Capturar a un compañero policía es penoso, y más cuando se trata de un oficial superior. Pero los agentes de la Dijín que esposaban al mayor Héctor Fabio Murillo Rojas, en la sede del Departamento de Policía Antioquia en Medellín, sabían que era urgente ponerlo tras las rejas.
Según la investigación, trabajaba para la organización criminal Clan del Golfo o “los Urabeños”, ayudando a transportar a cabecillas como “Inglaterra”, filtrándoles información y consiguiéndoles armas que en varias ocasiones eran usadas para atentar contra otros uniformados.
En la requisa, mientras le leían los derechos del capturado, el mayor estaba asustado. Y su nerviosismo fue creciendo cuando el agente que lo inspeccionaba se dio cuenta que ocultaba algo en la bota. Era un celular marca Blackberry, que aquel 25 de noviembre de 2017 llevaría a los investigadores por rumbos desconocidos en materia de comunicaciones delincuenciales.
“El equipo tenía un software de encriptación muy sofisticado, que hizo imposible conocer su contenido, porque eliminaba todo archivo al finalizar una conversación. Cuando lo analizamos, el aparato estaba vacío”, contó uno de los agentes que conoció el caso. El encriptado, de grado militar, imposibilitó obtener los chats con los habituales programas “fantasma” para recuperar datos borrados de la memoria.
Los investigadores quedaron perplejos porque era la primera vez que les pasaba, así que comenzaron a indagar sobre el sistema. Supieron que, en el bajo mundo, a ese software se le llama Ski; que lo manejan los altos mandos del Clan del Golfo y su círculo de confianza en la calle, la selva y la cárcel.
Es, al parecer, el más reciente avance en las redes de intercomunicación de la mafia, lo que les permite controlar una estructura ilegal de cientos de hombres desde las guaridas o tras las rejas.
Hasta ahora, se sabe que el programa es importado a Colombia desde la ciudad ecuatoriana de Guayaquil. De allá envían el celular con el Ski instalado, y los interesados pagan $4,8 millones por equipos con sistema operativo Android y $4,2 millones por Blackberry.
El precio puede elevarse a $10 millones si se extiende el tiempo de la licencia de funcionamiento por un año. A diferencia de un celular normal, la marcación tiene seis dígitos y dos asteriscos. Si alguien trata de hacer una copia espejo de su contenido, los archivos se autodestruyen.
Fuentes militares relataron que en el Ejército usan aplicativos similares, de origen chino e israelí, con licencias de tres a seis meses, que protegen la información incluso en casos de interceptaciones.
Y en la esfera civil también hay compañías de telecomunicaciones que ofrecen a empresas y particulares encriptaciones de llamadas y correos electrónicos por uno o dos millones de pesos anuales, aunque con un blindaje con el que las autoridades están familiarizadas.
Es por eso que el Ski ha creado un capítulo aparte en la investigación de estas redes, sobre todo en Antioquia y su capital, donde las principales bandas tienen jefes encarcelados que las comandan al mismo tiempo que purgan sus penas con la justicia.
Al estilo “italiano”
El patio 2 de la cárcel de Cómbita es un hervidero de la mafia. Aunque el establecimiento está ubicado en Boyacá, a 412 kilómetros de distancia, desde su interior se decide el rumbo de la criminalidad en Medellín, pues alberga a varios peces gordos de “la Oficina”, la confederación ilegal que agrupa al 65% de sus combos.
Esa organización se divide en dos alas: una es liderada por los socios José Leonardo Muñoz Martínez (“Douglas”) y Freyner Ramírez García (“Carlos Pesebre”), mientras que la otra obedece a Juan Carlos Mesa Vallejo (“Tom”), preso en la cárcel bogotana La Picota.
Entre los dos grupos, aliados hasta 2013, hay una feroz enemistad. Lo paradójico, aunque no se sepa si es casualidad, es que en ese patio 2 pasan las noches varios de los principales representantes de ambas facciones. De un lado están los propios “Douglas” y “Carlos Pesebre”, con asociados de alto perfil como “el Compa”, “Tatú”, “el Saya”, “Mundo Malo” y “Mono Amalfi”. Por la contraparte, aparecen “Soto”, “Diego Chamizo”, “Tana” y “Alex Mentiras”, el sobrino de “Tom”.
Personas cercanas a la situación, cuya identidad reservamos por seguridad, manifestaron que el ambiente se agravó desde enero y que incluso ha habido amenazas a empleados del Inpec para obligarlos a tramitar traslados de estos personajes.
Las disputas entre esas líneas de mando se reflejan en las calles de la metrópoli paisa, como el eco de los gritos en una cueva, y están dejando un rastro de muerte en las barriadas de San Javier y Robledo.
“Las estructuras que operan en las comunas obedecen órdenes dadas desde las cárceles, por eso ya hay investigaciones penales que nos van a permitir imputar los delitos a esos cabecillas. ‘Tom’, ‘Douglas’ y ‘Carlos Pesebre’ siguen siendo responsables por línea de mando”, declaró el jueves pasado Raúl González, director Seccional de Fiscalías de Medellín, en una rueda de prensa en la comuna 13, luego de que un bus de servicio público fuera incinerado por un combo.
Esta queja no es reciente. El 16 de septiembre de 2014 el Departamento del Tesoro de EE.UU. anunció la implementación de sanciones financieras para ocho cabecillas de “la Oficina”, incluidos en la Lista Clinton. Entre ellos figuraban “Carlos Pesebre” y “Mono Amalfi”, quienes llevaban un año tras las rejas.
El informe del Tesoro fue explícito al señalar que “desde la cárcel continuaban coordinando actividades criminales”.
Para colmo de males, el mismo “Carlos Pesebre” le dijo a un policía el día de su captura (19/3/13), en Urrao, en una conversación que fue grabada: “a lo último vamos a terminar como la mafia italiana, manejando la ciudad desde la cárcel, porque todos los viejos vamos pa’ la cárcel”.
¿Pero cómo logran mantener su jerarquía e influencia en las calles desde un presidio de máxima seguridad?
Una de las razones, aclaran los investigadores, es que estos jefes conservan la fortuna que hicieron con sus negocios ilegales, lo que les permite comprar favores, esclavos y conciencias.
También sucede que en el crimen organizado hay una especie de “código de honor”, por el que los subalternos respetan las plazas de sus “apás” o “patrones” y les envían el porcentaje semanal de las ganancias por extorsiones, venta de droga y demás delitos.
En la práctica, el contacto con esas células callejeras lo mantienen por celular. Ingresar de manera subrepticia un teléfono móvil a una penitenciaría cuesta entre $400.000 y $6 millones, según la gama del aparato. El precio incluye el pago para el visitante que lo camufla y el guardián que desvía la mirada.
Una vez adentro, “los internos son solidarios para ocultarlo de la guardia, pues no solo lo usan para dar órdenes a sus lugartenientes, sino para comunicarse con familiares y atender urgencias caseras. Esas llamadas se cobran, por supuesto”, explica un abogado que conoce la situación.
En los últimos años, el Inpec ha intentado frenar el tráfico de celulares con registros sorpresa en las celdas y la implementación de dispositivos inhibidores de señal. No obstante, esta tecnología sigue presentando limitaciones, pues de un lado afecta la telefonía de los vecindarios aledaños, generando tutelas en contra de la entidad; y por el otro, requiere la articulación con multinacionales de las telecomunicaciones, cuyas políticas de privacidad y cobertura dificultan la operación.
Y cuando estos elementos son incautados, sistemas de encriptación semejantes al Ski protegen la información. “Aislarlos es más complejo de lo que se cree”, concluye un agente policial.
Los mensajeros
“En el argot de los pillos, les dicen ‘cachorros’ o ‘hijos’. Son personas de altísima confianza de los capos, que por lo general no forman parte estructural de una banda, sino que son empleados para transmitir razones solamente” - detalla un veterano investigador-. “Cuando el ‘cachorro’ llega a una reunión, los demás saben que esa es la voz del jefe”.
Además de los aparatos de comunicación, los líderes encarcelados sostienen las líneas de mando a través de mensajeros que los visitan en prisión. En algunos casos, la tarea también es asumida por familiares y abogados que extralimitan sus funciones.
Por mucho tiempo, “el hijo” de “Douglas” fue Óscar Salazar Gutiérrez (“el Compa”), quien hoy lo acompaña en el pabellón de Cómbita. Él era quien llamaba a los subalternos y daba la cara, haciendo los mandados que ordenaba “la tía”, como se refería a su patrón por la bocina.
En el caso de “Tom”, su delegado para las juntas mafiosas era Édison Maya Ríos (“Gomelo”), igualmente capturado y condenado.
Otros “cachorros” son más anónimos, como “Tontoniel”. Su apodo salió a flote en una investigación de la Dirección de Fiscalías contra la Criminalidad Organizada sobre una subestructura de “la Oficina”, en la que fue señalado de ser el razonero de Fredy Mira Pérez (“Fredy Colas”), otro cabecilla recluido en un penal de Estados Unidos.
La dinámica al parecer está colmando la paciencia del alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, cuya administración le ha asignado $3.000 millones al Inpec para su funcionamiento.
“Se ha hecho el trabajo, se ha capturado a los cabecillas, ¿pero de qué sirve si siguen mandando desde la cárcel? Es frustrante, triste y doloroso”, sostuvo el mandatario frente a los vecinos de la comuna 13.
Su reclamo fue dirigido a “lo más alto del Gobierno Nacional” y a aquellos “a quienes les corresponde velar por las políticas penitenciarias”, porque a su juicio “no se han tomado los correctivos para hacer los traslados de estos criminales”.
Con respecto a las constantes quejas, que vienen incrementándose desde el año pasado, el Inpec ha guardado silencio (ver el recuadro).
El mayor Héctor Murillo fue condenado a seis años de prisión por sus actos de corrupción, pero su celular sigue en poder de la Fiscalía, que todavía lo analiza para desentrañar los secretos de su funcionamiento. Quizá de esta manera las autoridades logren, al menos en esta ocasión, estar un paso adelante de los capos encarcelados.