Para las personas que han formado su sensibilidad estética en Medellín durante las últimas décadas, Botero siempre ha estado ahí, como las montañas. El encuentro con Pedrito a caballo en el Museo de Zea era la primera escaramuza moderna a la que se sometía ritualmente a los colegiales a finales de la década de los 70. El choque no solía ser agradable. Pedrito rompía con los estándares impresionistas, límite de la historia del arte que entonces se enseñaba y este impacto inolvidable era el bautizo radical en la religión de la estética.
Su leyenda todavía se volvía más interesante cuando los guías contaban que se trataba de un niño muerto y que ese retrato era el silencioso grito de dolor de su padre, el artista. Éste empezaba así a tomar las dimensiones de un gurú omnipotente y lejano que ni siquiera vivía en Colombia. Después se sabría que Botero, además de los poderes que le permitían crear un templo público monumental para su hijo, también había logrado cambiarle el nombre a la misma institución que desde entonces pasaría a llamarse Museo de Antioquia. Años más tarde, haría otros regalos-exigencias.
Las obras de Botero siguieron llegando. Ya en la década de los 80 se saldrían de las higiénicas salas de exposición, para morder el polvo de la calle. No llegaba tanto por sus valores plásticos (nadie hablaba de ellos), sino por ese halo de triunfo que arrastraba aquel invitado habitual a las subastas millonarias internacionales y a las fiestas del jet-set. La ciudad quería “lugares de talla mundial” y la franquicia Botero parecía ser la vía más expedita para lograrlo.
El primer avance fue un torso desnudo de mujer que cayó de los cielos en pleno Parque Berrío, la palpitante cuna de la identidad paisa. No lo hizo en el centro, porque allí estaba ya el personaje decimonónico que le daba nombre a la plaza. Tampoco perturbó los alrededores sacros y centenarios de la Iglesia de La Candelaria. Más bien, se posó al frente de la sede de un poderoso Banco. Los signos se seguían definiendo. Las esculturas de Botero se alejaban de los heroísmos políticos o religiosos y se afianzaban en la esfera plutocrática.
Esta escultura de la abundancia, en su roce cuerpo a cuerpo con los antiguos habitantes del lugar, enfatizó toda la carne que le faltaba a la Virgen de la antigua catedral y todo el mando que ya no detentaba Pedro Justo Berrío. A su lado, éste se veía apenas como un diminuto emperador, atrapado en un corral donde ya nadie le hablaba. Las multitudes, en cambio, se enloquecieron con la sensualidad y el desparpajo de la recién llegada. Ignoraron el guiño que le hacía a la alta cultura greco-romana, la rebautizaron como “La Gorda” y la reverenciaron con tactos que doraron su portentosa vagina. Era la manera de consagrarla como el centro del centro. Y también una reinterpretación popular del lenguaje sofisticado del maestro de Pietrasanta.
Cuando en la siguiente década se quiso recuperar los alrededores de la Iglesia de San Antonio, su mano de Midas fue otra vez invocada. La ciudad adquirió cuatro de sus esculturas en serie, las mismas que visitaban entonces París y Florencia, avaluadas en precios exorbitantes (porque precisamente visitaban París y Florencia). A pesar de las críticas por esta compra de la administración municipal, el beso del príncipe parecía haber despertado a esta zona residual de su pasado prosaico. Las figuras espléndidas cerraban los ojos a lo que estaba a su alrededor, con la indiferencia que les ha permitido emplazarse en cualquier lugar, incluso en éste, en ese momento uno de los más violentos del mundo. Sin embargo, las extremas circunstancias políticas de la época, ignoradas por gobernantes y artista, desbarataron despiadadamente el libreto de final feliz. Una bomba explotó al rutilante Pájaro y a 23 personas que hacían una fiesta a sus pies, en uno de los capítulos más funestos de nuestro conflicto urbano.
