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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • No le hagas caso a nadie
  • No le hagas caso a nadie
Críticos | PUBLICADO EL 13 abril 2024

No le hagas caso a nadie

Andrea Mejía

Enseñarle a hablar a una piedra, de Annie Dillard

La relación de Annie Dillard con la naturaleza, por no decir con la realidad, es de adoración, sin duda, pero también de temor, de recelo, de observación analítica, a veces divertida y curiosa. Cuando era niña, por ejemplo, achicharraba todo tipo de creaturas unicelulares con una lámpara de un voltaje demasiado alto para el microscopio de juguete con el que observaba gotas de agua.

A veces no solo observa, sino que transfigura todo de una forma descarada, delirante, plenamente libre, pero al mismo tiempo controlada por una fuerza extraña. Esta fuerza extraña no es, no es, la fuerza de una voluntad que busca simplemente producir un efecto estético. Y eso hace toda la diferencia.

En la escritura de Dillard hay una escucha profunda al mismo tiempo que una resistencia. Obedecer y al mismo tiempo resistir a Dios cuando se escribe... ¡Eso sí que es interesante! “Creo que no quiero volver a ver algo así. Que la soledad existe, ya lo sabía, en teoría, pero –pensé– no dentro de la luz, de la presencia de Dios, no con su permiso no firmada con su nombre”.

La escritura de Dillard es una buena muestra de que, como creían Blake, Wallace Stevens, Emily Dickinson, y antes de ellos, Ibn Arabi, el impresionante sabio sufí del siglo XII, la imaginación es una facultad espiritual primordial. Quizá en muchos momentos del camino sea la más importante.

En Dillard, el velo de la imaginación se agita a veces con discreción, alterando levemente la aparición de las cosas, apenas distorsionándolas. Otras veces se agita de manera más bien desencadenada, trastornando el tiempo y el espacio, como cuando se sobreponen, en el perímetro de unas cuantas páginas, el ritual católico de la misa y una expedición polar, o la excavación de las oscuras minas de oro y un eclipse solar.

Detrás de ese movimiento de la imaginación no encontramos propiamente las cosas, un paisaje o un fenómeno natural, sino más bien un estado de conciencia nada ordinario, que con algo de suerte y atención puede reverberar durante un tiempo en la mente del lector.

Es toda esta extrañeza, ni fingida ni fabricada, lo que hace de Dillard una escritora especial. Sin duda es una mística. Hija de Eckhart, es verdad. Eso la distingue del tumulto de escritoras que ahora intentan ser hijas devotas del mundo natural.

A esto súmale un trabajo cuidadoso, esmeradísimo, a veces francamente alucinante con el lenguaje. Y está el humor. El humor que es otra forma de la gracia. El resultado, por supuesto es notable. Vale mucho la pena leer sus ensayos.

Al leerlos, recibimos consejos absurdos que no llevan a ninguna parte y nos dejan justo donde estamos, absortos, vacíos, quietos, embobados: “deja que tus huesos se desencajen y se dispersen por los campos, por los bosques, con suavidad, sin pensar, desde cualquier altura, tan alto como las águilas”.

Otros son muy prácticos y merecen, en lo que queda de nuestras vidas, ser recordados: “nunca escuches dos veces la misma conversación”. “No le hagas caso a nadie”.

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