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Por gustavo ospina zapata
Hasta hace dieciséis meses, Mateo Arango Marulanda era un muchacho lleno de vitalidad: a su trabajo como mensajero le añadía diversión, jugaba fútbol en las canchas y calles de Villa Hermosa y Manrique, iba a las discotecas a bailar con su novia o a pasarla con sus amigos entre risas, chistes y una cerveza, y ayudaba a su familia con los gastos.
Pero tanta dicha no iba a durar por siempre y terminó un día cualquiera, exactamente el 11 de mayo de 2021, paradójicamente en un momento en el que Mateo no hacía ninguna de esas cosas que tanto lo divertían y le hacían la vida tan amena.
“Eran como las 6 y 30 de la noche, yo estaba en la casa y salí a comprar una gaseosa a la tienda de la esquina, no tenía idea de lo que me iba a pasar”, recuerda este joven de casi 1,80 de estatura a quien su madre inunda de cariño para que sobrelleve de la mejor forma su nueva condición de vida. No es fácil.
Todo -lo malo- le ocurrió momentos después de la gaseosa. Mateo cuenta que alcanzó a comprarla y pagarla y salir de regreso a casa, pero en el borde de la acera del local se topó con un amigo del barrio. Vinieron los saludos, hablaron cosas, tal vez del partido que iban a jugar o del ya jugado el día anterior, o del trabajo. Qué sabe él.
“Lo que sí recuerdo es que puse la gaseosa en el suelo y nos pusimos a hablar, no fue mucho rato, solo un momento, después él se fue y yo ya iba a coger la gaseosa para volver a la casa”.
Pero esto último se quedó en la intención. Mateo estaba en el cruce de la carrera 42A con la calle 84, en el barrio Manrique, en una de las tantas lomas empinadas de la comuna nororiental de la ciudad. Ya era de noche.
A solo cincuenta o sesenta metros estaba su casa. Y digamos que a 20 o 30 segundos. Casi nada en distancia y casi nada en tiempo. Para salvarse le habrían bastado cinco pasos y si mucho dos o tres segundos. Pero para que a una persona le cambie la vida es suficiente un parpadeo. Y el destino puso su parte.
“Vi una luces”
Mateo recuerda que cuando iba a agacharse a recoger la gaseoso sintió unas luces y escuchó unas voces.
“Miré hacia arriba y vi que bajaba el carro de la basura, al mismo tiempo oía que los trabajadores gritaban ¡va sin frenos, va sin frenos!, pero las luces me encandilaron y el carro se me vino encima”.
Al instante, Mateo se vio en el piso, aprisionado entre el pavimento, una moto y el vehículo de servicio público, que tras desbocarse por la pendiente se detuvo apalancado por la motocicleta y él. Hoy nadie se explica cómo con tan poco contrapeso el vehículo recolector de basura no siguió rodando calle abajo ni se volcó, lo que habría podido causar una desgracia de proporciones mayores. Él dice que la moto amortiguó el golpe y a la vez evitó que hubiera podido pasarle algo peor. ¿Pero qué le pasó?
“Me desastillé el pie derecho, sufrí fractura de tibia, fui el único lesionado del caso”, cuenta Mateo. Su madre, Olga Marulanda, añade el resto:
“Se le afectó el músculo gemelo, le dio osteomielitis, hubo que hacerle varios injertos y se afectó el nervio peroneo, que es el que lleva al cerebro las órdenes para que el pie se mueva hacia arriba o hacia abajo, el pie le quedó caído”.
Con semejante cuadro, los meses que vinieron después de ese día fueron los peores de su vida. Más de diez meses continuos entre el hospital y la casa: exámenes, operaciones, intervenciones, tratamientos. Era época de pandemia y los riesgos de contraer contagios eran altos. En esas la cogió una bacteria que obligó a su aislamiento durante varias semanas.
Solo en marzo pasado la pesadilla de los hospitales pasó. Ocurrió cuando los médicos le dijeron que ya por su pierna no se podía hacer más, que lo único factible de mejorar con terapias es su rodilla y en estas anda.
Un médico legista le diagnóstico 35 % de incapacidad para trabajar y entonces Mateo, que era el sostén del hogar porque su padre hace años no vive con ellos, pasó a ser el protegido de su madre y sus hermanas.
“Ya no pude volver a jugar fútbol, no puedo caminar con normalidad, correr ya es imposible y como tengo que subir escalas me choco mucho”, relata este muchacho, que se siente sicológicamente afectado por la situación, dado que su vida cambió radicalmente después del accidente.
Su abogado, Guillermo Ríos, cuenta que el proceso para conseguir una reparación cursa en la Fiscalía, pues un intento de conciliación inicial no avanzó, pues a su defendido le ofrecieron $50 millones.
“Eso es muy poco para todas las afectaciones que sufrió, mi hijo necesita una indemnización al menos para montar un emprendimiento, y una pensión porque ya no podrá trabajar”, apunta su madre. El abogado dice que están pendientes de una valoración de un siquiatra forense y de un llamado de la Fiscalía.
“La denuncia se interpuso por una indemnización mayor por daño emergente, lucro cesante y daño en relación”, explica el jurista.
Mientras todo avanza lentamente, como ocurre siempre en estos casos, Mateo intenta espantar la nostalgia que le genera no poder exhibir sus gambetas ni cantar sus goles en la popular cancha El Fosforito, de Manrique, y superar la desazón de no poder trabajar en su moto y ganar con qué ayudar a las tres mujeres con las que convive. Tiene el rostro triste y poco sonríe mientras su madre intenta animarlo. La vida se le quebró ese 11 de mayo. Ni todo el dinero alcanzará para repararla, dicen en la casa.
Periodista egresado de UPB con especialización en literatura Universidad de Medellín. El paisaje alucinante, poesía. Premios de Periodismo Siemens y Colprensa, y Rey de España colectivos. Especialidad, crónicas.