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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • Ilustración: Juan Camilo Ospina
    Ilustración: Juan Camilo Ospina
  • Ilustración: Juan Camilo Ospina
    Ilustración: Juan Camilo Ospina
Edición del mes | PUBLICADO EL 17 julio 2025

Cuento: El desierto de afuera

Jorge Iván Agudelo / Profesor de historia y de literatura. Recientemente publicó el libro de poemas Un otro hermano terror y la novela Muerde perra espléndida.

Para Luz Gladys, un invento, cualquier cosa.

Al fin salí de allá, dice Vladimir, camina unos diez pasos, para, se devuelve, ahora son quince, más o menos, para otra vez, se apoya en un árbol, mira el edifico, el balcón del sexto piso, recuerda el puño cerrado, los golpes en la baranda, se frota los ojos con la mano izquierda, escupe, sin rabia, mira la saliva rodar por una raíz y caer en la tierra, vuelve a la marcha, rápido, como si se desgajara, como si lo persiguieran, llega a la avenida y para un taxi.

Con la cabeza contra la ventanilla, después de preguntarle la hora al chofer y de pedirle que lo llevara al centro, al Parque de los Teatros, hace esfuerzos por formar, palabra a palabra, sin inventar nada, la frase con que ella supo inaugurar, entre idas y vueltas, una tarde de sábado, un mes atrás, el calvario: es que ya no voy hacia vos por ningún lado. Eso dijo, recostada en una puerta, los brazos cruzados, vocalizando, sin énfasis. Recuerda que, antes que nada, todavía lejos de entender, pensó que esa frasecita resobada podría muy bien encajar en un tango.

Ahora, emergiendo, poco a poco, del sopor, levanta la mirada. Se detiene en la torre de una iglesia, primero en las campanas, después en el reloj. Las 8:15. Si creo en la hora que me dio el taxista, estuve veinte minutos con los ojos cerrados, sumando y quitando palabras, piensa, se acomoda en la silla, mira la calle, quiere encontrar algo conocido, una cafetería, cualquier letrero. Antes de preguntar nada, voltean a la izquierda, y, de golpe, la calle de Las Peñas, viejas licoreras tantas veces frecuentadas, a lo lejos los árboles altos del Parque de los Teatros.

Paga y se baja. Enfila, sin quitarle los ojos a la estatua de La Bachué, como un autómata, paso sobre paso, hacia la fuente. Agita, como acostumbraba de niño, metiendo medio brazo, una, dos veces, el agua, camina hacia atrás, en los talones, por juego, se seca en el pantalón, suelta una carcajada. La diosa, sus tetas al aire, un niño, dos serpientes, un águila, dice entre dientes, como si le describiera a un ciego, piensa, me estoy enloqueciendo, dice y sacude, con las dos manos, la pura pantomima, la cabeza.

Sale del parque, cruza, al trote, entre carros que ruedan despacio, la calle, se detiene a todo el frente del muro que separa dos cafeterías idénticas, se decide por la de la derecha, pero, antes de entrar, porque sí, busca la de la izquierda, se sienta en la barra y pide un ron. El hombre que atiende lo saluda con un gesto vago, y, al tiempo, mira, de soslayo, el reloj de pared, después se detiene en Vladimir, buscando, es sabido, en el bebedor de la mañana, vestigios, signos graves, de la borrachera de la noche. Nada, no verás nada, estoy sobrio, perdido, pero sobrio, y tendrás el honor, buen hombre, de venderme el primer ron después de los años, piensa, glorioso, patético, se ríe, apenas una mueca, pasa el dedo índice por el borde de la copa recién servida, la levanta, se la acerca a la cara, la huele, termina por soltarla, como si quemara, en el mismo punto, saca dos billetes, los deja en la barra, al lado del trago, y vuelve, sin despedirse, sin decir palabra, a la calle.

Para un taxi, se monta adelante, saluda, vaticina, jovial, un sol rabioso antes del mediodía, pero, cuando el chofer le pregunta a qué lugar quiere que lo lleve, se aterra, tartamudea. Vamos al club de ajedrez Capa Blanca, ¿lo conoce?, se oye al fin decir. Nada le contestan, pero arrancan por Las Peñas y eso es suficiente para que Vladimir se acomode mejor en la silla y cierre los ojos, así y todo, en menos de veinte cuadras tenga que abrirlos, pagar y bajarse. Por lo pronto, recuerda, se ve la noche anterior echando moneda tras moneda en un teléfono público, hablando a los gritos, colgando, volviendo a llamar y después caminando, a paso largo, pensando, atropellado, en que todo era una gran burla, maldad pulida, fría, una enfermedad. Intenta recordar su cara, su expresión de odio o de conmiseración al abrirle la puerta del edificio. Se le escapa, pero la encuentra, ya en el apartamento, llorando al lado del cuadro grande de la perra amarilla.

Llegamos, le dice el chofer. Vladimir, dócil, abre los ojos, paga y se baja. Mira, en medio de la acera, insistente, como si descifrara algo, la reja del Capa Blanca. Se sienta en un muro, palpa, en busca del paquete de cigarrillos, con dedos ansiosos, los bolsillos del pantalón. Nada, solo algunas monedas, la candela, una llave. Decidido a ir por cigarrillos, se levanta, da unos pasos, pero, como si lo obligaran, vuelve a sentarse, en otro muro, al lado de un antejardín, de un limonero y de unas bifloras. Cierra los ojos, y, como si lo esperaran detrás de los párpados, saltan, de nuevo, ella, esta vez paralizada, y la perra amarilla, el hocico abierto, dolorido, partida en dos por un tajo perfecto, también hay un cuchillo, temblando, entre las patas del animal, el día que despunta, después él, mirando la calle, apoyado en la baranda. Piensa que lleva muchas horas despierto, braceando en un pantano, y que, a pesar de todo, no se siente cansado, podría, si quisiera, llegar corriendo al balcón del sexto piso y dar desde allí un último mensaje, una arenga necesaria para seguir viviendo, dice, se ríe, mete la cabeza entre las rodillas y repite, en vez de la arenga, desde la oscuridad de su cueva, sílaba a sílaba, Ca pa blan ca, Ca pa blan ca, Ca pa blan ca.

Se levanta, se estrega los ojos con las palmas de las manos, alza la cabeza, le sostiene la mirada, por un segundo, a un sol rabioso, empieza a caminar, desandando la ruta del taxi, sin titubeos, hacía el Parque de los Teatros. Le parece ver, en la acera de enfrente, concentrado en un hombre que, trepado en un poste, mueve unos cables, a Alexander, su amigo el pintor. Por un momento se alegra y se le ocurre pasar la calle para saludarlo, pero desiste, pensando que después del saludo habrá que hacer y responder preguntas, abrir rutas, las que sean, para no quedarse ahí, sin hacer nada, lelos, mirando, como si eso decidiera algo, al hombre del poste. Puede imaginarse en esas, al lado de otro vago, en pleno día laboral, haciendo maromas con la nuca para no perder detalle del trabajo honrado. Se ríe con ganas, se turba, piensa, de la nada, en las palabras, sus antiguos dominios, tierra arrasada. Chillen, putas, recita los odios, el amor contrariado del poeta, como una plegaria, como si gritara, pero no hay consuelo. De todos los años, de la locuacidad sin pausa, de los borbotones, de las montañas de frases, queda un basurero, el exilio, la mudez. Llega a un cruce, deja que los carros pasen, que cambie otra vez el semáforo, no se mueve, el desierto de afuera, piensa, la calle despejada un desierto, dice, se lleva la mano a la frente, reanuda la marcha, como si hubiera un destino, como si lo esperaran.

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