Los ejércitos o el cambio de la novela colombiana
Publicada en 2007, Los ejércitos fue la novela que puso a Evelio Rosero en el radar del gran público lector de América Latina. Tan fue así que el libro quedó en el puesto uno de la consulta de Generación.
Una manera fácil de zanjar el asunto sería decir que Los ejércitos, de Evelio Rosero, es una novela sobre la violencia. Así lo parece a simple vista: el libro ganador del premio Tusquets en 2007 tiene los ingredientes necesarios para que dicha afirmación sea cierta: a lo largo de sus páginas unos grupos armados asedian el imaginario pueblo de San José y sus pobladores enfrentan la sinrazón de la barbarie. No obstante, una lectura detenida deja percibir un matiz que cambia el enfoque. Los ejércitos no tiene una intención documental —como sí la tuvo Viento seco, de Daniel Caicedo, el epítome de los libros de la violencia nacional—. Sus apuestan van por el lado de mostrar la forma en que los hombres armados transforman la consciencia de las víctimas. Lo anterior resulta evidente al pensar en las mutaciones vividas por Ismael Pasos, el narrador-protagonista.
Antes, una aclaración: los buenos relatos no dependen de la historia. Su secreto está en otras cosas más sutiles. Uno, por ejemplo, tiene una idea del destino de Ulises antes de que zarpe de Ítaca rumbo a Troya y eso no le resta un gramo de belleza al ciclo homérico. También, antes de sentarse a ver Psicosis, de Alfred Hitchcock, uno tiene una noción de que algo no anda muy bien en la cabeza de Norman Bates, y eso no atenúa la electricidad de la trama. Todo esto lo digo porque diré algo del inicio y del fin de la novela de Rosero para demostrar el cambio en la consciencia del narrador protagonista y no quiero espantar con ello a los lectores alérgicos a los spoilers. Aquí vamos: la novela se abre con una escena de erotismo y se cierra con una de brutalidad. Y entre ambas, la violencia, que todo lo desmorona.
Si les creemos a los manuales, la escogencia del narrador es una de las decisiones cruciales de los novelistas. En el caso que nos ocupa, Ismael Pasos es un anciano con la costumbre de espiar a Geraldina, la esposa de su vecino. Lo hace con la relativa impunidad que le confiere la vejez y, además, porque ostenta la dignidad de haber sido el profesor del pueblo. El otro ingrediente que se impone en las primeras páginas de la novela es su prosa sensual, inventiva. Un botón de muestra: “De pronto se puso de pie de un salto, un saltamontes esplendente, pero se transformó de inmediato nada más ni nada menos en sólo una mujer desnuda cuando miró hacia nosotros, y empezó a caminar en nuestra dirección, segura en su lentitud felina, a veces acobijada bajo la sombra de los guayacanes de su casa, rozada por los brazos centenarios de la ceiba, a veces como consumida de sol, que más que relumbrarla la oscurecía de pura luz, como si se la tragara. Así la veíamos aproximarse, igual que una sombra”. Como se ve. todo es juego.
En ese ambiente rijoso, cae la metralla de la violencia. Una encarnada por ejércitos cuyos pretextos ideológicos poco le importan al narrador. Al final del libro el profesor Pasos, que se ha rehusado a irse de su lugar en el mundo, enloquece al presenciar la violación colectiva del cadáver de Geraldina. Al pasar por ese fragmento recuerdo la imagen de las pirañas dando cuenta del cuerpo y el alma corruptos de Narciso Barrera, el antagonista de La vorágine. No obstante, en la novela de José Eustasio Rivera la violencia salvaje resulta justiciera, de alguna forma. Mientras en Los ejércitos el festín necrofílico acentúa el grado de deshumanización de los victimarios y de las víctimas. Unos y otros se desfiguran en el torbellino de maldad.
Se lee en el tramo de cierre del libro: “Entre los brazos de una mecedora de mimbre, estaba, abierta a plenitud, desmadejada, Geraldina desnuda, la cabeza sacudiéndose a uno y otro lado, y encima uno de los hombres la abrazaba, uno de los hombres hurgaba a Geraldina, uno de los hombres la violaba: todavía demoré en comprender que se trataba del cadáver de Geraldina, era su cadáver, expuesto ante los hombres que aguardaban, ¿por qué no los acompañas, Ismael?, me escuché humillarme, ¿por qué no les explicas cómo se viola un cadáver?, ¿o cómo se ama?, ¿no era eso con lo que soñabas?”. Esto lo dice el antaño respetable profesor Pasos, ahora un guiñapo humano. Un tipo cuya identidad se diluyó y alucina con ser Jesús, Bolívar, Nemo.
Seguramente, Los ejércitos se haya ganado el favor de los lectores por encarar el asunto de la violencia en el momento en que la sociedad colombiana hacía -a medias- la mea culpa del proceso de Justicia y Paz. Tal vez su prestigio se erija -aparte de su estética, desde luego- sobre las mismas bases que han hecho celebre Labio de liebre, la obra de teatro de Fabio Rubiano. Ambas obras marcan el cierre de una época y el inicio de otra en las artes colombianas. En este punto las especulaciones resultan un ejercicio estimulante. Lo cierto es que más allá de cualquier pirueta de la hermenéutica, la novela de Rosero ha sobrevivido el paso de casi un cuarto de siglo. Y, bien vista, no está tan marchita.
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