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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • Hotel Nutibara, 79 años después su gloria es un fantasma
  • Las vistas del hotel son de las más conocidas del centro. En sus balcones la gente se fotografía con el conjunto de la Plaza Botero y la Estación Parque Berrío en el fondo. Fotos: Archivo.
    Las vistas del hotel son de las más conocidas del centro. En sus balcones la gente se fotografía con el conjunto de la Plaza Botero y la Estación Parque Berrío en el fondo. Fotos: Archivo.
  • Hotel Nutibara, 79 años después su gloria es un fantasma
  • Las vistas del hotel son de las más conocidas del centro. En sus balcones la gente se fotografía con el conjunto de la Plaza Botero y la Estación Parque Berrío en el fondo. Fotos: Archivo.
    Las vistas del hotel son de las más conocidas del centro. En sus balcones la gente se fotografía con el conjunto de la Plaza Botero y la Estación Parque Berrío en el fondo. Fotos: Archivo.
Edición del mes | PUBLICADO EL 11 octubre 2024

Hotel Nutibara, 79 años después su gloria es un fantasma

Enclavado en el centro de Medellín, el Nutibara es símbolo de la ciudad. En este edificio se dan cita las luces y las sombras de la capital de Antioquia.

Por Ángel Castaño Guzmán

Para Nohemy Cardona Claros

“El ojo no se cansa de tanta mentira ni el oído de tanto embuste”

Un gringo cincuentón cruza la puerta tomado de la mano de una veinteañera con el cráneo en forma de huevo. La recepcionista le dice en inglés al hombre que le llegó un sobre. Él se acerca, saca una billetera del bolsillo trasero del jean, entrega diez dólares. Su pareja sigue de largo, presiona el botón de subir, se da media vuelta y clava los ojos en el celular. El gringo la alcanza, le toma la mano y desaparecen en el ascensor.

—Ella trabajaba en la plaza Botero, ahora es la novia de él. Incluso la metió a estudiar—, dice la recepcionista. Detrás suyo, sobre la pared de negro brillante, las palabras Hotel Nutibara en mayúsculas doradas y el dibujo de una orquídea –Cuando llegué, hace un semestre, él ya se hospedaba acá. Viene cada tres o cuatro meses. Ya no mete otras mujeres al cuarto.

En general los huéspedes extranjeros ablandan con flores y chocolatinas a las recepcionistas que hacen los turnos del día. Lo hacen para que se hagan las de la vista gorda cuando ellos entran con prostitutas contratadas en los alrededores del Museo de Antioquia, en cuya plaza los turistas se sacan fotos junto a las esculturas de Fernando Botero, la gente apresura el paso rumbo a la estación Parque Berrio y las sombras van al comercio de droga del Bronx.

—A nosotras nos dicen que mantengamos la distancia. Debemos hacernos respetar—, dice la recepcionista. Luego cuenta la historia del despido de una compañera que les aceptó las salidas a tomar cerveza en los bares del centro. Las cosas avanzaron al punto que les recibía plata para no cobrarles la entrada de mujeres a sus cuartos. Las visitas de siete de la noche a las nueve de la mañana tienen un sobrecosto de cien mil pesos. Algunos pagan la tarifa de dos personas para ahorrarse el trámite del anuncio en la recepción.

Son hombres mayores de cincuenta. Vienen una o dos veces al año y, en el momento de la reserva, piden el cuarto de las veces anteriores. Hablan un español rudimentario, buscan una pareja estable por el tiempo de la estadía. Madrugan a desayunar, salen a hacer sus cosas y antes de las ocho de la noche están en las habitaciones. Uno da vueltas por el centro al mediodía, otro recorre la ciudad en bicicleta al final de la tarde.

Más de la mitad de los turistas extranjeros en Medellín son hombres, de treinta y siete años en promedio. El cambio de dólares por pesos colombianos hace atractivo el cóctel de droga, mujeres y rumba en la ciudad de Pablo Escobar. Para poner las cosas en plata franca: un gramo de cocaína de regular calidad se consigue aquí en cuatro dólares mientras en Nueva York el precio no baja de cincuenta dólares. Esto explica el boom de las noticias de forasteros en el papel de víctima de escopolamina, de agresor sexual de menores, de cadáver en un cuarto.

Una mujer de negro, en el límite de los veinte y los treinta, teclea en el celular mientras la recepcionista llama a la habitación de Robert. El pie izquierdo de la visitante golpea con suavidad el piso. Seis, siete timbrazos. Nada. Espera diez minutos, pide que llamen de nuevo. Robert contesta. Abre un bolso imitación Gucci, guarda el celular, saca la cédula. De un vistazo la recepcionista contrasta el rostro que tiene enfrente con el del documento. Va hasta la fotocopiadora, pone la cédula en la bandeja de luz. Cumplido el protocolo, le dice al portero que la acompañe al ascensor. La mujer desaparece rumbo a la cita. “No hay día en que no vengan a trabajar”, dice la recepcionista en voz baja.

El boom del turismo en Medellín comenzó en el Nutibara. A principios de los cuarenta, en su única visita a la ciudad, el arquitecto encargado de los diseños del hotel, Paul R. Williams, habló con la prensa del clima y de los aviones. Del primero dijo que era “mucho mejor que el de California” para “atraer turistas del norte de los Estados Unidos”. De los segundos mencionó su asombro de ver a los paisas usarlos más que los gringos. “Medellín puede ser una gran ciudad para el turismo no solo nacional sino sobre todo internacional”, dijo.

La predicción tardó ochenta años en cumplirse. Entre 2022 y 2024 casi dos millones quinientos mil viajeros –la mayoría estadounidenses. panameños y mexicanos– se registraron en el punto migratorio del Aeropuerto Internacional José María Córdova.

2.

Se cumplen setenta y nueve años del Nutibara y en el vestíbulo se superponen los rezos de un cura y las ordenes de un gringo. Los trabajadores oyen la misa. Los dueños no aparecen por allí, a pesar de que están pisos arriba. Sobre dos mesas de restaurante, cubiertas por un mantel blanco, hay un cristo de yeso traído de la bodega y los utensilios de la liturgia. Junto a los ascensores, un tipo en bermudas ladra en inglés. Apenas termina, una mujer traduce.

—Hay que agradecerle al Señor que tengamos empleo. En la calle hay mucha gente en el rebusque, no se imaginan cuánta, hermanos-, dice el cura.

—She enters, the camera follows her here. There we make a cut and go to the other scene-, dice el gringo.

El Nutibara siempre fue más que un hotel. Desde principios de la década del veinte hasta hizo parte de los sueños de la Sociedad de Mejoras Públicas, un grupo de presión que lideró el paso de la aldea campesina a la urbe fabril. Esta élite impulsó disposiciones legales a todos los niveles para declarar obras de utilidad pública a los hoteles. Con el terreno arado, la alcaldía de Medellín compró los lotes en los que se construyeron el hotel y la plazuela, para vendérselos a la Compañía Hotel Nutibara S.A. De ahí en más las iglesias dejaron de ser las moles altas del paisaje urbano.

El 18 de julio de 1945, la portada de El Colombiano informó de la apertura del Nutibara. En mayúsculas dijo que era “uno de los mejores hoteles del hemisferio occidental (...) superior a muchos de Nueva York, Buenos Aires y México (...) orgullo de Antioquia”. En las páginas interiores se publicó una crónica sin firma del recorrido de un reportero por el edificio, en compañía de Luis Echavarría P, el primer gerente del hotel. El texto habla del mobiliario traído de Inglaterra y de Estados Unidos, del chef alemán, contratado en Buenos Aires, y del administrador austriaco. También de los servicios de té, realizados de lunes a viernes de las cuatro a las seis de la tarde.

En un lado del vestíbulo, a pasos de los restaurantes y de la misa, un mesero acomoda las botellas junto a la torta en cuya superficie las palabras Hotel Nutibara y Medellín rodean una orquídea glaseada. Luego de que el cura hiciera con la mano derecha una cruz en el aire, los empleados reciben un plato desechable con torta y una copa de plástico con champán. Comentan el trajín de los cineastas. Ninguno sabe a ciencia cierta de qué va.

3.

A partir de las cuatro de la tarde una nube de tordos llaneros vibra en las hojas de las ocho palmas de la plazuela Nutibara, un alargado pasaje a decenas de metros del parque Berrío –hacia el sur– y de la plaza Botero –hacia el oeste–. Por instantes el chillido ahoga el perifoneo de los vendedores informales de camisas, tenis, gorras, medias, apostados debajo de la estación del metro, y las salsas y las guascas de una cantina y un billar. Solo el zumbido de los trenes se impone al griterío de los animales.

Sobre la prisa y la mugre, las aves. La bandada está hecha de proyectiles negros, de 27 centímetros de largo. Algunos van a la fuente sin agua en la que el torso metálico del cacique Nutibara, esculpido por Pedro Nel Gómez, recibe el humo de los buses. Provenientes de las costas del norte de Sudamérica, los tordos llaneros hacen sus nidos en las ranuras de la vía del metro, elevada en este tramo. Son inteligentes, belicosos.

Las palmas remiten a una Medellín de la que solo quedan vestigios. Fueron sembradas para resaltar la fachada californiana del hotel, revestida de grano gris lavado, y para adornar los paseos de los habitantes del sector. Muy cerca están los caserones de Prado, un barrio de andenes bañados por el rosa y el amarillo de los guayacanes, y Junín, en otro tiempo la pasarela de los dueños de la industria y el comercio. Todo cambió con el éxodo de los ricos a las periferias de Laureles, El Poblado y Llanogrande, y el arribo de los expulsados por la violencia partidista.

El centro vive bajo el régimen de dieciséis grupos de vigilancia ilegal, que tienen a su servicio una red de pistoleros, apoyo logístico e informantes. Además, en menos de tres años, la población del centro creció con la llegada de los migrantes venezolanos y los indígenas, que viven en casas convertidas en inquilinatos cuyas tarifas por noche oscilan entre los quince y los cuarenta mil pesos. El centro tiene altos índices de homicidios, extorsiones, préstamos con usura y hurtos.

Sin la clase que lo construyó, el Nutibara quedó solo y, desde 1995, cuando se inauguraron las estaciones del metro, está encajonado en una maraña de calles por la que diario pasa a un millón de personas. Los cambios también han sido internos. Perdió la piscina en la que desfilaron en vestido de baño las aspirantes a Señorita Antioquia, y se transformaron en call centers los salones en los que tocó la orquesta de Lucho Bermúdez

Ahora el hotel está dividido en niveles. El de la línea de la calle ocupa la manzana completa y lo componen dos pisos. De izquierda a derecha, en el primero hay un Dollar City, el vestíbulo del hotel, un restaurante peruano y otro de mar; una cantina disfrazada de fonda, una sala de computadores para apuestas deportivas y, al final, unos locales de accesorios tecnológicos. Encima de este hay un bloque de siete pisos de habitaciones. El edificio concluye con un bloque de dos pisos, más angosto y coronado por una cubierta de teja de barro a cuatro aguas.

4.

Un grupo de adultos en sandalias y pantalones cortos se dispersa por la terraza del hotel convertida en café. Un veintiañero de contextura de gimnasio y topos en las orejas busca la sombra de uno de los parasoles, habla por un micrófono conectado a un bafle. Comienza las oraciones con la fórmula “chicos y chicas” y dice, entre chistes, que el centro es el punto cero de Medellín. A partir de aquí el casco urbano creció hasta rozar –al sur– los municipios de Itagüí, Envigado, y –al norte– Bello.

Dice que este fue el hotel de los fifirisnais (people is nice). Hace hincapié en su parecido con las mansiones de Hollywood de los treinta y cuarenta. Pide recordar la portada de Hotel California, el álbum de The Eagles. Al detectar un gesto de asentimiento, dice que el Nutibara y el hotel de la tapa de ese disco fueron diseñados por Paul R. Williams (En realidad, el edificio que sale en el disco es el Beverly Hills, de Elmer Gray. La confusión surgió porque Williams remodeló el Beverly Wilshire). La supervisión de la obra del Nutibara le correspondió a Martín Rodríguez, responsable del diseño del Palacio Municipal, actual sede del Museo de Antioquia.

El grupo va al décimo piso. A medida que se asciende el tamaño de las ventanas se acentúa, al igual que el precio del hospedaje. Con el tiempo, el número de habitaciones pasó de 140 a 126, pero su aforo sigue siendo de trescientas personas. Ya arriba, los turistas se toman selfies en los balcones, con el metro y la erizada arquitectura bicolor del Palacio de la Cultura Rafael Uribe Uribe de fondo. El guía pide un billete de mil pesos, pero nadie tiene uno. Alguien busca la imagen en el celular, el aparato pasa de mano en mano. El retrato de Jorge Eliécer Gaitán impreso en uno de los lados del billete se tomó en un balcón de este nivel, dice el guía.

También cuenta que Lucho Bermúdez, Pelé, Willie Colón, Gabriel García Márquez durmieron en el Nutibara. Refiere anécdotas de cada uno, siendo la más pintoresca la noche que Colón pasó en una celda por no llegar puntual a un concierto. De esa experiencia habría surgido Especial Número Cinco, un tema marginal en el repertorio del neoyorquino. Cuestiones judiciales aparte, el hecho es que durante treinta años todo visitante ilustre que llegó a Medellín probablemente se hospedó en este edificio, construido con noventa mil bultos de cemento y ochocientas toneladas de hierro.

A los diez minutos, cuando concluyen las fotos, los ascensores devoran al grupo, en bocados de diez personas.

“La mujer que amé se ha convertido en un fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones”

Hay pocos taxis, menos buses. Un diseño geométrico de simetría radial hace las veces de alfombra de bienvenida. Las canciones de la cantina y el billar se cuelan por la puerta de cristal del vestíbulo de grandes baldosas crema, unidas por rombos negros. Bañados por la luz led, los muebles tienen un brillo casi extinto. En una de las mesas del ala izquierda una anciana con lentes y un hombre de coleta revisan sus celulares. Las facciones delatan el parentesco. Son flacos, las ropas tienen aspecto marchito.

Tres o cuatro noches por semana se conectan al wifi del vestíbulo. Son inquilinos del Nutibara Express, un edificio unido al hotel por un túnel. Levantado en 1955 para alojar a las comitivas de los peces gordos que durmieron en el Nutibara, se convirtió en la casa de jubilados solitarios, que pagan mensualidades inferiores al millón de pesos por habitaciones sin muebles. En menor medida, hay oficinas de abogados, psicólogos, comerciantes. En el segundo piso funciona un billar. En las ventanas superiores se ven afiches de campañas políticas y cobijas.

El hombre de la coleta acerca el celular a la oreja. La mujer le echa un vistazo, sigue en lo suyo. En el ala derecha del vestíbulo hay un baño público. Frente a este, una pared con medallas del congreso de la república, la gobernación de Antioquia, la asamblea departamental, la alcaldía de Medellín y el concejo municipal. También hay una foto en blanco y negro del Atlético Nacional con las palabras Hotel Nutibara en los pechos de las camisas de rayas verticales. Contigua está enmarcada una camisa verde con la misma inscripción.

Unos paneles de vidrio separan el vestíbulo de un pasaje comercial. En la mitad hay una puerta que se abre con la tarjeta que cada cliente recibe después del check in. Del lado de allá están los restaurantes, la cantina, los locales comerciales, un cajero automático y unas escaleras eléctricas fuera de servicio. Entre el cajero y las escaleras pende una araña blanca de luces apagadas. A pesar de la oscuridad, en lo alto se percibe un mural alusivo al cacique Nutibara,

Los empleados cuentan que madre e hijo sobreviven con la pensión de maestra. Cuando se le pide una entrevista, ella dice que no.

Las vistas del hotel son de las más conocidas del centro. En sus balcones la gente se fotografía con el conjunto de la Plaza Botero y la Estación Parque Berrío en el fondo. Fotos: Archivo.
Las vistas del hotel son de las más conocidas del centro. En sus balcones la gente se fotografía con el conjunto de la Plaza Botero y la Estación Parque Berrío en el fondo. Fotos: Archivo.

2.

—Estoy marcado por la noche —dice Arles Sánchez, con los codos en el mueble enchapado en madera de la recepción—. Casi toda la vida he trabajado de noche. Primero de portero y ahora acá.

Alto, grueso, de manos grandes, Arles revisa los papeles de los huéspedes que ingresaron durante el día. Mira si los datos de los documentos coinciden o no con la información de la reserva. Custodia la puerta principal, atiende las llamadas, resuelve la caída de la internet o el fallo en el aire acondicionado. En este turno estaban el recepcionista, el auditor nocturno, el botones, el portero. Ya no.

—Esta semana llegué de vacaciones. Vi en el chat que tenemos nosotros, los trabajadores, que hubo recortes. Cuando entré acá, a principios de los noventa, éramos más de cien. Ahora a duras penas llegamos a treinta.

Es el de mayor antigüedad en el Nutibara. Su vínculo con el hotel surgió cuando su padre, Mario Sánchez, portero allí por veinticuatro años, los llevaba a él y a sus dos hermanos a las reuniones que la gerencia organizaba a finales de los setenta para las familias de los empleados. Recuerda los regalos recibidos en las fiestas de los 31 de octubre y los 24 de diciembre. “Eso queda marcado”, dice mientras mueve el mouse de uno de los tres computadores de la recepción. A los dieciocho años reemplazó a los meseros de Las Orquídeas y El Portal de las Flores, restaurantes que atendían donde ahora están el Dollar City y las ventas de los celulares. Ha pasado por varios puestos, hasta llegar a la auditoría nocturna.

—En este tiempo el hotel ha cambiado mucho mucho. Desde aquí vi cómo construyeron el metro. A veces armábamos partidos con los trabajadores de la obra.

El Nutibara dejó atrás la época en la que las delegaciones extranjeras enviaban telegramas para reservar cuartos y los políticos de Bogotá cerraban pactos en sus salones. El hotel compite con casi quinientos hoteles en Medellín, ciento sesenta y dos en el centro.

Dos hombres abren la puerta del pasaje comercial, pero solo entra el de gorra azul y lentes oscuros. Arrastra los pies hasta los ascensores, presiona el botón para subir. Revisa los bolsillos delanteros del pantalón, saca la billetera. Luego mete la mano en los traseros. Tambalea. El ascensor se abre, a los diez segundos se cierra. Queda fuera. Arles suelta los papeles, abre una puerta trasera, cruza la oficina de reservas, sale al corredor.

—Buena noche, don Fernando.

—Buenas...-, murmullo.

El hombre encuentra la tarjeta. Presiona el botón, entra al ascensor. Sube al octavo piso. Arles regresa a la recepción.

—Ese es don Fernando Serna, uno de los duros del hotel. Los anteriores dueños eran del Nacional. En el Express vivieron los jugadores del equipo. Los nuevos dueños son del Medellín.

—Y usted, ¿de quién es hincha?

—Del Verde, claro.

—¿Y él es el dueño...?

—Él y doña Laura Sierra...

Los propietarios más celebres del Nutibara fueron Roberto Botero Soto y su hijo Hernán Botero Moreno, miembros del empresariado antioqueño. De hecho, empleados e historiadores coinciden en decir que el hotel fue el epicentro de las fiestas taurinas, de los matrimonios y demás actos de los ricos durante los años en que Botero Soto estuvo al frente de la empresa. Su nombre produce respeto entre los trabajadores. A manera de giro de tuerca, dicen las mismas voces que la temporada de los retrasos en los salarios –hubo veces que se pagó con mercados– comenzó con la condena por delitos de narcotráfico de Botero Moreno. Su memoria hace parte de la crónica judicial del país por ser uno de los primeros extraditados a los Estados Unidos.

Antes de la medianoche Arles saca un juego de llaves de un cajón. Con una cadena cierra la puerta de la calle. La cabina del ascensor se detiene en el tercer piso. Una alfombra cubre el suelo. Camina por el corredor izquierdo flanqueado por puertas cerradas. Al fondo hay un balcón. Abre una puerta, entra en la oscuridad, presiona botones. Vuelve al ascensor. Con una sonrisa pincelada, que ni se concreta ni se diluye, dice:

—Aquí un señor de gabán negro se aparece en las noches.

—¿Usted lo ha visto?

—Claro. La primera vez que lo vi iba con un compañero, que ya no trabaja acá.

—¿Cómo fue?

—Íbamos en el ascensor del servicio, que ya no funciona. La puerta del ascensor tenía una ventanita a la altura de los ojos. Al pasar por el noveno vimos a un señor. Le dije al compañero: “oíste, tan raro ese señor. En ese piso no tenemos huéspedes”. Era un señor alto, elegante, con un sombrero negro.

—¿Y lo ha vuelto a ver?

—Lo han visto otros. Una vez la hijita de una camarera lo vio.

—¿Quién podrá ser?

—o creo que es don Roberto Botero. Anima bendita. ¿Sabe quién fue él?

—...

—Sí, seguro es él.

Para los espiritistas, los fantasmas son inofensivos. Incluso los hay que no saben que lo son. Por su parte, la neurología considera que los desencarnados son trastornos de la sensopercepción y su origen hay que buscarlo en la química del cerebro, en las experiencias traumáticas y en la sugestión colectiva. Por eso un fantasma nunca está solo. El segundo del Nutibara es Sebastián, un niño vestido para la primera comunión. Las camareras dicen que se “para” entre el colchón y la sábana mientras ellas tienden las camas. Las “deja” en paz cuando endurecen la voz.

Arles sale al décimo piso. El suelo es de madera. En lugar de balcón. al final del pasillo, una puerta. Arles abre otra, a mitad del recorrido. Poco después la fachada está en penumbra. Desde la plataforma de la estación Parque Berrío, las letras del nombre Nutibara se ven difusas en el techo.

3.

A las ocho de la mañana, en el cuarto de ropas del sótano, Gloria Restrepo revisa la lista de las habitaciones. En la mitad de los cincuenta, de cabello teñido y voz dulce, prepara el carro de lencería. Lo lleva al ascensor, sube al octavo piso. Los cuartos se extienden a derecha e izquierda. Algunos conservan lámparas, nocheros o espejos antiguos. Las camas y los clósets son nuevos.

Da golpecitos a una puerta, la abre. La cama está tendida, la ropa en los cajones y sobre la mesa del televisor los medicamentos de Tim, un británico de setenta años. Destiende la cama, pone las sábanas sucias en el carro, extiende las limpias. Mueve los zapatos, pasa la escoba, recoge el polvo, recompone la hilera del calzado. Con diez años en el hotel, Gloria tarda media hora en limpiar cada cuarto.

Va al ascensor. empuja el carro dentro, presiona el botón número diez. Arriba, señala un mueble.

—Ahí vi sentado a Justin. Estaba ido, con la mirada fija en el piso.

—-...

—Me acuerdo de que pasé por el lado de él, lo saludé, pero no contestó. Fui a limpiar los cuartos. Al rato lo vi en la misma posición.

—¿Y por qué estaba así?

—En ese momento no supe, pero tuve un presentimiento.

Deja el carro en la mitad del pasillo, camina hasta al 1005. El 9 de febrero de 2023, Justin Patrick Goldberg, de New Jersey, cayó descalzo cinco pisos hasta dar contra el techo de uno de los salones. Por unas horas quedó inconsciente. Al volver en sí, se tiró otra vez. Al día siguiente el personal del hotel vio la hendidura en la parte del tejado que golpeó Justin en el primer intento y las huellas rumbo a la muerte En el 1005, la policía encontró medicamentos psiquiátricos y anfetaminas, sustancias usuales en las escenas de los suicidios de extranjeros en Medellín.

Gloria regresa al carro de lencería, lo lleva hasta una puerta del ala contraria. Llama, nadie contesta. La abre con la tarjeta, entra, corre las cortinas, prende las luces, se pone los guantes de goma, saca del carrito los desinfectantes, rocía las paredes de la ducha con límpido, echa un chorrito en el sanitario.

—A veces pienso en Justin. ¿Qué podrá pensar una madre con una noticia así? Cuando estoy en el décimo se me viene a la mente...

De él se sabe lo que su familia publicó en el anuncio de las honras fúnebres. En ese texto se cuenta que amó “comer múltiples porciones de ziti y lasaña de su abuela” y se le pidió a sus amigos no enviar ramos de flores al funeral, algo que él “habría considerado frívolo”.

4.

La recepcionista le dice a un cliente que el Nutibara no tiene parqueadero, pero sí un convenio con el del sótano del edificio. Dice que de seis a diez de la mañana se despacha el desayuno en un restaurante anónimo del cuarto piso. Le entrega la tarjeta de acceso. “Si la pierde se le cobrarán cuarenta mil pesos extras”. El cliente firma el ingreso. La recepcionista le dice al botones que lo acompañe al 1010.

En la superficie de la puerta se intuye el cero final. El botones franquea el paso. Prende las luces, revisa la cantidad de toallas. Abre la neverita contigua a un escritorio. Se cerciora que funcionen los controles remotos, programa el aire acondicionado. Antes de irse abre la puerta de madera de la terraza. El perifoneo de un ventero inunda el cuarto. Ya solo, el hombre mira dentro del armario. Sobre el escritorio está el Nuevo Testamento, de los Gedeones.

El huésped sale del cuarto. Camina hasta la suite presidencial, en la mitad del corredor. Dentro hay un piano y una escalera que conecta con dos habitaciones superiores. En los años de gloria del hotel, allí dormían los asistentes de la estrella de turno. Ahora los cuartos se alquilan de forma independiente y son los preferidos de los extranjeros. La puerta que los unía con la suite no abre por ninguna de sus caras.

En la 1010 le espera la tiniebla de las cortinas blackouts. También una botella de whisky. Tras el primer latigazo del trago sin hielo, lleva una silla a la terraza. Con el segundo y el tercero, las 103 hectáreas del cerro El Volador se compactan en un trozo de oscuridad y, con el cuarto, los destellos del centro y de las laderas adquieren una textura acuosa. Son las nueve de la noche.

El flujo de la gente disminuye con la botella. Solo quedan indigentes que preparan los cartones de sus camas. Una moto de la policía pasa a metros del grupo. El huésped es un incendio.

“Alguien lo llamó por un nombre que no era el suyo/ pero sabía que era a él a quien llamaban”

A las cinco de la mañana el cocinero prende las hornillas de la estufa, dispone las ollas para el desayuno de cien personas. Pica, amasa, muele, quiebra, bate, corta, revuelve. Al rato levanta el teléfono al lado del microondas para avisarles a los meseros que los samovares están listos. Por ser domingo, hay caldo de costilla. Los meseros llevan los alimentos hasta las mesas largas del restaurante sin nombre. A volumen moderado se escuchan baladas en español. En una de las puertas del salón hay un buzón de sugerencias en el que se ven dólares enroscados.

Al frente de los samovares, el capitán de los meseros habla con un huésped de gorra negra, camisa de flores y pantalón café. Dice que trabaja en el Nutibara hace más de veinticinco años gracias a que su hermano mayor era el capitán de meseros de la época. Dice que en los ochenta y noventa era común que los porteros, meseros, botones le consiguieran empleo en el hotel a los familiares. Dice que durante unos años la gerencia decidió que a Lotus, la discoteca del segundo piso del Nutibara Express, no entraran hombres solos. Dice que cuando está “bajita” la ocupación solo un mesero atiende el restaurante y los demás se ocupan de otras labores. El mesero destapa el samovar de los huevos revueltos: el vapor del recipiente activa su saliva y la del patrón.

A las diez y cuarto de la mañana, por la puerta contraria a la del buzón de sugerencias, sale una joven en pantaloneta roja y camisa blanca. Dobla a la izquierda, sube la escalera, llega al salón de eventos. Dos mujeres inscriben a los asistentes, les entregan escarapelas. Dentro del salón hombres de pieles brillantes charlan, tensan y relajan las piernas y los brazos, se contonean en tangas. Un mesero lleva termos con café hasta una mesa con mantel blanco, diagonal a la tarima. Uno de los competidores se acerca, le dice algo, suelta una carcajada. Sentada en sillas rimax, una familia escribe en una cartelera mensajes de apoyo a un concursante mientras más allá una mujer hace una videollamada para mostrarle el salón a un hombre. La joven paga la boleta, se sienta en una de las filas de atrás.

A la una de la tarde una mujer de vestido verde y un hombre con un lunar en la cara caminan con el equipaje hasta la recepción. Devuelven la tarjeta. El del lunar pregunta por los buses que van al José María Córdova. La recepcionista dice que uno de los tres puntos de despacho está detrás del hotel. La pareja promete regresar a Medellín, se despide de la recepcionista, sale del hotel.

A pesar de la hora, afuera pasan pocos carros. Tres buses blancos esperan a los turistas que deambulan entre las esculturas de la plaza Botero. La cantidad de visitantes no convence a los fotógrafos callejeros de abandonar la sombra de los bajos del metro. Dos policías se recuestan en las rejas traseras del Palacio de Cultura Rafael Uribe Uribe, miran sus celulares. Un grupo de rubios treintones en ropa de playa sigue de largo ante la escultura del cacique Nutibara, espanta a los tordos llaneros, que picotean basura en las raíces de las palmas. De veinte o más viajeros, solo tres enfocan al hotel para una foto.

Ángel Castaño Guzmán

Periodista, Magíster en Estudios Literarios. Lector, caminante. Hincha del Deportes Quindío.

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