Alijos de libros
Juan José Gaviria
Los agentes de la Sijín entraron a la bodega con las armas desenfundadas y los impresores, encuadernadores y bodegueros se echaron al piso en cada una de las habitaciones de la casa convertida en taller. Era 17 de junio de 2025. Las obras de Marian Rojas Estapé, el bestseller Hábitos atómicos, todo el fondo de Mario Mendoza y una larga lista de títulos editados para planes lectores se veían apilados sobre el piso de madera, en mesas de encolado o ya empacados en grandes sábanas de papel Kraft. Ese día, meses de trabajo de agentes encubiertos, informantes y funcionarios de la Cámara Colombiana del Libro terminaban en un duro golpe a los piratas, uno que impediría la salida de 73.000 ejemplares ilegales al mercado de los agáchese de la Séptima, del Temel y los semáforos de Bogotá.
Las imágenes del operativo me llevaron a 16 años atrás, justo después de la Operación Jaque, cuando Keith Stansell, Marc Gonsalves y Tom Howes, los tres contratistas norteamericanos secuestrados por las FARC en 2003 y liberados en la misma acción con Íngrid Betancourt, publicaron sus memorias de cautiverio. Por aquel entonces, yo velaba mis primeras armas en el mundo editorial y me había convertido en un fogoso editor junior que aceptaba cualquier encargo, sin importar la hora en que tuviera que entregar el archivo a impresión. Cuando Out of captivity, el libro de los tres gringos, salió al mercado, el grupo editorial para el que yo trabajaba había ya adquirido los derechos en español, y, cómo no, fue a mí a quien le tocó armar el muñeco. Cuatro traductores no probados hasta ese momento, los dos mejores correctores de la editorial y una planeación demencial de entregas y revisiones paralelas nos mantuvo en pijama (cada uno en su casa, por supuesto) y sin levantar los ojos del libro durante el primer fin de semana para tratar de llegar con el grueso del contenido a la corrección inicial el lunes siguiente. La meta era salir tan rápido como fuera posible, antes de que el libro se hubiera convertido en una noticia vieja después de las innumerables entrevistas a los autores, de las constantes notas radiales sobre las revelaciones de la vida en la selva, del inevitable destino que corrían todos los libros que hicimos por aquel entonces y que al ser reportajes de coyuntura perdían aquel magnífico atributo del objeto libro: la vocación de permanencia.
Ese lunes llegué ojeroso y trasnochado para reunirme con la decena de implicados en el crimen en el que se había convertido esa edición y, cuando se abrió la puerta del ascensor, salió divertido y sonriente el director comercial de la compañía, quien llevaba bajo el brazo la edición recién comprada de Fuera del cautiverio (así habían dejado el título) en una acera de la Avenida de Chile. Por aquel entonces no existía la inteligencia artificial, así que los piratas habían usado el errático traductor de Google para salir con un galimatías tan disparatado como comercial.
Las grandes familias que dominaban la piratería habían evolucionado para reaccionar aún más rápido que los grupos editoriales y, después de su incursión en la impresión CMYK (la magia del color a partir del cian, el magenta, el amarillo y el negro), se habían arriesgado incluso a la producción de moneda, empaques de medicamentos y billetes de lotería falsos. Tecnólogos de impresión formados en el Sena montaban sus talleres en Bogotá y Medellín, muchos inspirados en el famoso Bolaeyuca, un innovador editor pirata paisa que había enfrentado incluso a sus competidores capitalinos, con quienes se dividía los títulos a falsear. Más tarde, después de su primera condena, Bolaeyuca se trasladaría a Bogotá, donde amplió sus actividades antes de morir.
El operativo del pasado junio me hizo pensar de nuevo en este asunto de la piratería, justo cuando en mi pasada columna había hablado de ladrones de libros. Ofrezco disculpas a mis lectores, pero por algún azar del destino me he visto enfrentado en estos últimos días a la amarga realidad del saqueo librero.