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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • Tres generaciones de la familia Rodríguez viven en el cráter del Machín, una zona de altísimo riesgo volcánico. Allí sobreviven gracias al ordeño, la cría de animales y la ocasional visita de turistas. Foto: Santiago Ramírez.
    Tres generaciones de la familia Rodríguez viven en el cráter del Machín, una zona de altísimo riesgo volcánico. Allí sobreviven gracias al ordeño, la cría de animales y la ocasional visita de turistas. Foto: Santiago Ramírez.
  • La casa de La Secreta se levanta justo en el cráter del Cerro volcán Machín, ubicado a más de cien kilómetros de Bogotá. Foto: Santiago Ramírez.
    La casa de La Secreta se levanta justo en el cráter del Cerro volcán Machín, ubicado a más de cien kilómetros de Bogotá. Foto: Santiago Ramírez.
  • Desde hace unos meses, Felipe vive en La Secreta al lado de su padre, Tocayo. Una vez termine el bachillerato el niño quiere estudiar veterinaria. Foto: Santiago Ramírez
    Desde hace unos meses, Felipe vive en La Secreta al lado de su padre, Tocayo. Una vez termine el bachillerato el niño quiere estudiar veterinaria. Foto: Santiago Ramírez
  • Desde hace cuarenta años Genaro Rodríguez Bustos vive en el cráter del Machín. Sin embargo, a pesar de tener papeles de propiedad del terreno, la justicia ha dicho que La Secreta no le pertenece. El campesino lucha por conservar la propiedad. Foto: Santiago Ramírez.
    Desde hace cuarenta años Genaro Rodríguez Bustos vive en el cráter del Machín. Sin embargo, a pesar de tener papeles de propiedad del terreno, la justicia ha dicho que La Secreta no le pertenece. El campesino lucha por conservar la propiedad. Foto: Santiago Ramírez.
  • Los técnicos del SGC recorren las estaciones de monitoreo dispuestas en los departamentos del Tolima, Caldas y Risaralda. Foto: Santiago Ramírez.
    Los técnicos del SGC recorren las estaciones de monitoreo dispuestas en los departamentos del Tolima, Caldas y Risaralda. Foto: Santiago Ramírez.
  • Los niños ayudan en las labores de ordeño. La venta de queso a los turistas que van al Machín es la principal fuente de ingresos de la familia Rodríguez. Foto: Santiago Ramírez.
    Los niños ayudan en las labores de ordeño. La venta de queso a los turistas que van al Machín es la principal fuente de ingresos de la familia Rodríguez. Foto: Santiago Ramírez.
  • Tres generaciones de la familia Rodríguez viven en el cráter del Machín, una zona de altísimo riesgo volcánico. Allí sobreviven gracias al ordeño, la cría de animales y la ocasional visita de turistas. Foto: Santiago Ramírez.
    Tres generaciones de la familia Rodríguez viven en el cráter del Machín, una zona de altísimo riesgo volcánico. Allí sobreviven gracias al ordeño, la cría de animales y la ocasional visita de turistas. Foto: Santiago Ramírez.
  • La casa de La Secreta se levanta justo en el cráter del Cerro volcán Machín, ubicado a más de cien kilómetros de Bogotá. Foto: Santiago Ramírez.
    La casa de La Secreta se levanta justo en el cráter del Cerro volcán Machín, ubicado a más de cien kilómetros de Bogotá. Foto: Santiago Ramírez.
  • Desde hace unos meses, Felipe vive en La Secreta al lado de su padre, Tocayo. Una vez termine el bachillerato el niño quiere estudiar veterinaria. Foto: Santiago Ramírez
    Desde hace unos meses, Felipe vive en La Secreta al lado de su padre, Tocayo. Una vez termine el bachillerato el niño quiere estudiar veterinaria. Foto: Santiago Ramírez
  • Desde hace cuarenta años Genaro Rodríguez Bustos vive en el cráter del Machín. Sin embargo, a pesar de tener papeles de propiedad del terreno, la justicia ha dicho que La Secreta no le pertenece. El campesino lucha por conservar la propiedad. Foto: Santiago Ramírez.
    Desde hace cuarenta años Genaro Rodríguez Bustos vive en el cráter del Machín. Sin embargo, a pesar de tener papeles de propiedad del terreno, la justicia ha dicho que La Secreta no le pertenece. El campesino lucha por conservar la propiedad. Foto: Santiago Ramírez.
  • Los técnicos del SGC recorren las estaciones de monitoreo dispuestas en los departamentos del Tolima, Caldas y Risaralda. Foto: Santiago Ramírez.
    Los técnicos del SGC recorren las estaciones de monitoreo dispuestas en los departamentos del Tolima, Caldas y Risaralda. Foto: Santiago Ramírez.
  • Los niños ayudan en las labores de ordeño. La venta de queso a los turistas que van al Machín es la principal fuente de ingresos de la familia Rodríguez. Foto: Santiago Ramírez.
    Los niños ayudan en las labores de ordeño. La venta de queso a los turistas que van al Machín es la principal fuente de ingresos de la familia Rodríguez. Foto: Santiago Ramírez.
Etcétera | PUBLICADO EL 18 febrero 2024

En el volcán: la vida en el cráter del Machín

Considerado por los expertos uno de los volcanes más peligrosos de Colombia, el Machín es el escenario de la lucha de la familia Rodríguez por la supervivencia y por conservar la propiedad de la finca La Secreta.

“Y ruge y tiembla la tierra / se oyen trenes por debajo / Y yo parado en el morro miro pa arriba y pa abajo”.

Ya se nos torió el Machín, canción de José “Boyaco” López, interpretada por el Cuarteto Carnavaleño.

En la cresta del camino de herradura un aviso del gobierno marca el punto de la zona wifi. Anderson Rodríguez —moreno, barba de pocos días, en la mitad de los treinta— saca del bolsillo del jean un celular con la pantalla rota. Sostiene el aparato con la mano de la rienda mientras en el hombro de la otra carga el equipaje. Mi caballo transpira, palpo su cuello: los músculos están tensos y húmedos. Pasamos por el lado de la escuela de la vereda Cabañas, corregimiento de Toche, Ibagué. En tiempo escolar una profesora imparte allí las clases de primaria para once niños de diferentes edades. Ahora no hay nadie.

— Hasta aquí hay señal del celular. Más allá se pierde—, dice Anderson.

— Ah, por eso llamé muchas veces a don Genaro y nunca contestó.

— Llevamos dos semanas sin señal y dicen que la ponen en quince días.

— ¿Usted estudió en esa escuela?

— En el tiempo de nosotros no nos mandaban a la escuela. Yo aprendí a leer ya viejo.

— ¿Ya llegamos al volcán?

— No, todavía falta.

El Machín se alza en la margen oriental de la cordillera Central de Colombia. Ibagué está a diecisiete kilómetros del cráter del volcán mientras que Cajamarca está a seis. Armenia está un poco más lejos: a treinta y dos. La distancia con Bogotá es de ciento cincuenta kilómetros. La ciencia lo considera un volcán activo porque cumple con tres de los cuatro requisitos de una clasificación internacional adaptada por el Servicio Geológico Colombiano. A saber: tuvo actividad eruptiva en los últimos 10.000 años —la última del Machín data de hace 800 años—, su morfología está bien conservada y, además de tener fuentes termales y fumarolas, en él se registran sismos frecuentes.

La amenaza del Machín cubre a 26 municipios de cuatro departamentos, en los que viven alrededor de 800 mil personas. Además de las pérdidas humanas, una erupción suya traería consigo la desaparición de Cajamarca —un municipio de 20 mil personas aproximadamente— y provocaría un infarto del comercio nacional: en cuestión de minutos, la Autopista Panamericana y el Túnel de la Línea— el segundo más largo de América Latina —serían cubiertos por nubes incandescentes compuestas por cenizas, gases y fragmentos de rocas. Esto en el peor de los casos. Por si fuera poco, los lahares —corrientes de lodo, arena, limo y agua, que alcanzan velocidades de decenas de kilómetros por hora y que sepultaron a Armero cuando la erupción del volcán Nevado del Ruiz en 1985 provocó la muerte de más de 20 mil almas— podrían llegar a Espinal, Guamo y Chicoral.

Pasan treinta minutos en los que la respiración se acompasa al golpe de los cascos en las piedras y a los resoplidos del animal. Los caballos se internan por un sendero flanqueado por alisos: el follaje tamiza el sol de las dos de la tarde. Anderson dice que estos eran potreros de pastoreo. Allí, ahora respiran los árboles sembrados por CorTolima, la autoridad ambiental de esta parte de Colombia. Luego de una curva del camino, unos caballos de crines largas corren hacia nosotros. Anderson no se inmuta, yo finjo serenidad. Al final se desvían hacia un recodo de la montaña. Seguimos en silencio. De un momento a otro los cerezos desaparecen, adelante se extiende un potrero en el que hay troncos clavados a distancias regulares. Al fondo, la casa de un solo piso es un píxel del paisaje.

— ¿Esa es?

— Sí, esa es.

— Entonces, ¿ya estamos en el volcán?

— Sí, señor. Ya estamos en el Machín.

En las doce páginas de la guía del Machín, hecha por el SGC, se responden las inquietudes usuales de la gente: cuál es el área de influencia del volcán, cuál es su estado actual, cuánto tarda el magma en salir a la superficie. Cada una de esas preguntas las resuelve el documento con un lenguaje técnico. Sin embargo, hay una respuesta en la que la prosa cambia. Lo hace en la que trata de resolver el enigma de por qué viven personas tan cerca del volcán. En el cráter, para ser preciso.

Llegamos a la cerca de madera. Anderson se apea del caballo y conduce el mío a la entrada. Amarra el lazo en un tronco. Mientras bajo de la bestia, dos niñas salen de los cuartos, caminan hasta nosotros, saludan a Anderson. Le dicen “Tocayo”. Un pastor alemán viene detrás de ellas: es un saco de pellejo y huesos, que olfatea a los recién llegados. Una vez ha saciado la curiosidad, da la espalda, se acuesta en la sombra del alero, al lado de los patos. En este punto siento el cansancio de las casi dos horas de viaje por trocha de Cajamarca a Toche en camioneta y de la hora y media a lomo de bestia de Toche al cráter del Machín.

La casa de La Secreta se levanta justo en el cráter del Cerro volcán Machín, ubicado a más de cien kilómetros de Bogotá. Foto: Santiago Ramírez.
La casa de La Secreta se levanta justo en el cráter del Cerro volcán Machín, ubicado a más de cien kilómetros de Bogotá. Foto: Santiago Ramírez.

2.

— Cada rato la gente me pregunta cómo es vivir en un volcán—, dice Genaro Rodríguez Bustos recostado en uno de los postes de los linderos de su finca La Secreta.

— ¿Y usted qué les dice? — le pregunto mientras compruebo la firmeza de los clavos que sostienen mi carpa.

— Que es bueno vivir acá. Me preguntan si no me da miedo y les respondo que siempre da miedo, pero uno se acostumbra.

Las nubes pasan del blanco al azul oscuro. Reviso el celular: son más de las seis de la tarde. Me pongo de pie. Miro a Genaro: un setentón de 1.64 metros, enfundado en una camisa vino tinto, un jean oscuro y una chaqueta café de cuero sintético. Tiene puesto un sombrero blanco y lleva una toalla verde en el hombro derecho. A pocos pasos de él, tocayo mueve una cajita de madera llena de granos de maíz. Estamos en un potrero que hace las veces de zona de camping, a menos de cien metros de la casa de paredes blancas en cuyos cinco cuartos de puertas rojas despintadas duermen Genaro, tres de sus hijos, la mujer de uno de ellos y cuatro nietos. Una vez nos cercioramos de que la carpa soportará los vientos caminamos rumbo a la casa. Genaro aprovecha un claro en las nubes y señala un punto en el horizonte:

— Casi todas las mañanas en la parte de allá se ve el Nevado del Tolima. Acá nos despertamos con ese vecino—, dice, dándole la espalda a uno de los domos del Machín.

Estamos a 2,750 metros sobre el nivel del mar. A lo lejos, en lo alto de la montaña, un trozo de escarcha brilla con timidez. Tocayo apresura el paso, entra en el cuarto en el que Yadira Vera, su cuñada de 22 años, con trozos de leña aviva la candela de la cocina. Genaro y yo caminamos despacio. Me cuenta que llegó a esta finca hace más o menos cuarenta años, recién casado y sin hijos. A principios del decenio de los ochenta, José Irán Rengifo lo puso al frente de la administración de sus tierras y del cuidado de los animales. Trabajó con él hasta la muerte de este en 1988. Luego siguió el contrato verbal con la viuda y los herederos del patrón. Las cosas se mantuvieron así hasta que estos le propusieron un negocio.

— Ellos me preguntaron que qué prefería: una plata o un pedazo de tierra. Yo me dije: la plata me la como y me la bebo. Junté unos ahorritos y compré en 2011 del portón para acá—, dice, se detiene a un lado de la casa, se limpia las manos con la toalla.

— ¿Ya sabía que esto era un volcán?

— La gente sí hablaba del Machín, pero uno no entiende bien esas cosas. Hablemos en plata blanca: a esto se le paró bolas de 1985 para acá. Allá se instalaron unos instrumentos potentes—, dice, al tiempo que apunta con la mano hacia una parte de los potreros que en este instante es un trozo de penumbra.

Genaro habla de la brega para traer el agua a la finca y de las obras para levantar los postes de la energía eléctrica. No alude a fechas exactas: relaciona los acontecimientos con el nacimiento o la altura de alguno de sus hijos. “Cuando llegó la luz el mono estaba muy pequeño... el agua la trajimos cuando Guillermina estaba chiquita”, dice. Cuenta que un grupo de vecinos, del que hace parte, contrató una máquina para aplanar la vía. El trabajo llegó hasta cierto punto porque el bolsillo no dio para más. Veo a tocayo darle de comer a unos pollitos anidados en las plumas de una gallina amarrada con una cabuya a un palo del patio. Le pregunto a Genaro porqué tienen así al animal.

— Él la amarra para que no se vaya pa’l monte. Allá se le pierdan los pollitos. Por aquí hay mucho gavilán. Venga, vamos a la cocina.

Pasamos por un lado de Tocayo. Le pregunto por los pollitos. Los cuenta una, dos veces. Al final dice que tiene seis. Estos copitos de algodón tendrán en ocho meses espuelas y picos afilados para medirse con otros bravos en las galleras de Toche, de Cajamarca o de Ibagué. Mientras voy a la cocina tocayo dice que en tierra fría los gallos se demoran más en estar listos. Genaro se ríe. Tocayo es el bromista de la familia. Suelta los chistes con voz seca, la misma que utiliza para hablar de los potreros o del caballo. Esto lo supe hace medio día, cuando nos encontramos en Toche. Con el pie en el estribo le pregunté el nombre del caballo al que me trepaba. Respondió que se llamaba Volador, porque “le gusta correr”.

En el interior de la cocina, bajo una luz amarilla, están otros hijos de Genaro: Lisandro, un treintañero rubio y silencioso, y Julián, un niño al borde de la adolescencia. También están ahí el hijo de Tocayo —Felipe— y las hijas del Mono —Fernanda y Emily—. Yadira mueve las ollas y alista los platos para servir la comida: una abundante ración de arroz con huevos fritos, sopa de papa y aguapanela con queso. Los niños comen en tazas o pocillos. Los demás se sientan con los platos en tablas laterales, dispuestas a modo de butacas. Me uno al grupo. El celular de Yadira reproduce la voz de un mexicano que canta: “Que levante la mano el soltero feliz/ El que duerme con una y despierta con otra/ El que llega a su casa a la hora que quiere/ Al que no lo regañan, al que no le revisan el celular”.

— ¿Ustedes siempre han sabido que viven en un volcán? —, les pregunto para romper el silencio.

— Nosotros siempre hemos estado con los geólogos—, dice tocayo. Él y su hijo han vivido por temporadas en el pueblo y por lo mismo tienen menos líos para hablar con extraños. Por el contrario, el Mono y Julián no dicen nada, salvo que se les hable directamente.

— En Cajamarca me dijeron que allá se dieron cuenta del Machín en 2008, más o menos—, digo, después de morder un trozo de queso.

— Nosotros siempre hemos sabido del volcán. No sé por qué en el pueblo dirán eso. Tan acostumbrados estamos a los geólogos que uno le propuso a mi papá que me llevaba con él para darme estudio—, dice tocayo.

Los demás ni lo miran: están familiarizados con la historia. Genaro ha salido de la cocina, busca en su cuarto los bocadillos que sus nietos le pidieron para acompañar el queso. Tocayo aprovecha la ausencia para hacer chanzas de la mala suerte que tuvo al no irse con el geólogo para la ciudad. De haber sido otro su destino, leería de corrido y escribiría con letra clara. Tal vez sería un geólogo. O un funcionario público, para no trabajar y aun así cobrar harta plata, dice. Al menos habría terminado el bachillerato. Su hijo lo mira y cuenta:

— En la escuela nos preguntaron a todos qué queríamos ser. Yo respondí que quiero ser veterinario.

— Tocayo, deje me llevo a su hijo y le doy estudio —, digo. Ambos me miran, miden la propuesta, la descartan de inmediato.

— Emily dijo que quería ser doctora de personas— , continúa Felipe. —Julián no sabe qué quiere ser. Y Fernanda dijo que quiere ser vaquera—, concluye. Las risas tapan la voz del colombiano que canturrea: “Me gusta la farra/ las mujeres buenas/ vivir con amigos/vaciando botellas”. Fernanda se sonroja al saberse el blanco de la atención de todos. Mastica las puntas de un mechón de su cabello y se tapa la cara con las manos. Lleva puesto un saquito rosa con la cara de Minnie Mouse estampada en la parte delantera.

— ¿Qué tiene que hacer el pelado para ser veterinario? ¿Eso es muy caro? —, pregunta Tocayo, sin apartar la vista del celular en el que Julián juega una partida de billar.

— Debe ser muy buen estudiante. Y sí, deben pensar en la plata para el arriendo y la comida en Armenia o en Ibagué o en Manizales —, digo.

— La profesora me felicitó, pero también dijo que debo aprenderme de memoria las tablas de multiplicar—, dice Felipe. Se quita las pantaneras: estira y contrae los dedos de los pies.

— ¿Todos ustedes ganaron el año? —, digo y pongo los platos vacíos en el mesón de la cocina.

— Todos, menos Fernanda. Esa china tiene ocho años y sabe más la hermanita... A ver, Emily, ¿usted cuantos años tiene?—, suelta Felipe de un tirón.

Una rubiecita con una ruana rosa de Hello Kitty muestra su mano derecha con los dedos extendidos. Todos la aplauden. Cuando la charla cambia de tema, Emily se sienta a mi lado. Sobre el asiento dibuja las vocales con el cordón de un zapato. Las a y las í le quedan perfectas. No pasa lo mismo con las e. Salgo de la cocina, veo la bandera blanca de la Virgen del Carmen, que tiene pegadas con cinta en sus puntas flores de cartucho. Es ocho de diciembre y la familia prenderá las velas de la festividad.

Camino a la carpa, miro de soslayo el domo del Machín. En el mapa de amenaza de este volcán el peligro está representado por los colores rojo, salmón y naranja ocre. La imagen tiene dos bloques: la parte que se expande por el Quindío y un pedazo del norte del Valle del Cauca tiene la forma del ojo humano; el otro lado —el del Tolima y Cundinamarca — no tiene una silueta reconocible. Ambas zonas están unidas por un hilo rojo que va de Coello-Cocora a Carmen de Bulira.

No tardo en dormirme en el núcleo rojo del mapa. Cinco kilómetros debajo de la carpa está una de las dos cámaras magmáticas del volcán.

Desde hace unos meses, Felipe vive en La Secreta al lado de su padre, Tocayo. Una vez termine el bachillerato el niño quiere estudiar veterinaria. Foto: Santiago Ramírez
Desde hace unos meses, Felipe vive en La Secreta al lado de su padre, Tocayo. Una vez termine el bachillerato el niño quiere estudiar veterinaria. Foto: Santiago Ramírez

3.

Por estar en el itinerario del camino del Quindío —la vía que durante siglos unió a las ciudades de Ibagué y Cartago—, el Machín es mencionado con frecuencia en las crónicas de viajes y en las cartas de los naturalistas. En la lista de los viajeros que pasaron por él están el humanista alemán Alexander von Humboldt y el médico francés Aimé Bonpland. Muchos de los científicos que transitaron por aquí mencionaron las fuentes termales cercanas al volcán, sin embargo, ninguno lo catalogó como tal. Y no lo hicieron porque a simple vista el Machín parece un cerro más. En 1843, Pastor Ospina Rodríguez fue el primero en referir por escrito la presencia de un volcán en la zona del Alto del Machín, al menos así lo creen los historiadores locales. En la Gaceta de la Nueva Granada, Ospina Rodríguez relató su paso por un monte llamado por los lugareños Cerro de Humo, que él rebautizó como El Pijao.

Conozco dos versiones del origen del nombre del volcán. La primera proviene de la oralidad en tanto la segunda está descrita en los documentos. Según algunos habitantes del Quindío y del Tolima el nombre surgió de la palabra inglesa Machine —Máquina—, que habría sido usada para referirse a este cerro por un viajero decimonónico que cruzó el camino del Quindío. Lo habría hecho por los sonidos emitidos por el volcán cuando tiene actividad sísmica relacionada con la fractura de la corteza de roca. La otra alternativa enlaza el nombre con la palabra quechua machín, que equivale a mico en español. En el artículo académico El volcán Cerro Machín en el registro histórico, Tolima, Colombia, de Méndez et al. (2023) se da esta hipótesis como cierta. Además, se cuenta con una carta a favor: la presencia de monos (Cebus albifrons) en el Quindío y en la cuenca del río Toche.

4.

La trocha de ascenso al domo cercano a la casa de La Secreta pasa por un lado de dos palmas de cera y se interna en un relicto boscoso. A medida en que se sube los árboles pierden firmeza, los troncos se inclinan unos encima de los otros. Llevamos bordones improvisados para tantear la senda y evitar caídas. En un tramo la tierra tiene una consistencia acolchada. Ya arriba hay un pedazo de monte despejado: es justo la parte en la que salen los “humos”, compuestos por vapor de agua y dióxido de carbono. Genaro va adelante. La caminata de cuarenta minutos no le ha restado un ápice de energía. Se detiene en la mitad del claro e introduce el palo en una de las bocas de humo. La saca y me acerca la punta impregnada de tierra.

Toque. Está caliente , dice. Estiro la mano y percibo el calor desprenderse del bastón.

Una vez aquí no resulta asombroso que tantos exploradores hayan pasado por el Machín sin darle la categoría de volcán. La razón es simple: los domos de lava que quedaron de antiguas erupciones taponan el conducto volcánico. Salvo para un ojo entrenado, el paisaje no ofrece ninguna diferencia con el de las montañas adyacentes. Hay que conectar la salida de gases en los domos y la presencia de aguas termales en sus flancos para darse cuenta de la singularidad de este cerro. Esa característica del terreno es una de las causas por las que los expertos consideran al Machín uno de los volcanes colombianos de mayor peligrosidad. No son pocos los documentos que lo comparan con el Pinatubo, de Filipinas, cuya erupción en 1991 se convirtió en dato recurrente en la conversación de la comunidad académica. Un párrafo de un documento oficial del SGC deja entrever el sudor frío que correría por la nuca de las autoridades si el Machín se despierta del todo: “si el volcán Cerro Machín hace erupción habría muy poco tiempo para reaccionar, dado su alto nivel de explosividad”.

En los registros se cuentan seis erupciones del Machín durante el Holoceno —la actual época geológica—, cinco de las cuales han sido plinianas. La ciencia utiliza esta etiqueta para describir la emisión de columnas de gases que sobrepasan los veinte kilómetros de altura. Por obra de la gravedad, dichas columnas se transforman en lluvias de fragmentos sólidos de material volcánico. La más famosa de las erupciones plinianas fue la que en el siglo I d.C., sepultó a Pompeya bajo capas de ceniza y de piedra pómez. Esa catástrofe hace parte de la tradición literaria occidental en virtud del relato que hizo Plinio el Joven —de ahí viene el nombre— de los últimos días de la ciudad romana ubicada a poco más de veinte kilómetros de Monte Vesubio. Alejados del clasicismo, los lugareños emplean una imagen para explicarle al foráneo la naturaleza del Machín: comparan su erupción con la explosión de una olla pitadora. Ni más ni menos.

Desde este pliegue de la cordillera la casa se ve diminuta. Los gases blancos emanados por el domo se confunden con las nubes que pasan por las montañas. Después de unos metros el bosque vuelve a la normalidad. Nos escondemos entre el follaje mientras el fotógrafo Santiago Ramírez hace panorámicas del cráter con un dron. Le pregunto a Genaro a qué parte saldríamos si siguiéramos montaña adentro. Dice que por allá hay otra estación de monitoreo del SGC y otro campo fumarólico. Me cuenta del viaje que hizo con tres argentinas por esos senderos y del quebradero de cabeza en que se convirtió el paseo cuando una de ellas comenzó a quejarse de los desniveles del terreno. Me agacho. Con la palma de la mano toco el suelo: también aquí está caliente. Genaro se inclina, mete la mano en un hueco, la retira a los segundos. Se percata de que una planta diminuta crece en la entrada del agujero. La acaricia sin arrancarla.

— Mire los milagros de Dios: esta matica crece en un terreno tan difícil, tan caliente—, dice. Se levanta. Aprovecha la altura para mostrarme el filo de montaña y la quebrada que serían los límites de su propiedad.

— Unos abogados que se enteraron de mis problemas me dijeron: “Genaro, usted tiene más tierra de la que cree”. Les respondí que no quiero más problemas, que lo mío comienza del portón para acá. Si uno fuera gente de problemas reclamaría esa parte—, dice. El zumbido del dron hace que Genaro eleve la vista.

— ¿En qué momento comenzaron sus problemas?

— En el 2008 estuvo esto muy guapo: comenzó a temblar parejo como a las tres de la mañana. El volcán bujaba. La gente se asustó mucho. La llevaron al coliseo de Ibagué mientras se veía qué pasaba con el Machín. En ese tiempo mis hijos estaban pequeños: me quedé con ellos aquí. Los vecinos me llamaban para decirme que me fuera, que el volcán iba a explotar. No les hice caso. Unos geólogos me dijeron que las cosas iban a seguir así.

— ¿Y qué tiene que ver eso con el pleito por la finca?

— En ese momento el gobierno mandó a CorTolima a comprar las fincas del Machín. Ahí se despertó el hambre y se me dañó mi situación.

El dron se ha silenciado. Salimos del bosquecito. El fotógrafo aprovecha la vista para hacerle a Genaro unos retratos en los que los “humos” del volcán lo cubren a medias. Lleva una camisa de franjas oscuras y claras con destellos blancos. Tiene puesto el sombrero, pero dejó la toalla en la casa. Tras unos minutos, iniciamos el descenso. Genaro señala los rasguños en las cortezas de los árboles: nombres de turistas o corazones partidos por flechas. El resto del recorrido lo hacemos callados. Recostamos los palos en la base de la palma de cera. Salimos del monte. Genaro cuenta que sus hijos les sirven de guías a la gente que viene al Machín: la acompañan en esta travesía. Algunos visitantes piden ir a caballo, algo que se puede hacer solo un tramo. Él, por su parte, les vende a los viajeros el queso que preparan en la finca. En un cruce de caminos, Genaro nos dice que sigamos derecho. Toma otra dirección: va a mirar los cercados próximos a una pequeña laguna.

En el patio de la finca Emily y Fernanda juegan con unas barbies mientras Felipe le ayuda al Mono a bajar del lomo de la mula los bidones de la leche. Me siento junto a las niñas. Saco el celular para grabarlas. Ellas se dan cuenta, sueltan las muñecas y cambian de juego. Emily junta las manos y se las muestra a Fernanda.

— Abra el cofre—, le dice. La otra introduce los dedos en las manos de Emily y las separa.

— Saque la pistola—. Fernanda alarga el índice y el pulgar al tiempo que lleva al centro de su palma los demás dedos.

— Apunte arriba y dispare—.

— Pum—, dice Fernanda.

— ¿Usted quiere a Dios?—, pregunta, seria, Emily. Fernanda asiente.

— Entonces, ¿por qué lo mató?

Se ríen, me miran. Piden que les deje ver el video.

Genaro aparece de la parte de atrás de la finca. Trae papeles con las puntas dobladas. Me los pasa. En ellos se narra las querellas por estas tierras.

Desde hace cuarenta años Genaro Rodríguez Bustos vive en el cráter del Machín. Sin embargo, a pesar de tener papeles de propiedad del terreno, la justicia ha dicho que La Secreta no le pertenece. El campesino lucha por conservar la propiedad. Foto: Santiago Ramírez.
Desde hace cuarenta años Genaro Rodríguez Bustos vive en el cráter del Machín. Sin embargo, a pesar de tener papeles de propiedad del terreno, la justicia ha dicho que La Secreta no le pertenece. El campesino lucha por conservar la propiedad. Foto: Santiago Ramírez.

5.

Los hijos de Genaro conservan en sus celulares los videos grabados el 3 de febrero de 2023, fecha en la que un grupo de funcionarios de distintas dependencias estatales, bajo la dirección de una jueza, sacó las pertenencias de la familia de la casa de La Secreta. En los videos se ve a Genaro discutir con la jueza —contextura gruesa y mayor de sesenta años—, mostrarle carpetas con papeles, que la funcionaria recibió y, sin mirarlas, las puso en una mesa blanca. “¿Cómo atropellan a una persona y a una familia de esta forma con puras mentiras? Yo quisiera que hubiera una persona que me ayudara a leer esto”, dijo Genaro. La jueza respondió que él podía contratar un abogado. Además, dijo no conocer el proceso. “Eso es lo más triste en este país (...) eso es como yo mandar a un trabajador a hacer algo que no conoce. La persona que venga a hacerme esto debería conocer el caso, sería muy bonito”, dijo Genaro apoyado en la mesa.

La jueza iba de un lado al otro. Una mujer con gorra, camisa mostaza y lentes oscuros sostuvo a pocos centímetros de la boca del campesino un celular para grabar el alegato. La jueza se impacientó, llamó en voz alta a los representantes de CorTolima. Luego le preguntó a Genaro si él y sus familiares iban a empacar sus pertenencias o lo harían los funcionarios que la acompañaron a ella. Al final de la jornada, unos hombres vestidos de paisano derribaron a patadas la chambrana roja y abrieron agujeros grandes a las blancas paredes de madera. Esa noche los corotos de la familia Rodríguez fueron llevados a un cambuche vecino de la escuela veredal y los animales quedaron a la buena de dios.

El enfrentamiento en los tribunales entre Genaro —según él— y los herederos de Natalio Varón comenzó cuando un abogado lo citó en un café de Cajamarca para conminarlo a entregar la finca. Desde ese momento hasta ahora ha estado en duda la legitimidad de Genaro sobre esa tierra. En 2015, el Juzgado Primero del Circuito de Ibagué falló a favor de la contraparte y le ordenó a Genaro la devolución de la finca. En opinión de los abogados Héctor Pedro Lamar y Jorge Hernán Palacio, esta sentencia se dio por la negligencia del abogado que en ese tiempo estaba al frente de la defensa de Genaro. “Actuó con mala fe y temeridad, guardando silencio a través del decurso procesal”, dijo Lamar vía telefónica. Genaro no pudo aportar los documentos y testimonios a su favor ni desmentir el relato que lo acusó de tener la finca por la presión del Frente 50 de las Farc.

Las veces que me habló del caso Genaro se nubló con la tristeza y el asombro de quien está más familiarizado con la siembra y el ganado que con los habitantes de la ciudad. En no pocas ocasiones, las charlas en apariencia más distantes al pleito desembocaron en una alusión a los juristas, a las demandas, a las idas a los juzgados de Ibagué para entregar un papel o para asistir a una cita con un abogado. Incluso, cuando le pregunté por sus dos matrimonios y por sus hijos, dijo que en parte su segunda esposa se fue de la casa por los problemas familiares que comenzaron con la puesta en vilo de la propiedad. Otra vez le pregunté por la bandera de la Virgen y me dijo que él ya no es católico. Asiste a los servicios religiosos en la Iglesia Universal de Jesucristo, a la que llegó en la época inicial de la disputa. A él lo desvelan los litigantes, los jueces, los documentos que no comprende del todo. El Machín no le quita el sueño.

Estos potreros adquirieron relevancia con el incremento de la actividad sísmica del Machín y la orden del gobierno nacional a CorTolima de comprar los terrenos del cráter. Seis de los siete predios ya son de la entidad pública. Solo falta La Secreta.

6.

— ¿Y ustedes cómo volvieron a la casa?—, le pregunto a Genaro después de devolverle los documentos.

— A esto no le pusieron vigilantes, entonces los muchachos venían a darle vuelta a los animalitos. Yo sí estuve en Cajamarca, buscando un abogado. En el cambuche junto a la escuela todavía hay cosas de la casa— dice, con la mirada fija en el portón de la finca.

Miro en esa dirección: un grupo de caminantes con camisas negras pasa la puerta. Los visitantes se esparcen por los potreros, se toman fotos junto a la laguna o a un lado de la piara de cerdos negros que husmea en los matorrales. Una mujer de cuarenta años — la guía — camina con resolución a la casa. A los pocos metros de la cerca de madera saluda a Genaro por su nombre, dice venir de parte del dueño de un restaurante de la zona de los termales. Los demás caminantes se acercan, también saludan. Genaro deja los papeles en una mesa, los invita a seguir y les pregunta si quieren aguapanela con queso. La gente entra en el patio, toma asiento en unos troncos de madera. Les arrojan trozos de pan o migajas de tostadas a las gallinas y a los patos, que pronto se arremolinan a sus pies. Emily sale del cuarto, se sienta a mi lado. Pregunta qué lleva en el cuello una mujer que por miedo a los animales se quedó en la entrada.

En lugar de responderle, le hago gestos a la mujer para que se acerque. Apenas ella lo hace le pido que le preste los binoculares a la niña. Ella sonríe, se los pasa a Emily, le enseña a modular los lentes. A más de doscientos metros de distancia, próximo a la zona cercada en cuyo interior están los instrumentos de medición junto a una roca con las letras SGC pintadas con aerosol blanco, el Mono revisa las patas de un pony. A su lado, Julián sostiene la rienda. La niña apunta hacia allá: se asombra de ver a su padre y a su tío al alcance de la mano. Baja los binoculares, llama a Fernanda. La hermana sale del cuarto, viene hacia nosotros. También mira por los lentes y comparte la sorpresa de Emily. Le devuelve los binoculares a la mujer. La guía se despide de Genaro y comienza el regreso. Los demás la siguen. La de los binoculares les dice adiós a las niñas.

Al rato una camioneta gris pasa por el portón, pero en lugar de tomar las huellas que conducen a la casa se dirige a la parte de los instrumentos. Cuatro hombres se bajan del carro: tres abren una puertecita y comienzan la inspección de las máquinas mientras el cuarto camina a la casa. Se trata del conductor del equipo, un tipo de tez morena que saluda a Genaro con familiaridad. Yadira le ofrece aguapanela con queso. Le digo a Genaro que iré a conversar con los técnicos. Me acompaña. Pasamos por los potreros de las vacas y los terneros. Unos caballos espantan con golpes de cola las moscas, pastan al sol. Llegamos a la puertecita metálica. Saludo, digo que soy un periodista que está de visita en la casa de Genaro. Me dejan entrar, suspenden las labores para responder mis preguntas. Me dicen que los aparatos miden las deformaciones del terreno, las emisiones de los gases y registran la actividad sísmica. Esos datos se envían en tiempo real al Observatorio Vulcanológico y Sismológico de Manizales, donde geólogos están pendientes de los signos del Machín las 24 horas.

— En caso de una erupción, ¿cuánto tiempo tienen Genaro y su familia para salir de aquí?

— De haber una erupción ellos no deberían estar aquí. Apenas el volcán pase a alerta naranja ellos deberían ser evacuados—, dice el más veterano de los técnicos.

— ¿Y cuáles son las rutas de evacuación desde aquí?

— Hay varias. Genaro debe conocerlas. A ver, Genaro, ¿cuáles son las rutas de evacuación de ustedes?

— Eso depende del viento. Apenas salga el humo uno debe ir en la dirección contraria al viento—, responde.

Los técnicos intercambian miradas. Uno de ellos le pide a Genaro que lo deje montar al pony. Comienza la sesión de fotografías.

Los técnicos del SGC recorren las estaciones de monitoreo dispuestas en los departamentos del Tolima, Caldas y Risaralda. Foto: Santiago Ramírez.
Los técnicos del SGC recorren las estaciones de monitoreo dispuestas en los departamentos del Tolima, Caldas y Risaralda. Foto: Santiago Ramírez.

7.

Cargada con dos cantinas lecheras, la mula desciende la cuesta. Los demás — el Mono, Felipe, Fernanda, el fotógrafo y yo — la seguimos. El animal desfila por un sendero que pasa por entre rocas enterradas a medias en la falda de la montaña. Felipe lanza el lazo sobre cualquier cosa y lo recoge con rapidez. Fernanda va a mi lado: una de sus botas tiene un agujero en la parte de los dedos.

— ¿Y dónde están su sombrero y sus pistolas?

— ¿Qué?—. Se muerde los dedos.

— Los vaqueros tienen sombreros, pistolas, cigarrillos.

— No, yo no quiero ser una vaquera de esas.

Mira al Mono que, adelante, acaricia a la mula. Al sentirnos, las vacas se levantan, mueven las cabezas. Encerrados en un corral de piedra, los terneros mugen mientras Felipe quita una guadua de la puerta. Salen en tromba, pero se detienen ante el cerco de alambre de púas. El Mono baja una de las cantinas del lomo de la mula y entra al potrero de las vacas. Escoge una, le palpa el costado y, con un movimiento de cabeza, le da la señal a Felipe, que no le ha quitado los ojos de encima. El niño busca un ternero, lo enlaza, lo acerca a la vaca. Los animales se reconocen, se mueven nerviosos. El ternero se inclina, con la cabeza golpea las ubres y mama de ellas. Felipe manea la vaca. Luego, quita al ternero. En ese instante el Mono acerca la cantina y comienza el ordeño.

— ¿Esto lo hacen todos los días?

— Sí, en la mañana las ordeñamos y en la tarde hacemos los quesos—, dice el Mono.

— ¿Siempre le ayuda Felipe?

— No, él viene cuando no va al colegio. En esos días me toca el trabajo solo.

— Además, antes yo vivía con mi mamá en Ibagué, ¿cierto, tío? –, mete la cucharada el niño.

El ritual del ordeño se repite con cada ternero. Fernanda corretea con los animales. Poco antes Genaro me contó que la mamá quiere llevársela para otra finca. Yadira y la mamá de las niñas son hermanas. De un anterior noviazgo, Yadira tiene dos hijos, uno de ellos un bebé que mantiene dormido en uno de los cuartos de La Secreta. Lo he visto dos o tres veces en el corredor, gateando cerca del pastor alemán mientras Yadira prepara los alimentos del día. Cuando se cruzan con él, los hombres de la finca se agachan, dulcifican la voz, lo cargan, le pellizcan suavemente los cachetes. Le limpian los mocos con la camisa.

Salvo uno, el más pequeño y flaco, todos los terneros están satisfechos. Cada intento suyo de acercarse a las ubres ha sido repelido con cabezazos y mugidos. El Mono vierte litros de leche en un balde. El ternero la bebe en pocos minutos. Mientras lo vemos con la cabeza metida en el balde, el Mono me cuenta que lo compraron meses atrás en la feria de Cajamarca. Por eso ninguna madre se hace cargo de él. El animalito lame los rincones del recipiente, levanta la cara, corre a donde los otros terneros pastan, a pocos metros de las vacas.

La mula trepa la cuesta con las cantinas rebosantes. Felipe y el Mono le siguen el ritmo. Fernanda camina a mi lado. Pregunta cuándo me voy. Le respondo que después del almuerzo. Vuelve a morderse los dedos. Llegamos. Tocayo y Felipe preparan los caballos del regreso a Toche.

Los niños ayudan en las labores de ordeño. La venta de queso a los turistas que van al Machín es la principal fuente de ingresos de la familia Rodríguez. Foto: Santiago Ramírez.
Los niños ayudan en las labores de ordeño. La venta de queso a los turistas que van al Machín es la principal fuente de ingresos de la familia Rodríguez. Foto: Santiago Ramírez.

8.

Reparo en los avisos al borde de la trocha. Uno muestra un mapa descolorido de la vereda, atravesado por flechas que marcan las vías de evacuación. La maleza y el trote de la yegua no me dejan ver con claridad las indicaciones. Sin embargo, recuerdo escucharle a un líder de Cajamarca que los caminos de huida del volcán son el que pasa por Toche y llega a Salento, Quindío, y el que por Juntas concluye en Ibagué. Ambos son trazados de difícil tránsito. Algunos caminantes que los han recorrido dicen que el tiempo para hacerlos supera las seis horas. Esa marca del cronometro la tiene gente con buen estado físico, que va sin niños ni ancianos.

Toche está en los límites entre Cajamarca e Ibagué. A pesar de vivir en un corregimiento de la capital del Tolima, la gente de allí vende en Cajamarca sus cosechas y compra las remesas y las ropas. Esa conexión se nota en la frecuencia con la que la empresa de transporte de la zona despacha camionetas y jeeps de Cajamarca a Toche: de lunes a sábado el horario va de las seis de la mañana a la seis de la tarde, saliendo la línea —el vehículo en turno— cada dos horas. Los domingos el horario es azaroso.

Según uno de los conductores, un cajamarcuno que no ha vivido en otra parte, las montañas de Cajamarca y Toche producen a la semana tres mil bultos de arracacha y dos mil de frijol. La mayor parte de esos alimentos termina en las plazas de mercado de Bogotá, Cali y Medellín. No en vano este pedazo de la geografía nacional es conocido por propios y extraños como la dispensa agrícola de Colombia. La riqueza de las tierras de Cajamarca es el resultado de las erupciones del Machín. Sin el volcán estos terrenos no serían tan fecundos. Tan peligrosos. Pasa lo mismo con las parcelas del Cotopaxi, del Popocatepelt, del Galeras.

Ya en Cajamarca, Santiago y yo nos enteramos de que las empresas de transporte no venden tiquetes ni para Ibagué ni para Armenia después de las ocho de la noche. A esa hora el viajero debe pescar un puesto en alguno de los buses enormes que cruzan la Línea.

9.

Ubicada en el tercer piso de un edificio de Chipre, la sala de monitoreo del Observatorio Vulcanológico y Sismológico de Manizales recibe las señales de las 42 estaciones dispuestas en 13 de los 25 volcanes activos de Colombia. Sentado frente a una constelación de pantallas –dos de computador y doce de televisor–, un geólogo mira las líneas, los colores, los números. Detrás suyo, en un pequeño tablero de acrílico, están escritos los teléfonos de la Aeronáutica, de la oficina del Ideam en El Dorado, de las estaciones de bomberos de Armero y de Manizales. En la mesa contigua, Lina Marcela Castaño, la líder técnica del Observatorio, mueve el mouse para mostrarme la cantidad de veces que tembló en el Machín desde el 1 de enero hasta el 23 de diciembre de 2023. Del primer piso llegan unas voces que cantan: “Ven, ven, ven. Ven a nuestras almas, niñito...”.

— Según estos datos, en el Machín tembló 3.253 veces. De esa cantidad los instrumentos localizaron 719 sismos.

— ¿Y cuántos sintió la gente?

— Eso depende de la profundidad y de otros valores. Pero, más o menos, la gente sintió 12.

Al lado de las pantallas hay una colección de piedras volcánicas. Más allá una puerta da a una terraza desde la que se divisa Manizales. El observatorio ocupa los tres niveles de la casa: en sus corredores y en los tramos de las escaleras penden fotografías de volcanes. En esta sede trabajan alrededor de cincuenta personas, treinta de ellas en los asuntos técnicos del monitoreo y del diseño de los mapas de amenazas. Una de las dependencias más robustas es la que supervisa la actividad sísmica de los volcanes. El grupo se compone de seis geólogos repartidos en tres turnos diarios. El que abre la jornada comienza a las seis y media de la mañana y va hasta la una de la tarde. El segundo inicia a la una de la tarde y concluye a las ocho y media de la noche. El último se extiende desde esa hora hasta las seis de la mañana. Aunque dice que no le gustan las metáforas en estos temas, Lina Marcela usa una para hacerme entender el valor del seguimiento de los sismos volcánicos. Dice que con esa estrecha vigilancia se “les mide el ritmo a los volcanes”. Las voces de abajo cantan: “Tres reyes vienen también / con incienso, mirra y oro / A ofrendar, a Dios, su bien / como el más grande tesoro”.

En líneas gruesas, existen tres tipos de sismos: los tectónicos, los volcánicos y los plutónicos. Los primeros tienen origen en las deformaciones de la corteza terrestre. Los segundos están asociados con los movimientos del magma por los conductos del volcán. Y los otros surgen de las profundidades de la Tierra. Siendo así la cosa, la actividad sísmica en los volcanes activos es un rasgo de su naturaleza. En el Machín se da un fenómeno que los expertos llaman enjambre sísmico. Como su nombre lo deja intuir, este consiste en la ocurrencia de muchos temblores de tierra en un área concreta en un periodo relativamente corto. Esto fue lo que ocurrió en noviembre de 2008, cuando los campesinos de las veredas próximas al cráter alertaron a las autoridades por la alta cantidad de sismos que sintieron. Desde entonces el Machín está en el radar de la prensa y del público general.

— La gente del Machín es muy juiciosa: cada rato nos llama para preguntarnos por los temblores... Mire, mire, recibimos una señal del Ruiz—, dice Lina Marcela mientras señala con su mano derecha una de las pantallas.

El geólogo confirma que se trata de una señal de fluidos. En unos programas computacionales revisa la dirección y la fuerza del viento para decidir si hace la notificación aeronáutica. En cuestión de minutos, de las entrañas del Ruiz, saldrá una nube de ceniza.

— El tránsito de fluidos genera una vibración, que es detectada por nuestros instrumentos—, explica Lina Marcela. Se pone de pie, se acerca a los monitores.

— Hay que mirar la dirección de los vientos.

El geólogo afirma que los vientos están muy bajitos, que la ceniza se quedará en el cráter. En otra de las pantallas aparece la columna de ceniza. No veo diferencias entre ella y las nubes que orlan la cima del Ruiz.

— ¿Qué altura tuvo?

— Mil doscientos metros sobre el cráter, Marce—, responde el geólogo.

— ¿Cada cuánto ocurren estas señales de fluidos?

— Uff, todos los días. Unas dos o tres veces al día—, dice Lina Marcela.

Sin apartar la mirada de la pantalla, Lina Marcela habla de la importancia que tuvo para la geología colombiana la erupción del Ruiz en 1985. Dice que en la época de la tragedia el gobierno colombiano no contaba con un sistema para la detección y la gestión de los riesgos volcánicos. Los instrumentos de medición eran pocos, rudimentarios y estaban en manos de empresas privadas o de comunidades religiosas. La catástrofe de Armero aceleró la creación de los tres observatorios vulcanológicos y sismológicos que hay en Colombia. Los otros están en Popayán y Pasto. En estos años ha sido tal el desarrollo de la ciencia nacional que— según Lina Marcela— el gobierno de Chile buscó a científicos colombianos para que diseñaran y montaran el sistema de monitoreo en ese país. Miro las pantallas.

— ¿Y si esto pasara en el Machín...?—, dejo la inquietud en el aire.

— Uyyy, nos asustaríamos mucho. Si hay sismicidad por fluidos en el Machín la cosa está bien grave .

— ¿Por qué si el Machín y el Ruiz están en alerta amarilla puede haber fluidos en el Ruiz y en el Machín no?

— Por el tipo del volcán que es el Machín. Si una cosa como esta pasa en el Machín de inmediato hay que estudiar el paso a la alerta naranja— , dice.

— ¿Quién decide el paso de un color a otro?

— Se hacen consultas a los expertos de los observatorios del país. Si no hay un veredicto claro se consultan a expertos internacionales.

— Sí, pero ¿quién toma la decisión final?

— Una vez se tiene la información completa la decisión la toma nuestro pluma blanca, el doctor John Makario Londoño, el director de geoamenazas del SGC.

Sigo con los ojos en la pantalla, los indicadores han vuelto a la normalidad.

— Debe ser muy difícil tomar esa decisión de pasar de un color al otro. Hay muchas cosas en juego.

— Nosotros tomamos la decisión de una forma técnica. Vivir en un volcán activo es una condición de riesgo extrema, de adrenalina a tope.

Los colores verde, amarillo, naranja y rojo son la herramienta pedagógica de los geólogos para explicarle a la gente los niveles de alerta volcánica. Un volcán representado con el verde es uno en reposo, con registros estables de sismicidad y emisiones de gases. Uno graficado con el amarillo presenta un aumento significativo de las variables de medición. El naranja marca el momento de las decisiones: en este peldaño cromático las poblaciones próximas al volcán deben ser evacuadas. El rojo es la cima del peligro. Desde el año en que se instalaron los primeros instrumentos de medición —1989— hasta el 2006, el Machín fue un volcán verde. De ahí a esta fecha ha estado en el nivel amarillo. De pasar a naranja, el tiempo de respuesta para mover a las personas afincadas en las franjas aledañas al cráter iría de unas cuantas horas a cuatro días.

De camino a la salida del Observatorio, Lina María saluda a los funcionarios que rezaron la novena de aguinaldos. Se detiene en la puerta de una oficina del primer piso, charla con alguien que está dentro. Hablan sobre las fechas de descanso y los planes navideños. Se despide, me acompaña a la entrada. En la calle pregunta si todo quedó claro. Dice que si quiero hablar de los riesgos del Machín ahí está la oficina de otra científica. Le agradezco el tiempo, declino la invitación. Me cuenta que a mediados de 2024 el SGC publicará otro mapa de amenaza. Este tendrá los hallazgos recientes de los geólogos. Es probable que el gráfico incluya a Ibagué en el área de influencia del volcán.

10.

Como todo en la naturaleza, los volcanes cumplen tareas precisas. Entre sus funciones están la liberación de gases que influyen en la atmósfera, la modificación de los paisajes y la creación de rocas. Aunque no es preciso decir que estén conectados con el centro de la Tierra, sí son un recordatorio de que debajo de la aparente inmovilidad de la corteza terrestre hay fuerzas en movimiento que lo transforman todo. Lo que fue no siempre será y lo que será está en lo que es. Las cosas permanecen durante siglos en el mismo estado y cambian en un abrir y cerrar de ojos.

Después de la visita al Machín, hablé por teléfono con Guillermina Rodríguez, otra hija de Genaro. Ella vive con sus hijos en una finca cercana al casco urbano de Cajamarca. Me dijo que una juez le quitó al Mono la custodia de Fernanda y Emily. Según el relato que hizo, la mamá se las llevó para otra vereda y las dejó a cargo de un señor. Después, conversé con el abogado Héctor Pedro Lamar, quien prepara un recurso legal para devolverle a Genaro la propiedad de La Secreta. Durante cuatro decenios, la familia Rodríguez ha vivido en este vértigo quieto. Quieren seguir sobre la tierra caliente que tapona el conducto de un volcán, atareados en las labores de ordeño y cultivos de pancoger. Una vida en el filo de la supervivencia.

Ángel Castaño Guzmán

Periodista, Magíster en Estudios Literarios. Lector, caminante. Hincha del Deportes Quindío.

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