la brujería y la superstición son parte esencial del carácter de los cabecillas, que recurren a hechiceras para protegerse. Esas prácticas están documentadas en incautaciones, interceptaciones telefónicas y testimonios, pero ningún hecho es tan asombroso como el ocurrido al amanecer de mayo 2 de 2017.
Una informante suministró la ubicación de una finca en el corregimiento El Guadual, de Arboletes, donde estaría Uldar Cardona (alias “Pablito”), jefe del bloque Pacificadores de Córdoba y Bajo Cauca del Clan. La misión de capturarlo le fue asignada a cinco miembros del Copes.
Tras hora y media de caminata por el monte, a las 4:00 a.m. divisaron el lugar, conformado por tres edificaciones y una caballeriza. Afuera vieron cuatro camionetas, motos y un puñado de guardaespaldas; adentro ya había terminado la fiesta de cumpleaños del niño de “Pablito”, para convertirse en una borrachera de adultos. En total contaron unas 30 personas.
“La tarea era identificar antes al objetivo, así que esperaron. A las 6:00 a.m. un bandido se arrimó a orinar al matorral y vi a un comando. Salieron los otros y ahí se armó la balacera”, relató el oficial Dionisio*, quien estaba ese día en el puesto de mando de la operación.
El primer maleante cayó en la entrada y los demás se replegaron; adentro de la propiedad crecían los gritos de mujeres y niños.
El enfermero de combate se quedó atendiendo a los primeros caídos y los otros cuatro policías rodearon la finca. “Pablito” fue despertado por uno de sus escoltas, quien se dispuso a sacarlo por la parte trasera.
Arales y el patrullero Verdi* los perseguían, tratando de evadir los proyectiles. El escolta pasó una cerca y subió un cerro, abriéndole camino al patrón, pero “Pablito” venía herido en la pierna y no pudo seguirle el ritmo. El secuaz se devolvió y se ubicó entre el cabecilla y los comandos, sirviéndole de escudo humano.
“Ese tipo disparaba con la mano derecha y la izquierda la tenía empuñada contra el pecho. ‘Pablito’ también disparaba, los dos con pistolas. Los comandos respondían el fuego, estaban a unos 15 metros y a campo abierto, pero no les daban. Fallar a esa distancia no es normal para guerreros tan entrenados”, indicó Dionisio.
Arales los tenía en la mira, mas no lograba acertar, y dos balas impactaron en su fusil ACE M4, que tenía cerca al corazón, y en la cantimplora de Verdi, junto a su pierna. En esos segundos los policías cambiaron tres veces de proveedor y Arales sintió que algo malo ocurría, como si un campo de fuerza desviara sus ráfagas.
“El suboficial empezó a rezar y funcionó, porque ahí mismo abatieron a los objetivos”, acotó Dionisio. “Pablito” murió en el acto y su escolta quedó tendido a un metro.
Arales se aproximó al guardaespaldas para chequear si tenía signos vitales. Con su último aliento, el malherido se rió a carcajadas, “¡nunca me van a olvidar!”, profirió con una mueca aterradora. Expiró con los ojos abiertos y el puño izquierdo apretado contra el tórax.
El suboficial le abrió la mano y dio un sobresalto al ver lo que ocultaba. “Era una especie de muñequito hecho de ramitas y pelos, en forma de ye”, precisó Dionisio.
Malas energías
Desde la base despegaron dos helicópteros para apoyar a los Copes, incluyendo un grupo de investigadores y forenses que iban a procesar la escena.
En El Guadual fueron recibidos por ráfagas del anillo externo de seguridad de “Pablito”, por lo que los artilleros de las aeronaves ametrallaron la montaña por varios minutos para ablandar su resistencia.
Al aterrizar, el agente Décimo* recibió el informe preliminar: cuatro muertos, tres heridos, seis armas, una granada y $5 millones incautados. Notó que los comandos estaban tensos, los entrevistó y le detallaron el extraño episodio con el escolta.
El agente se aproximó al cadáver, que yacía sobre la grama. Así lo recordó: “Tenía un poco de impresión por lo que me habían contado. El tipo usaba 15 collares de colores y manillas, con cristos y pepas grandes; en la billetera, un trapo rojo con el que envolvía un búho plateado y un rezo que decía algo así como ‘que no me vean’”. No había cédula, por lo que fue registrado como NN.
“Yo iba a quemar eso —prosiguió el agente—, y los comandos dijeron que no, porque se me devolvía la maldición. Había que arrojarlo al agua, que neutraliza esas cosas, y lo tiramos a un caño”.
El 4 de mayo siguiente en la base de Necoclí, Décimo citó a los comandos para que entregaran el fusil impactado y hacerle la prueba balística. Le dijeron que el espectro del escolta apareció en el espejo del baño “y que todos los que estaban ahí oyeron sus carcajadas”.
El ánimo de Arales decayó progresivamente, según Dionisio: “Ese muchacho era extrovertido, con una actitud al ciento por ciento, y ahora lo veíamos pálido, desmotivado, no era él”.
El 5 de mayo llegó a la guarnición el teniente Céfiro*, quien además de policía era sacerdote castrense. Ofició una Eucaristía para todo el personal y se reunió aparte con los comandos. “Usted está muy cargado de malas energías”, le advirtió a Arales, y a continuación entonó varias oraciones en su favor.
Los testigos narraron que el suboficial emitía sonidos guturales, decía vulgaridades y gritaba con una voz similar a la del escolta “¡no te vas a librar de mí!”. Al final de las plegarias se relajó, empapado en sudor, y el teniente le entregó una medalla santificada. “Le dijo que siempre la llevara consigo y él no la deja ver de nadie”, afirmó el agente.
EL COLOMBIANO consultó este fenómeno con el exorcista oficial de la Arquidiócesis de Medellín, quien fue designado en ese cargo por el Obispo, luego de hacer un curso especial en el Vaticano.
El sacerdote precisó que según la gravedad de la influencia maligna, una persona puede ser víctima de una obsesión, vejación o posesión diabólica, siendo esta última la más escasa (ver el recuadro). Cualquiera de ellas pudo afectar a Arales, quien confesó a sus compañeros que quisiera borrar ese momento tan duro de su vida.