Con movimientos precisos y siguiendo unos trazos de lápiz hechos en la pared una mujer levanta con la punta de un bisturí una capa de pintura blanca. Ese color uno lo ve en los consultorios médicos o en las salas de espera de las dependencias oficiales. Cada corte deja a la vista trazos verticales de verdes de diferente intensidad. Las incisiones revelan una selva. En media hora de trabajo la mujer —que lleva guantes de tela— apenas ha descubierto un trozo pequeño de la pared. El cuchillo rescata el color.
Luego que ella se vaya a trabajar a otro sitio del recinto vendrá un compañero suyo a retocar con pinceles los trazos del pasado. Mientras miro el trabajo del grupo montado en los andamios pienso que los dioses solo revelan sus asuntos a los pacientes y a los perseverantes. En este caso la palabra dioses sirve para nombrar a la realidad.
No deja de ser asombroso que un grupo de restauradores le devuelva a una sala —en este caso la antigua prefectura del claustro San Ignacio— los colores que lució hace más de cincuenta años. Es decir, este cuarto dejó de verse como lentamente se está viendo antes de que todos los que estamos aquí hubiéramos soltado el primer berrido.
El grupo, que lleva traje de faena —chaleco azul oscuro con una franja gris en el pecho, guantes de hule o de tela— sigue las instrucciones del artista Óscar Correa. Los chorros de luz de lámparas dispuestas en sitios estratégicos y las nubes de polvo que se levantan del piso le dan al ambiente la atmósfera de locación de esas películas relacionadas con la arqueología o esos documentales sobre el hallazgo de un cuadro desconocido de un maestro universal.
