Desde finales de los años 90, Colombia empezó a recibir las mayores donaciones de obras de arte de toda su historia, de parte de Fernando Botero. Los depositarios de esas grandes colecciones fueron el Banco de la República, el Museo de Antioquia y, algunos años más tarde, el Museo Nacional.
El 14 de octubre de 2000, en la ceremonia de inauguración de la nueva sede del Museo de Antioquia, en el antiguo Palacio Municipal, el entonces Presidente de la República, Andrés Pastrana, afirmó que las donaciones de Botero eran el acontecimiento cultural más importante que había vivido el país en toda su vida republicana, e incluso desde más atrás, en los tiempos de la Expedición Botánica. Sin entrar a discutir si se trataba o no de una expresión retórica, quizá puede servir como punto de partida para reflexionar acerca del alcance histórico, político y cultural de las donaciones de Fernando Botero.
En cualquier caso, es necesario recordar que sus legados a entidades públicas colombianas venían desde más atrás. Ya en 1974, durante una exposición suya con la que se inauguraba la Sala de Arte de la Biblioteca Pública Piloto, había donado al Museo de Antioquia la pintura Ex-voto, con la que participó en la II Bienal de Arte de Coltejer, y prometió donar más obras si se adecuaban las salas de la vieja casona que entonces ocupaba el Museo. Por desgracia, pocos meses más tarde murió su pequeño hijo Pedro en un accidente automovilístico en España. A raíz de esa tragedia, en 1977 donó al Museo de Antioquia el conjunto de obras que, todavía hoy, conforman la Sala Pedrito Botero, aumentada en 1980 con nuevos cuadros; luego, en 1984, hizo llegar al Museo 16 esculturas. Ya en ese momento el Museo de Antioquia albergaba la mayor colección pública de obras de Fernando Botero en el mundo. Y desde entonces repitió, de manera insistente que, si el Museo de Antioquia tenía una sede adecuada, estaba dispuesto a donar más trabajos suyos y obras de otros artistas que conformaban su colección privada. También en 1984 entregó 18 pinturas al Museo Nacional de Colombia. Las de finales de los 90 no son, pues, donaciones aisladas, aunque es claro que llegan a niveles excepcionales.
Las cifras son asombrosas. La donación al Banco de la República, instalada en el Museo Botero de Bogotá, está conformada por 123 obras de su autoría; a ellas se agregan 87 de otros artistas, con trabajos de los siglos XIX y XX, colección que en su momento fue calificada como una de las más importantes del mundo en manos privadas; en su campo, ese conjunto sigue siendo el más importante del país y uno de las más ricos de América Latina. En 2000, el Museo de Antioquia recibió 114 obras de Botero entre dibujos, pinturas y esculturas y 32 de artistas internacionales, a lo cual debe agregarse la serie de “El Viacrucis”, entregada en 2012, compuesta por 27 pinturas al óleo y 34 dibujos. En total, el Museo posee 188 obras de Botero, la mayor colección del mundo, de las cuales solo 2 no fueron donadas por él. Adicionalmente, en 2000 el artista legó a la ciudad 23 esculturas monumentales, instaladas en la Plaza Botero, frente al Museo, a las que se agregan otras 6 ubicadas en el Parque Berrío, en el Parque San Antonio y en San Cristóbal. El Museo Nacional, además de las obras ya mencionadas, recibió en 2004 la serie “La violencia en Colombia” compuesta por 67 obras: 6 acuarelas, 36 dibujos y 25 óleos.
Museos y mecenas
Las donaciones de artistas y de mecenas han sido frecuentes en todo el mundo, de manera especial en los dos últimos siglos. No pocas veces se ha tratado de procesos que exigen la aceptación y exhibición completa de lo donado, e incluso la creación de un museo que lleve el nombre del artista donante o del mecenas. Creer que todo se reduce a una forma de auto propaganda o a una estrategia financiera que, por supuesto, pueden existir, sería demasiado simplista y desconocería la trascendencia artística y cultural de estos asuntos. Por ejemplo, mientras que, por lo general, los europeos se remontan al coleccionismo de los reyes o del Estado, muchos de los grandes museos norteamericanos se enriquecieron a través de donaciones.
En efecto, tras la Primera Guerra Mundial, con Europa sumergida en una crisis económica, muchos viajeros norteamericanos con enormes fortunas encontraron un Viejo Continente en el cual no había normas eficaces de protección del patrimonio cultural y todo parecía estar a la venta. Sobra decir que muchas de esas fortunas, con las cuales se compraban, entre otras cosas, fabulosas obras de arte, procedían de las mafias que explotaban el negocio del alcohol, constitucionalmente prohibido entre 1920 y 1933. Más tarde, en contextos legales diferentes, muchas de esas colecciones pasaron a ser exhibidas en los museos, a veces sin renunciar a la propiedad, lo que permitía sanear el origen de esas fortunas y obtener sólidos beneficios fiscales.
Ni siquiera en los países más ricos esas enormes colecciones habrían podido ser adquiridas con los recursos de los museos, siempre limitados a la compra de unas pocas obras puntuales. Además de llenar sus paredes, esas obras repercuten en el prestigio del museo que las recibe, en el impacto social que ejerce, en el número de visitantes y, por supuesto, en su sostenibilidad económica.
