Su figura no llama la atención: es menudo, moreno y ágil. Lleva la camisa a cuadros medio abierta y aunque se acerca a los cuarenta, parece más un adolescente despreocupado, que se desliza por la calle, que un filósofo de decir profundo y movilizador.
Cuando sale de la postura estatua y se mueve, su cuerpo se torna en leve figura, desobediente y sexuado. Sentado, aspira un cigarrillo, hace carrizo y balancea su pie, mientras con tono juguetón ladea la cabeza, parpadea coqueto, sus ojos canela iluminados miran lento, hace gestos con la boca como si sorbiera un trozo de limón con miel y pimienta; un suave tejido femenino lo envuelve. Todo en él es seductor.
Un humor festivo lo acompaña, una forma de resistencia, un escudo de coraje para protegerse de la hostilidad de muchos frente a los raros, los afeminados y los “plumas”. Siento, a veces, que lo miran con resentimiento, como a un traidor en una manada de guerreros. Sonríe discreto cuando, a su lado, los muchachos presumen como machos alfa y siente pena por quienes ostentan la postura urgente de una masculinidad sin fisuras.
Entra a clase, siempre se hace en las sillas de adelante, cerca del tablero. Mira alelado al profesor y dispara preguntas como misiles en busca de su blanco. Aalborota, quiere mover al profesor de su sitio, generar polémica. A veces, con sus ojos provocadores, me dice bajito:
–Conquístalo para los dos, invítalo a una cerveza y me llevas.
Cuando lo hacemos, él derrocha sus trucos de conquista, nos miramos cómplices, portadores de un secreto. A ratos nuestras piernas se cruzan, las suyas se aprietan dulcemente contra las mías como si tuviésemos un pacto de vieja data. Luego, atravesamos la noche con destino a casa. Amanecemos juntos.
Se cita a sí mismo y a veces acude a los maestros de las escuelas filosóficas. Juega con las palabras, atrapa con los conceptos y cuando es del caso, se dice, con una huella de altanería: “El orgullo es el centro de la dignidad gay”. Con los gays decimos: “No somos pecadores ni enfermos ni criminales, somos personas que amamos a personas”, continúa como anunciando una revelación.
Habla rescatando la “a”, con firmeza y convicción. Dice, por ejemplo: “Nosotras las mujeres somos invisibles”, o bien: “Nosotras sentimos temor de la noche y de andar solas”. Especula sobre lo femenino y lo masculino: “Son moldes tramposos que encadenan a los seres humanos a sexualidades temerosas y amores precarios”.
Cuando estoy con él percibo que es una de las nuestras. Su feminidad, sus gestualidades: una red de fino macramé. Paso a paso, como en el taichi, teje una nueva memoria para su cuerpo. Este año (diciembre de 1977) editó la revista “El Otro. Órgano del movimiento de liberación homosexual” y provocó un escándalo —tal vez pequeño, pero escándalo al fin de cuentas —. “Empieza a fracturarse el silencio”, dice estremeciendo sus hombros. Él mismo distribuye los pocos ejemplares, uno a uno, con cautela. “Nunca se sabe, la era de los dinosaurios aun no se ha extinguido”, dice mientras observa las respuestas curiosas de quienes le admiran y rechazan.
Vamos a reuniones de “Sexpol”, sobre sexo y política. Cuando terminan, contento y estimulado, nos despedimos y él se pierde en la noche en busca de la fogosidad de ese otro que es una geografía desconocida. De cada encuentro trae una historia, él mismo hace historia, tal vez sin saberlo. Somos confidentes en la risa y la alegría. Le pregunto por lo ligues y él, juguetón, dice:
—Me atrapan la aventura y el riesgo, cada quien tiene sus sombras y su adrenalina — asiento y le deseo suerte.
A veces, con disimulo roza las piernas de alguno de mis amigos, que se apartan molestos, como si los hubiese pringado una ortiga. Es que el deseo es punzante. Dice: “Los movimientos de cierto deseo pueden incomodar, hacen preguntas perturbadoras”.
Cuando conversamos, por los pasillos de la U. de A., buscando un tinto, le pregunto:
—¿Es difícil ligar para los gays?
—Sí, es difícil ligar, a algunos los golpean, muchos no perdonan la feminidad a destiempo —contesta.
—Yo soy feliz cuando suscito las ganas de otro u otra —digo.
–Tenemos unas antenitas, es difícil equivocarse, pero sucede.
Enseguida propone risueño:
—Hagamos un taller: “Universo Gay: imaginación para ligar en menos de cinco minutos. Abra la pecera y coma” —y nos reímos.
Otra noche, hablando de ligues, me contó de un personaje que lo encuentra a cada rato, ¿o lo sigue?, en momentos inesperados: cuando está tomando el bus, a veces en la cafetería enfrente de su casa, en otras ocasiones presiente sus pasos detrás, o lo ve caminar despacio por la vereda del frente con tono descuidado. Mi amigo saluda simpático en busca de una sonrisa, pero el personaje se desentiende. Él mira de refilón y el personaje se retrae como quien se esconde. Es un coqueteo ambiguo. “No me da lado”, se queja un poco, mientras el deseo espera.
