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Se cumple un siglo de la publicación de uno de los hitos de la literatura colombiana y latinoamericana. A pesar del tiempo transcurrido, la explotación de pueblos nativos y la destrucción de la selva amazónica denunciadas en la novela siguen vigentes. Fotos: Cortesía MinCultura.
La letra enferma
Se cumplen cien años de la publicación de La vorágine, un libro pionero en mostrarnos la barbarie cometida contra la selva y sus pueblos originarios. Una novela que nos revela la decadencia de un lenguaje al servicio de la explotación y el exterminio de lo autóctono.
El otro día me contaron un chisme que voy a utilizar aquí como punto de arranque, en parte por puro placer -¿quién se puede resistir a prolongar la circulación de un chisme?-, y en parte para hablar sobre La vorágine y ensayar una pequeña parábola sobre los vínculos nacionales entre estética y política.
Según el chisme, existe en la élite bogotana una tertulia literaria a la que acuden importantes personalidades del establecimiento, los medios, las letras, el mundo jurídico y uno que otro expresidente. En dicha tertulia, cuya anfitriona es una poderosa columnista de opinión, todo gira en torno a Jorge Luis Borges, así que los invitados aprovechan para tomarse su merecido descanso del guerrero y exhibir en la rueda su fervor por el gran maestro argentino. No es raro que alguno de los tertulianos se levante a recitar de memoria algún poema y menos raro es que se repitan los consabidos elogios a la sabiduría enciclopédica, el humor british, los entreveros filosóficos de esa mente visionaria, la alta prosodia anglosajona y, cómo no, la prudencia política que siempre caracterizó al autor de El aleph. ¿Pero por qué Borges como figura central? Si se trata de un selecto grupo de importantes colombianos, ¿por qué no elegir a un autor local? ¿Por qué no, digamos, García Márquez, que goza de un reconocimiento comparable al del argentino? ¿Por qué no Carrasquilla? ¿Demasiado “regional”? ¿Por qué no Gómez Dávila o Gaitán Durán si querían algo más high brow?
Cabe decir que mi Borges, el Borges que enseño en mis clases, es muy distinto al que adoran estos señoros, pero también sería ingenuo no admitir que, entre los tantos Borges, hay al menos uno que hace las veces de emblema de unos valores oligárquicos que no parecen haber cambiado mucho en los últimos cien años. Desde ese ángulo se pueden vislumbrar los motivos de esta borgesmanía cultivada en unos espacios donde se amangualan la casta que detenta el poder político con los aspirantes a formar parte de ella: Borges como sinónimo de ser aceptado en el club, Borges como el gran arribista, el sudaca recibido en Europa como un europeo más, el gran mago del blanqueamiento, nuestra vieja aspiración colonial de ser reconocidos por el Amo, el triste deseo de manejar con naturalidad las referencias cosmopolitas, en fin, Borges como encarnación de una idea suprema de cultura y como posibilidad de una trascendencia espiritual más allá de los asuntos de la bárbara y prosaica colombianidad. Solo Borges podría representar todo eso sin producir en dicha casta ninguna molestia, ninguna incomodidad.
Ahora bien, como ya advertía al inicio, he contado este chisme para armar un escenario de ideas. Me interesa hacer coincidir en un mismo espacio la imagen de aquella tertulia bogotana con la celebración del centenario de la publicación de La vorágine, una novela que todavía hoy desafía convenciones y genera tanta resistencia como fascinación.
En primer lugar, hay que decir que, una vez hecho el contraste, vemos cómo ambas figuras describen sensibilidades antagónicas. Y es que, debido quizá al carácter de símbolo patrio que ha alcanzado la novela de Rivera, se suele olvidar que el texto de La vorágine se alza precisamente contra esos mismos valores de la oligarquía parroquial de nuestro país (valores que en la tertulia de marras coinciden con el significante Borges).
El protagonista y narrador inicial de la novela, Arturo Cova, se presenta como un poeta y no es difícil captar en sus arrebatos líricos todo el peso de una estética que adquirió estatus oficial en las primeras décadas del siglo XX, durante el largo reinado de Guillermo Valencia, encargado de mantener la poesía colombiana flotando en el formol de la simulación modernista casi hasta mediados de siglo. En “Contagio narrativo y gesticulación retórica en La vorágine” (1987), uno de los mejores textos críticos que se han escrito jamás sobre la novela de Rivera, Sylvia Molloy describe con claridad esa “pose estetizante” al emparentarla con el dandismo decadente de un Huysmans, aunque, advierte, “Cova es último, gastado, descendiente del soberbio José Fernández de De sobremesa, es el dandy trasnochado que provoca la burla de Pedro Emilio Coll, aquel que va ‘a nuestras selvas vírgenes con polainas en los zapatos, monóculo impertinente en el ojo y crisantemo en el ojal’”.
Para que entendamos la comparación basta imaginar a esos señores semicultos del interior del país que hoy se pasean por los eventos del Hay Festival de Cartagena disfrazados de funcionario colonial británico. Rafael Gutiérrez Girardot acuñó la célebre noción de “cultura de viñeta” para referirse a esa estética que, conforme avanza el relato, va sufriendo una extraña contaminación, un contagio de voces, fluctuaciones tonales y ritmos provenientes de las múltiples hablas que el poeta dandy se va encontrando en su fuga, primero hacia los llanos del Casanare y luego en lo profundo de la selva amazónica.
“La aventura de Cova”, añade Molloy, “frustrará (...) las expectativas del dandy. No es un viaje que se atesorará de por vida como objeto valioso, sino un viaje que hará de la vida misma un objeto sin valor; no una experiencia de la que se saldrá ileso, sino una experiencia que será, toda ella, lesión”. Y esto es lo que vale la pena enfatizar: la operación política más profunda de La vorágine no consiste en un mero ejercicio de denuncia, en un grito de indignación contra la barbarie de las caucherías, la explotación inmisericorde de trabajadores, el genocidio indígena y toda la red de complicidades burocráticas que deciden hacer la vista gorda para que la máquina de horror siga su curso. La verdadera intervención política reside en el hecho de que todos los procedimientos del texto, basados en el contagio, en el injerto, en la floración rebelde y la superposición de voces, acaban mostrando que, para que el círculo de la explotación funcione, debajo debe haber un aparato estético y un aparato lingüístico.
En otras palabras, la barbarie que la novela denuncia solo es posible gracias a un cierto estado de la lengua y a una serie de pactos ideológicos que cristalizan alrededor de una determinada sensibilidad de clase. Lo que sufre el contagio, la lesión y la enfermedad tropical es la letra misma, entendida como arma jurídica que naturaliza la barbarie pero también como retórica literaria al servicio de las aspiraciones artísticas de las tertulias de ayer y hoy. Podríamos decir, siguiendo una vieja intuición de Paul Celan, que detrás de todo genocidio hay una poética y en este caso es esa poética lo que La vorágine muestra en todo su histrionismo, en toda su indigencia moral y su gastado artificio. De hecho, es posible señalar que los protagonistas del libro corren una suerte totalmente contraria a la que sufre el lenguaje en el curso de la novela, esto es, mientras a Cova y Alicia se los devora la selva, la lengua española sufre, a la inversa, un proceso de liberación, producto de los múltiples contagios.
La vorágine acaba siendo, por eso mismo, una novela esquizo, una novela-remolino con muchos centros, la aventura de un idioma cursi que se vuelve contra sí mismo para que la lengua estalle en pedazos como una estrella de carne humana. A cien años de su publicación, sigue habiendo algo monstruoso, imposible de asimilar en esta novela, que se resiste a cualquier idea tranquilizadora de buen gusto y que por supuesto continúa desmontando los presupuestos de la demagogia y el kitsch que, todavía hoy, son la base de la sensibilidad de nuestras oligarquías.
Me gustaría que la conmemoración de este centenario de La vorágine sirviera para que hagamos un balance de las relaciones entre poder y lenguaje literario en Colombia, para que afináramos nuestras intuiciones sobre las poéticas que dan una coartada moral a los horrores del presente y para que volvamos a hacernos preguntas elementales: ¿habla nuestra literatura de hoy alguna de las neolenguas cursis del poder? ¿En qué idioma están escritos los libros que consumimos y celebramos en la actualidad? ¿Estamos más cerca de Rivera o más cerca del abominable Borges de aquella tertulia bogotana? ¿Qué libros se dejarían mimar dócilmente por esos cenáculos de notables y qué libros ofrecerían resistencia?
Para escucharlo:
Juan Cárdenas, Juan Carlos Flórez, Javier Ortiz Cassiani y Erna von der Walde conversarán con Margarita Valencia.
Viernes, 26 de enero, 3:30 p. m., Teatro Adolfo Mejía (Hay Festival Cartagena).
*Escritor. Su novela más reciente es Peregrino transparente (Periférica, 2023).