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El Cambio

Generación es la revista cultural de EL COLOMBIANO. El cambio es el tema de este mes, el hilo conductor para celebrar que regresamos renovados.

  • Los colores de la maestra son muy específicos. Hablan de su trabajo como artista y de los cambios que ha tenido. Dibujo de Luz Imelda Ramírez.
    Los colores de la maestra son muy específicos. Hablan de su trabajo como artista y de los cambios que ha tenido. Dibujo de Luz Imelda Ramírez.
  • Los colores de la maestra son muy específicos. Hablan de su trabajo como artista y de los cambios que ha tenido. Dibujo de Luz Imelda Ramírez.
    Los colores de la maestra son muy específicos. Hablan de su trabajo como artista y de los cambios que ha tenido. Dibujo de Luz Imelda Ramírez.
Edición del mes | PUBLICADO EL 06 noviembre 2022

La paleta de la maestra Beatriz González

Los colores que usa la maestra no existen, ella los ha creado. Ha sido un proceso que muestra incluso los cambios que ha tenido durante su carrera.

Luz Imelda Ramírez

En un retrato ya emblemático del fotógrafo Ramón Giovanni, la artista Beatriz González mira directamente a la cámara con esa expresión tan característica suya, firme, franca, sabia, cercana y contundente. Detrás suyo cuelga un afiche descolorido con un círculo cromático que le dibuja una “aureola” alrededor del rostro. De brazos cruzados, con la mano izquierda empuña sus pinceles. Me gusta ese retrato porque con sus elementos — el círculo cromático, el trazo (los pinceles), las palabras (sugeridas en su gestualidad) y su mirada— habla de su dedicado “apostolado” (en una entrevista dijo que ella se siente “como la apóstol de la reportería gráfica”, al “salvar” las fotos de prensa antes de convertirse en basura). Una labor en la cual, para mí, los colores forman el halo más luminoso y quizá también, a tono con sus metáforas, el más sagrado.

Beatriz González ha dicho que toda su “obra es pintura”. Desde sus primeras series expuestas en 1964, cuando la crítica la consideró una artista “fina e inteligente”, ella se dedicó a desmontar esos señalamientos y, de paso también, oponerse al gusto refinado que su madre buscó inculcarle. En ese propósito, del óleo pasó a usar esmaltes comerciales de Pintuco aplicados sobre láminas de metal, como las vallas comerciales de entonces, que luego ensamblaba en muebles populares o pintaba sobre distintos objetos y soportes corrientes. Sus referencias fueron imágenes de obras del arte europeo, según ella, “en su paso por el mundo del subdesarrollo”; fotografías mal impresas tomadas de los periódicos; láminas coloridas de Gráficas Molinari que simulaban los efectos de pinturas para consumo “popular”, y cuyos colores vivos quiso trasladar a su trabajo, sumados a los tonos “anaranjados, verdes y vino tinto” que tomó de sus recuerdos de infancia, de la iglesia en Bucaramanga.

En este ir y venir de su obra, al trasladar imágenes de un sistema visual a otro para controvertir valores establecidos —de clase y del arte clásico—, y por más tosca y “mala” pintura que Beatriz González se propusiera hacer; por más estridentes, no convencionales y contrastados que fueran sus combinaciones de color (por ejemplo, al usar los contrastes entre tonos cálidos y fríos que según los manuales no armonizan de ninguna manera; o al invertir las relaciones de figura y fondo) a mis ojos, resultan composiciones meditadas, que deliberadamente se soportan en un conocimiento sobre ese lenguaje profundo y silencioso que estructuran las relaciones de color y los elementos de la obra, así como un saber sobre la historia de la pintura.

Sus colores en ese momento eran vivos, llamativos, “polifónicos”, brillantes y dulcemente contrastados —complementarios opuestos acompañados de sus tonos vecinos atenuados—. A comienzos del siglo diecinueve, Goethe afirmaba que los colores vivos eran los predilectos de “los pueblos salvajes, la gente sin formación y los niños”. Seguramente para controvertir esa perspectiva clasista y clasicista, Beatriz González prefería esos colores a la hora de traducir la imagen de prensa y el “Arte” (con mayúscula) al lenguaje y los métodos del gusto popular local.

En 1985, cuando el presidente de turno se reunió con sus generales y ministros para definir la estrategia de retoma del Palacio de Justicia, ocupado por el grupo guerrillero M-19, le dijeron: “Señor presidente, qué honor estar con usted en este momento histórico”. Ese entusiasmo militar por recuperar el “orden” al desplegar todo su poder bélico, dejó más de un centenar de muertos, entre ellos, once magistrados y varias personas desaparecidas. (Posteriormente, los cuerpos fueron encontrados e identificados, y los militares, condenados). Si hasta entonces, Beatriz González hacía una crítica jocosa a las distinciones de clases o a las extravagancias presidenciales, a partir de ese momento, su atención se dirigió hacia la tragedia de las víctimas, hacia el montón de muertos, de desaparecidos y de madres en duelo que mostraban que ya era imposible negar, en medio del conflicto bélico, nuestra fragilidad y vulnerabilidad como seres humanos y como naturaleza.

Beatriz González realizó varias obras sobre ese trágico “momento histórico”. La primera fue un trabajo en carboncillo y pastel sobre papel, en el que ubicó en el primer plano de la escena, los restos de un cuerpo calcinado. En las otras pinturas, más coloridas, ubicó un arreglo de anturios. A partir de ese cuerpo calcinado, su obra cambió: el dibujo se hizo cada vez más presente y expresivo, regresaron los óleos y los lienzos, y su paleta de colores se simplificó, mientras exploraba relaciones de color que pudieran hablar del dolor de las víctimas, del suyo, del nuestro, pues, como dice Judith Butler, “aunque mi vida no sea aniquilada en la guerra, algo de ella queda destruido en el momento en que desaparecen otras vidas y otros procesos vitales”.

Para las imágenes que empezaron a circular en la prensa, en las que aparecían tantos cuerpos sin vida, tantas madres que lloraban por sus hijos fallecidos o desaparecidos, tantos cargadores de despojos mortales o buscadores de fosas comunes, tantos cadáveres arrastrados por el río, Beatriz González comenzó a usar tonos que se acercaban al “más allá” (lo ausente, lo silente, la no identidad, el vacío) pero también de lo que quedaba “más acá”, (el grito, el clamor, el llanto, la indignación). Detrás de la muerte, del cuerpo inerte, en descomposición, ausente o sin identidad, queda lo que era cuando vivió (un joven, una madre, unos hijos, un amor, una voz...) y ahora es un duelo.

Si, como dicen los estudiosos, el color que percibimos en un objeto es precisamente el que no es, pues es el segmento de longitudes de onda del espectro visible de luz que este refleja, mientras el objeto absorbe todos los demás, entonces el color de la piel viva, de un tono que va del naranja-rojo matizado a los marrones según las ondas que refleja, el color que si es, porque lo absorbe (por decirlo metafóricamente), y que corresponde a su opuesto en el círculo cromático, a su complementario, sería el verde-azul matizado; o mejor dicho, el color verde manzana, característico de la obra de Beatriz González desde entonces, como si nos dijera que el color que vemos no es del tono cálido de una piel, sino el de su cuerpo sin vida. Otros tonos, de color característicos de la muerte, oscilarían del mismo modo entre los amarillos y los violetas, como opuestos y complementarios. En medio de ambos, del cuerpo con vida y el de quien la perdió (y donde ahora queda el féretro, el entierro, la transformación), está el anaranjado. Son colores, así, que están entre la vida y la muerte.

Para poder hablar de situaciones tan duras, Beatriz González hace un uso muy sutil y sobrecogedor del color, tanto que pueda arropar la imagen de dolor y ayudarnos a mantener la mirada en ella, para buscar respuestas y generar empatía. Algo más difícil que suceda con la imagen de prensa, tan fugaz y desechable, por lo que podemos esquivarla sin ocuparnos de ella. Los colores en la obra de Beatriz González son, para mí, los que nos permiten darle lugar, sentir y abrirle el corazón a una imagen de la dolorosa estela de destrucción que deja la guerra.

Ese efecto del color, como mediador para la mirada, también lo logra la artista con la forma de aplicarlo: con veladuras, o capas de pintura muy delgadas sobrepuestas hasta lograr una mayor densidad “emocional” del color... La veladura, dice Beatriz González en una entrevista para Columna digital, “me ayuda a darles una poesía a las imágenes para que no sean tan crudas, sino que la gente quiera, a través de un lenguaje, descubrirlas... [...] pongo veladura para que la gente busque más allá, vaya más allá... [...] para que la gente encuentre una manera de aproximarse al tema como si mirara a través de unas cortinas, y se dé cuenta de lo que está pasando. En estos temas tan crudos no puede olvidarse la poesía.”

La destrucción de la guerra afecta a todo lo viviente, también a la naturaleza. Ese ha sido el tema de sus más recientes Paisajes elementales, en los que trabaja los cuatro elementos vistos en sitios del país en los que ha sucedido una tragedia ambiental. Y en otras pinturas suyas, aún más recientes, retoma las imágenes de cargueros que transportan muertos, y de hombres que cavan la tierra, no para cosechar vida, como dice ella, sino para encontrar más muertos, y lo hacen con un nuevo propósito, el de buscar esclarecer los hechos y la memoria del conflicto armado, conforme se estableció desde 2016 con los Acuerdos de Paz. En estos trabajos, ella retoma los colores básicos característicos de la naturaleza, azul para el cielo, verde para la vegetación, y para la tierra, colores oscuros, desde negros hasta tonos terracotas o arenosos. Ahora sus veladuras desdibujan los contornos, porque así es “la memoria traumática”, dice ella, “nunca es clara”... y es a ese trabajo, al de mirar, buscar, esclarecer, al que nos invita la obra excepcional y necesaria de Beatriz González.

*Artista plástica e historiadora. En el diálogo con el arte, descubre historias que, de forma sutil y delicada, iluminan nuestro mundo en común y lo hacen más real.

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