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Ilustración Elena Ospina
El año que se perdió
Enero nos trajo la variante gamma del coronavirus y diciembre se despidió con la variante ómicron, que causó la sexta ola de la pandemia. Durante los diez meses intermedios, se enfriaron y se volvieron a poner al rojo vivo las restricciones y las obligaciones; nos olvidamos durante algunas semanas de la emergencia sanitaria y volvimos a sentirla como una segunda piel; pensamos que ya no nos contagiaríamos y nos contagiamos, no obstante, o se contagiaron nuestros amigos íntimos o nuestros familiares. El ritmo de 2021 fue el del vaivén. Su lógica, la del eterno retorno.
Esa sensación de insistencia, de variantes y regresos, también recorrió la producción cultural y tecnológica del año. En enero Wikipedia cumplió dos décadas de vida, para recordarnos que sigue sin existir en internet un proyecto con voluntad de servicio público a su altura moral ni con su penetración en la conciencia colectiva. Por suerte encuentra el modo de sobrevivir en un mundo dominado por corporaciones privadas. Compañías que no cesan de lanzar al mercado nuevas versiones actualizadas de los mismos programas y los mismos dispositivos que dominan el mercado también desde hace cerca de veinte años.
En ese panorama en que todo cambia mínimamente para que todo siga igual hay que entender el anuncio que hizo a finales de octubre Mark Zuckerberg. En una película de alto presupuesto disfrazada de presentación, el tecnólogo multimillonario inauguró la nueva era de Meta, esa macroempresa que quiere apropiarse del Metaverso, al tiempo que borra la mala imagen de Facebook. La revolución es, en realidad, la evolución natural de las redes sociales tal y como las hemos entendido desde su origen. Si en Facebook, WhatsApp e Instagram todos tenemos unas fotos o unos perfiles que nos representan; en Meta esa identidad sería encarnada en un avatar y por un hogar virtual. De la red social al videojuego social y en red. Un viejo nuevo mundo, que es también una máquina perfecta de espionaje, monopolio y consumo. Lo contrario que Wikipedia.
Esa textura extraña que caracteriza nuestra vida cotidiana actual la adivinaron hace más de veinte años Las Wachowski con The Matrix. Las películas y los videojuegos se entrelazaron a principios de siglo en una obra irregular y compleja que intuía que pronto la propia realidad tendría esa entidad anfibia, entre las dos dimensiones audiovisuales y las tres de las experiencias inmersivas, entre la necesidad de sentirnos singulares y la sospecha de que somos parte de series programadas por algoritmos.
El estreno de Matrix Resurrections, la cuarta parte de la saga cinematográfica, muestra la conciencia de haber creado un mito. Un mito que va más allá de Neo y de Trinity. Un mito que se llama Matrix y que coincide con lo que ahora entendemos por realidad. Todos estamos desdoblados. Todos vivimos en dos planos distintos, el del cuerpo y el del avatar, el de la vida con sus miserias y el de una imagen sofisticada y extrañamente surreal, que a la vez nos representa y nos suplanta y nos traiciona.
Pese a sus sorpresas, Matrix Resurrections es sobre todo insistencia. Neo y Trinity contra la Gran Simulación, una vez más. La misma sensación de estar viendo la nueva entrega de la serie de siempre sentimos con Encanto, el otro gran estreno comercial de las últimas navidades. Es una película de animación supuestamente original, pero identificamos en ella elementos que ya vimos en otros largometrajes de Disney. La autonomía femenina y crítica de Frozen, el relevo generacional de El rey León y –sobre todo– la dinámica extractiva de imaginarios nacionales que encontramos en las últimas producciones de la plataforma. Después de décadas de explotación de los cuentos universales (La Cenicienta, Pinocho, La Sirenita) y de mitologías históricas (Hércules, Pocahontas, Mulán), en los últimos años el mecanismo recreativo se está dirigiendo hacia el expolio de culturas nacionales, a través de sus iconos más conocidos. Tras el México de los muertos que vimos en Coco y la Italia del mar y la Vespa que protagonizó Luca, a finales de 2021 le llegó el turno a la Colombia del realismo mágico en Encanto.
La película, un auténtico carnaval pirotécnico y musical, se estructura como la investigación que lleva a cabo la protagonista para averiguar las razones de la decadencia de la casa de los espíritus donde vive su familia. Aunque la historia empiece con una escena que recuerda el inicio de Cien años de soledad, pronto queda claro –en efecto– que la fuente es más bien la obra de Isabel Allende. El remake del remake. Y, sin embargo, como señala con acierto e ironía Lana Wachowski en su última película, ésa es la energía que alimenta la cultura mainstream contemporánea. Nuestra psique planetaria necesita que le cuenten los mismos cuentos una y otra vez.
2021, el segundo año de la pandemia, será recordado como el año de las variantes, las vueltas de tuerca, las evoluciones, los epílogos. Nada en 2021 fue del todo original. Fue el año dejà vu, lleno de ecos y máscaras. La ironía trágica ha querido que el centenario del nacimiento del escritor guatemalteco Augusto Monterroso fuera el pasado 21 de diciembre, justo cuando explotó la variante ómicron y nos quedó muy claro que el dinosaurio todavía estaba aquí. El virus no es el único dinosaurio que encontramos en nuestras pantallas matrix cada vez que volvemos a abrir los ojos. La propia cultura contemporánea, con su hiperproducción de narrativas y contenidos, se parece cada vez más a la megafauna prehistórica, que llenaba de volúmenes y sombras todos los ecosistemas. Hasta que un meteorito provocó el reinicio brutal del sistema.