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  • Steven Pinker estuvo en Medellín en septiembre de 2019. Foto: Archivo
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  • Razones para creer: una reflexión de Steven Pinker
Edición del mes | PUBLICADO EL 22 febrero 2023

Razones para creer: una reflexión de Steven Pinker

Cómo y por qué se arraiga la irracionalidad y qué hacer al respecto, una reflexión del filósofo Steven Pinker.

Texto Steven Pinker- Traducción Ana Cristina Vélez C

Cuando enseño y escribo sobre la racionalidad humana, la gente no siente curiosidad por los cánones de la razón, como la lógica y la probabilidad, ni por los hallazgos clásicos de laboratorio de psicología sobre cómo son menospreciados; lo que quiere es saber por qué la humanidad parece estar perdiendo la razón.

¿Por qué cree la gente en absurdas teorías conspirativas, como que el covid-19 fue un complot de Bill Gates para implantar microchips rastreables en nuestros cuerpos? ¿O en noticias obviamente falsas, como que Joe Biden tildó a los partidarios de Trump de ser “la escoria de la sociedad”? ¿O cree en boberías paranormales como la astrología, la percepción extrasensorial y la energía espiritual de las pirámides y los cristales?

La respuesta “spockiana” de que los humanos son simplemente irracionales no sirve. Nuestros antepasados cazadores-recolectores vivían de su ingenio, y engañaban a los animales con trampas, venenos y emboscadas, mientras se protegían de los elementos con el fuego, la ropa y el refugio. Fue este ingenio lo que le permitió a la humanidad, según la definición de Ambrose Bierce, “infestar toda la tierra habitable y a Canadá”. Desde entonces, nuestra especie ha indagado por la naturaleza de la materia, la vida y la mente se ha desprendido de los amenazadores lazos de la Tierra para explorar otros planetas y ha mitigado los flagelos de la guerra, la pestilencia y el hambre, con lo que ha duplicado nuestra esperanza de vida. Incluso, las tareas cotidianas de mantener un empleo, mantener comida en la nevera, vestir, alimentar y llevar puntualmente los niños al colegio requieren hazañas de razonamiento que están más allá del rango de nuestra mejor Inteligencia Artificial (IA).

¿Cómo, entonces, podemos explicar la pandemia del sinsentido? La mejor respuesta que tengo se divide en cuatro partes.

La primera tiene sus raíces en la naturaleza misma de la racionalidad. La razón, casi por definición, es una inferencia que se utiliza para servir a un fin; a nadie se le da el crédito de ser racional simplemente por enumerar proposiciones verdaderas, pero inútiles. Para lograr esa meta no se necesita comprender el mundo objetivamente. La meta también puede ser la de ganar en una discusión en la que lo que está en juego es importante para uno. Como lo señaló Upton Sinclair: “Es difícil hacer que un hombre entienda algo cuando su salario depende de que no lo entienda”.

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O se puede usar la razón para mostrar cuán sabio y moral es el grupo al que se pertenece (la religión, la tribu, la secta política) y cuán estúpido y malvado es el grupo rival. Este sesgo de los “del lado mío”, explicado en The Bias That Divides Us, o Los sesgos que nos dividen, de Keith Stanovich, parece ser el más generalizado entre los cientos de sesgos documentados por la ciencia cognitiva y la psicología social. Y hay una racionalidad dura detrás de esto, pues no es para nada irracional que un individuo respalde una creencia que le otorga estatus de héroe a él o a su grupo, mientras con esa misma creencia se libra del ostracismo si es considerado traidor. El problema es la irracionalidad que se da cuando una sociedad, en su conjunto, oscila entre los dogmas de una facción y otra, en lugar de llegar colectivamente a un conocimiento más preciso de la realidad. Estas motivaciones conflictivas nos llevan a la tragedia de la racionalidad del hombre común.

Un segundo factor que contribuye a la irracionalidad es que el razonamiento humano está guiado por intuiciones populares profundamente arraigadas, producto del legado evolutivo de haber tenido que descifrar las leyes ocultas de la realidad antes de que la revolución científica nos diera un método sólido para hacerlo. Si bien estas motivaciones contradictorias nos sirven para navegar la vida diaria, no funcionan bien ante la forma moderna de comprender el mundo. Esta discrepancia nos hace vulnerables a la superstición y a la pseudociencia.

Por ejemplo, somos dualistas intuitivos: percibimos que estamos compuestos de dos cosas, cuerpo y mente. No tratamos a los demás como robots o marionetas de carne y hueso, pues presuponemos que tienen creencias, deseos y sensibilidad como los nuestros, lo que atribuimos a una mente o alma intangibles, un “fantasma en la máquina”. (Esto contrasta con el conocimiento científico dominante de que la vida mental surge de las neuronas que se disparan en patrones). A partir de ahí, hay un pequeño paso para creer que las mentes pueden separarse de los cuerpos y, por lo tanto, creer en espíritus, almas, fantasmas, vida después de la muerte, reencarnación y percepción extrasensorial.

También somos esencialistas intuitivos al percibir que los seres vivos contienen una esencia invisible o sangre vital que les da su forma y sus poderes. Este instinto les permitió a nuestros antepasados discernir la continuidad subyacente a las diferentes apariencias de una misma especie (como sus huevos, semillas, flores o larvas) y extraer alimentos, medicinas y venenos de sus tejidos. Pero a partir de estos indicios esencialistas no hay sino un corto paso para intuir que la enfermedad debe ser causada por la adulteración de la propia esencia por un contaminante extraño. Eso, por ende, hace que sea natural rechazar las vacunas, ya que, después de todo, introducen una poca cantidad de un agente infeccioso en lo profundo de los tejidos de un cuerpo sano. Esto mismo invita a la homeopatía y a los remedios a base de hierbas, que nos inoculan soluciones que parecen contener la esencia de un ser vivo saludable e inspira las muchas formas de charlatanería que propone purgas, sangrías, ayunos, sudoración, ventosas y otros medios para “deshacerse de las toxinas”.

Finalmente, somos teólogos intuitivos, al darnos cuenta de que nuestros propios planes, herramientas y artefactos están diseñados con un propósito. Como lo señaló el teólogo del siglo XIX William Paley, cuando uno se encuentra un reloj en el suelo infiere correctamente que fue diseñado por un relojero. Pero, de ahí, un pequeño paso nos lleva a inferir que el universo tiene un propósito y, por lo tanto, a que creamos en la astrología, el creacionismo, el sincronismo y la filosofía de que “todo sucede por una razón”. Esa mentalidad también puede conducir a teorías de conspiración, que se sustentan en que en realidad nuestros enemigos sí pueden tramar formas de hacernos daño, y en que, por estar atentos a esto, los falsos positivos pueden ser menos costosos que los falsos negativos.

La tercera clave para combatir la irracionalidad pública es pensar cómo desaprender estas intuiciones populares y adquirir una capacidad de comprensión más sofisticada. Esto no se logra con que cada uno de nosotros ejercite su genialidad interior, pero sí confiando en la experiencia legítima de los científicos, los periodistas, los historiadores, los encargados de llevar las estadísticas gubernamentales y los autores responsables que verifican estos estudios. En todo caso, pocos podríamos justificar por nosotros mismos nuestras creencias, incluidas las verdaderas. Las encuestas han demostrado que los creacionistas y los que niegan el cambio climático son, en promedio, tan duchos científicamente como los que sí creen en esto (muchos de los cuales atribuyen el calentamiento al agujero de ozono, a los vertederos de desechos tóxicos o a los pitillos de plástico en el océano). La diferencia está en el tribalismo político: cuanto más se esté a la derecha, más negación.

A mí, por otra parte, me han vacunado cinco veces contra el covid, pero mi conocimiento de cómo funcionan las vacunas se extiende a un poco más allá de “algo que afecta el ARNm y a los anticuerpos del sistema inmune”. Básicamente, confío en la gente de bata blanca que dice que las vacunas funcionan. Las creencias excéntricas, por el contrario, persisten en las personas que no confían en las instituciones de salud pública, que las ven como otra facción que lucha contra sus predicadores, políticos y celebridades de confianza. En otras palabras, todos tenemos que confiar en las autoridades; la diferencia entre los creyentes que probablemente tienen razón y los que casi con certeza están equivocados es que las autoridades que el primer grupo escucha se comprometen en prácticas, y pertenecen a instituciones que están diseñadas explícitamente para separar las verdades de las falsedades.

La última pieza del rompecabezas de por qué la gente cree cosas extravagantes es que depende de lo que se entienda por “creer”. George Carlin observó: “Dile a la gente que hay un hombre invisible en el cielo que creó el universo, y la gran mayoría te creerá. Dile que la pintura está húmeda y verás que la tienen que tocar para creer”. La distinción fue trazada más formalmente por el psicólogo social Robert Abelson en su clásico artículo “Las creencias son como posesiones”, que distinguía entre las creencias “distantes” y las creencias “comprobables”.

Tocando la pintura y haciendo otras pruebas empíricas es como navegamos en la zona de realidad en la que vivimos nuestra vida diaria: los objetos físicos que nos rodean, las personas con las que tratamos cara a cara, el recuerdo de nuestras interacciones. Las creencias en esta zona son comprobables, y nuestro sentido común nos hace creer en ellas solo si es probable que sean ciertas. No hay alternativa: la realidad, que no desaparece cuando se deja de creer en ella, castiga a las personas por sus falsas creencias.

La gente también tiene creencias en esferas de existencia que están muy lejos de su experiencia cotidiana: el pasado distante, el futuro incognoscible, pueblos y lugares lejanos, pasillos remotos de poder, lo microscópico, lo cósmico, lo contra fáctico, lo metafísico. Nuestra experiencia en la vida no nos da las bases para creer en las ideas de cómo comenzó el universo, o cuándo aparecieron los humanos por primera vez, o qué hace que llueva, o por qué le pasan cosas malas a la gente buena, o qué sucede realmente en la Oficina Oval o en la sede de Microsoft o en los comedores de Davos. Tampoco, a excepción de unos pocos impulsores, agitadores y decisores, nuestras creencias sobre estos asuntos hacen ninguna diferencia.

Eso no significa que las personas se abstengan del todo de creer cosas sobre estos imponderables. Pueden adoptar creencias sobre ellos que son entretenidas, motivadoras, fortalecedoras o moralmente edificantes. Si las creencias en esta zona de la mitología son objetivamente “verdaderas” o “falsas”, para ellos es incognoscible y, por lo tanto, irrelevante.

Aquí nuevamente hay una especie de racionalidad histórica en esta despreocupación. Hasta los tiempos modernos, la revolución científica, la Ilustración, la historiografía sistemática y el periodismo, los registros públicos y las bases de datos, la verdad sobre estos reinos remotos era realmente incognoscible, y la mitología era un tipo de creencia tan buena como cualquier otra. Esta, sugiero, es la intuición humana predeterminada cuando se trata de creencias sobre los asuntos profundos y oscuros. Para apreciar lo muy natural que es esta mentalidad mitológica, no es necesario invocar a los cazadores-recolectores de la sabana del Pleistoceno; basta con pensar en la humanidad durante la gran mayoría de su existencia, y en la gran mayoría de las personas de hoy que no se han sumado a la convicción de la Ilustración de que toda realidad es, en principio, cognoscible por la mentalidad científico-analítica.

El resultado es que hay tantos tipos de creencias mitológicas como preguntas sobre el mundo del más allá. La más obvia es la religión, que la mayoría de sus adherentes admiten alegremente es una cuestión de fe, más que de razón o evidencia. Otra creencia son los mitos nacionales sobre los gloriosos mártires y héroes fundadores de nuestras grandes naciones. Los verdaderos historiadores, que muestran sus pies de barro, son tan populares como una mosca en la sopa.

Muchas de las teorías conspiratorias se piensan también como mitos fascinantes y no como hipótesis creíbles. Los que creen en vastas y nefastas conspiraciones, como la del 11 de septiembre, celebran sus reuniones y publican sus conclusiones abiertamente, al parecer sin preocuparse de que el régimen omnipotente tome medidas enérgicas contra valientes como ellos, encargados de decir la verdad.

QAnon podría compararse con un juego en vivo de dramatizaciones, con fanáticos intercambiando claves ávidamente y siguiendo pistas. Su progenitor, el Pizzagate (según el cual Hillary Clinton dirigía una red de sexo infantil en el sótano de una pizzería de Washington D. C.), también tenía la cualidad de ser creíble. Como lo ha señalado el científico cognitivo Hugo Mercier, prácticamente ninguno de los adherentes tomó medidas acordes con tal atrocidad, como llamar a la policía. (Uno de ellos le dejó una estrella en Google). Con la excepción de un fanático que irrumpió en el restaurante blandiendo sus armas para rescatar a los niños, entre los creyentes de Pizzagate la proposición “Creo que Hillary Clinton dirigía una red de sexo infantil” realmente puede traducirse como “Creo que Hillary Clinton es tan depravada que sería capaz de dirigir una red de sexo infantil” o, quizás incluso más exactamente, “Hillary... ¡horror!” Las creencias fuera de nuestra experiencia inmediata, entonces, pueden expresar más un compromiso moral y político que una afirmación de asuntos fácticos.

A muchos nos desconcierta esta forma de pensar. Una cosa es creer que Hillary Clinton es una persona de dudosa moral —la gente tiene derecho a tener una opinión—, pero otra muy distinta, y completamente inaceptable, es expresar la opinión propia como si fuera un hecho real.

Es nuestra mentalidad la que es exótica y antinatural. Para muchos de nosotros, es una ganancia de la educación superior la sensación de que hay una causa para los estados del mundo, que, si bien no la conozcamos, hay formas de averiguarla, y que, tal como dijo Bertrand Russell: “No se debe creer en una aseveración cuando no hay fundamento alguno para suponer que es verdadera”. De hecho, se podría argumentar que esta mentalidad es el fruto más importante de la educación superior.

O al menos, solía ser así. El siguiente es otro candidato para la zona mitológica: los credos sagrados de las élites académicas e intelectuales, entre los cuales está creer que nacemos como tabulas rasas, que el sexo es un constructo social, que toda diferencia en las estadísticas sociales de los grupos étnicos es causada por el racismo, que la fuente de todos los problemas del mundo en desarrollo es el imperialismo europeo y el estadounidense, y que reprimir el abuso al que hemos estado sujetos y el trauma son generalizados.

Muchos observadores se han quedado desconcertados con formas de reprimir a quienes disienten de estas creencias en las universidades contemporáneas, como sacarlos de las plataformas, cancelar sus contratos o compromisos, vetarlos por medio de gritos insultantes, expulsarlos, denunciarlos en comunicados de múltiples firmas o no mencionarlos en artículos de revistas. Después de todo, se supone que las universidades son el lugar en el que las proposiciones se cuestionan y se debaten, se vuelven complejas y se deconstruyen, no se criminalizan. Sin embargo, estas creencias no se tratan como hipótesis empíricas, sino como axiomas que los miembros decentes de una comunidad no pueden cuestionar.

La cultura de la cancelación de los eventos académicos puede ser una regresión a la predeterminada intuición humana de que las creencias distantes no son más que expresiones morales —en este caso, la oposición a la intolerancia y a la opresión—. Pero la intuición predeterminada también ha sido intelectualizada y fortalecida por las doctrinas del relativismo, el posmodernismo, la teoría crítica y el construccionismo social, según las cuales las pretensiones de objetividad y verdad son meras armas de los que detentan el poder. Este matrimonio entre intuición y teoría puede ayudarnos a darle sentido a la ininteligibilidad mutua entre la ciencia liberal de la Ilustración, según la cual las creencias son cosas sobre las que la gente decente puede estar equivocada, y el wokeismo posmoderno crítico (la necesidad de hacer denuncias indignadas de asuntos vistos como racismo, o sexismo, por ejemplo), según el cual ciertas creencias son autoincriminatorias.

Si le interesa:

¿Se puede hacer algo? Se suele recomendar que se instruya explícitamente en “pensamiento crítico”. Estos planes de estudios tratan de fomentar una conciencia acerca de falacias como las de los argumentos basados en anécdotas o en la autoridad, y de los sesgos cognitivos, como el razonamiento con intereses creados. Además, tratan de inculcar hábitos para tener una mente abierta activa, es decir, una que busca pruebas que confirmen o refuten, y para ser capaces de cambiar de opinión a medida que cambie la evidencia.

Los maestros duchos saben que las lecciones tienden a olvidarse tan pronto como se seca la tinta del examen. Es difícil, pero vital, impulsar una mente abierta activa en nuestras normas de intercambio intelectual dondequiera que este tenga lugar. Debería ser sabiduría convencional que los humanos son falibles y los conceptos erróneos han sido omnipresentes en la historia humana, y que la única ruta hacia el conocimiento es formular hipótesis y luego evaluarlas. Argumentar ad hominem o por anécdotas debe ser tan vergonzoso como discutir con base en los horóscopos o en las entrañas de animales; reprimir la opinión honesta debería verse tan risible como las doctrinas de la inerrancia de la Biblia o la infalibilidad del Papa.

Razones para creer: una reflexión de Steven Pinker

Por supuesto, no podemos diseñar las formas de hablar, así como no podemos dictar los estilos del peinado o del tatuaje. Las normas de la racionalidad deben ser las reglas básicas de las instituciones. Son esas instituciones las que resuelven la paradoja de cómo la humanidad como tal ha logrado hazañas de gran racionalidad, a pesar de ser los humanos tan vulnerables a las falacias. Aunque todos somos ciegos a las falencias en nuestro propio pensamiento, tendemos a ser mejores para detectarlas en el pensamiento ajeno, y ese es un talento que las instituciones pueden utilizar. Un escenario en el que una persona plantea una hipótesis, y otros pueden evaluarla, nos hace más racionales colectivamente que a cualquiera de nosotros como individuos.

Ejemplos de estas instituciones que promueven la racionalidad incluyen la ciencia, con sus exigencias de pruebas empíricas y revisión por pares; la gobernabilidad democrática, con su separación de poderes, y la libertad de expresión y de prensa; el periodismo, con sus exigencias de edición y verificación, y el sistema judicial, con sus procedimientos para enfrentar adversarios. Wikipedia, sorprendentemente confiable a pesar de su descentralización, logra ser precisa gracias a una comunidad de editores que corrigen el trabajo de los demás, todos ellos comprometidos con los principios de ser objetivos, neutrales y basados en buenas fuentes de información. (No se puede decir lo mismo de las plataformas de la Red, que se basan en que la gente apruebe y comparta instantáneamente).

Si queremos tener alguna esperanza de hacer avanzar las creencias racionales contra las aguas revueltas de los prejuicios, como “los del lado mío”, las intuiciones primitivas y el pensamiento mítico, debemos salvaguardar la credibilidad de estas instituciones. Expertos como los funcionarios de la salud pública deben estar preparados para mostrar su trabajo en lugar de pronunciarse ex cathedra. Se debe reconocer la falibilidad: todos comenzamos ignorantes de todo, y cada vez que la evidencia cambia se requiere hacer cambios en las recomendaciones, que deben promocionarse como la disposición a aprender, en lugar de reprimirse como si fueran una muestra de debilidad.

Y, quizás lo más importante, debería detenerse la politización injustificable de las instituciones nuestras que buscan la verdad, ya que esta aviva el sesgo de los “del lado mío”, tan paralizante cognitivamente. Las universidades, las sociedades científicas, las revistas académicas y las organizaciones sin fines de lucro de interés público se han estado identificando a sí mismas cada vez más con un wokeismo repetitivo y unas consignas trasnochadas de izquierda. A estas instituciones no las debería sorprender cuando fueran ignoradas por el centro y la derecha, que constituyen la mayoría de la población.

Los resultados han sido desastrosos, incluida la resistencia a la acción climática y la vacunación.

No se debe permitir que la defensa de la libertad de expresión y pensamiento corran esa suerte. Sus defensores deberían tener al alcance de la mano los ejemplos históricos en los que la libertad de expresión ha sido indispensable para causas progresistas como la abolición de la esclavitud, el sufragio femenino, los derechos civiles, la oposición a la guerra de Vietnam y los derechos de los homosexuales. Deberían perseguir a los censores de la derecha, con tanta fuerza como a los de la izquierda, y no deberían aprobar a los intelectuales conservadores o agitadores que no son amigos de la libertad de expresión, sino que son simplemente enemigos de sus enemigos.

El credo de la búsqueda universal de la verdad no es la forma humana natural de creer. Someter todas las creencias de uno a las pruebas de la razón y la evidencia es cognitivamente antinatural. Las normas e instituciones que respaldan este credo radical se ven socavadas constantemente por nuestra recaída en el tribalismo y en el pensamiento mágico, y deben estimarse y cuidarse constantemente ◘

*Este ensayo es una adaptación de una presentación hecha en la Conferencia de Libertad Académica de Stanford en noviembre de 2022 y publicada en inglés por la comunidad La Persuasión, de la que Pinker es miembro.

Contexto de la Noticia

El autor Quién es Steven Pinker

(Montreal, 1954) es uno de los intelectuales más influyentes de esta época. Toda una estrella de rock de la psicología y las ciencias cognitivas, con cinco charlas TED y una melena blanca que no pasa por alto, cada vez que está frente a un micrófono incita al debate, inspira o exaspera. La lista de sus admiradores la encabeza Bill Gates, el segundo hombre más rico del mundo, y la de sus críticos feroces, John Gray, el reputado filósofo británico. Entre sus temas están la emoción, el sentido moral y la racionalidad.

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