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Dime qué cosas tienes y te diré cómo eres

Las reglas de juego del consumo parecen estar cambiando. Se requiere cierta madurez para elegir, además de crear consciencia. ¿Lo necesita?

  • Es un tiempo en el que vale la pena pensar en la manera de consumir. Tiene que ver con la relación que hacemos con los demás y con el mundo. Es necesario crear conciencia. FOTO SSTOCK
    Es un tiempo en el que vale la pena pensar en la manera de consumir. Tiene que ver con la relación que hacemos con los demás y con el mundo. Es necesario crear conciencia. FOTO SSTOCK
10 de enero de 2018
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Durante siglos la media de pertenencias que poseía una persona a lo largo de su vida era de 12: un baúl heredado, ropa de abrigo, con suerte unos zapatos y herramientas de trabajo. Deyan Sudjic cuenta en El lenguaje de las cosas que esa media, injusta como cualquiera, supera hoy los 2.000.

En Occidente no podemos contar las cosas que tenemos. No conseguimos acordarnos de todas. Por eso hoy nos define más ese olvido que los propios objetos. ¿Cómo afecta al simbolismo de un anillo de compromiso tener docenas de sortijas? Si las pertenencias han dejado de ser hereditarias, ¿qué ocurrirá con la memoria de lo que somos? ¿Dónde quedará el rastro de los aparatos electrónicos que hoy definen nuestra existencia y que, sin embargo, sustituimos cada vez más deprisa?

Se nos pierde un lápiz y compramos otro. Lo mismo sucede con el labial y hasta con las gafas. Vivimos un tiempo en el que, con frecuencia, resulta más barato sustituir que reparar. Ya no es la lógica económica la que nos lleva hasta los zapateros remendones y las costureras. Se necesita un apego sentimental, a veces supersticioso, o una notable conciencia medioambiental para pensar en el mantenimiento y llevar a reparar.

Las pertenencias, tanto o más que nuestras acciones, retratan la vida. Despreciamos muebles portadores de historias familiares porque no nos caben, exigen cuidados especiales o no quedan bien en nuestra casa. La segunda mano es un mercado en el que el comprador adquiere productos con pasado sin tener relación alguna con ellos.

La industrialización y la producción en serie de bienes están en los cimientos del consumismo. Aunque existen, cada vez cuesta más toparse con fabricantes que defiendan el orgullo por lo bien hecho.

La vanagloria se centra en las cifras del beneficio que en la calidad y oportunidad de los productos. Con frecuencia no se fabrica para ofrecer soluciones, sino simplemente para vender.

La obsolescencia programada es fruto de aplicar el ritmo acelerado de renovación de la industria de la moda a otros ámbitos, sobre todo electrónicos, con productos creados con fecha de caducidad. Un anciano de la novela Las correcciones, de Jonathan Franzen, trata de arreglar 2 de las 60 bombillas de un adorno navideño. No le cabe en la cabeza que sea imposible reemplazarlas y que resulte más económico comprar otra ristra de 60 que arreglar 2.

¿Se pervierte la alegría cuando se asocia a las compras? ¿Es dañina la ecuación que relaciona adquirir seguridad con estrenar una blusa?

Comprar y comprar

Desear algo antes de tenerlo puede proporcionar una satisfacción mayor que el propio regalo. Prestar atención a lo menos evidente —el tacto de telas, pieles y muebles, antes que a su aspecto— supone valorar el trabajo de quien lo hizo. Implica ver en un objeto no ya la mano de su autor, sino las horas y desvelos dedicados a construirlo. Lo que usamos, lo que producimos, lo que compramos y regalamos habla de nuestros valores, y también describe las prioridades de la sociedad.

Vivimos en un tiempo de básicos. Quien no tiene nada elegiría como posesión lo mismo que quien lo tiene todo: un celular inteligente. Para la mayoría, el smartphone es el objeto esencial. Hace dos años, el número de móviles en el mundo superó a la cantidad de habitantes del planeta. Casi un 75% de esos teléfonos son “inteligentes”.

Nada quedará de ellos pasado un lustro y, sin embargo, han sabido hacerse necesarios. En 10 centímetros ofrecen a la vez un teléfono, un reloj, un álbum de fotos, una discoteca, una ventana al mundo, una linterna, un listín telefónico, una pantalla de televisión, planos de las ciudades, videojuegos y un ordenador. Sobre todo, ofrecen algo que no se acumula, algo que no parece desordenar, que cabe en cualquier casa y que, sin embargo, se antoja inagotable: comunicación e información. No queremos pensar que esa comunicación funciona para ambos lados. El mismo teléfono que nos hace llegar al mundo nos ubica en él. Es, sin duda, el producto que mejor define el momento: un aparato que nos protege y nos vigila a la vez.

Una mirada

Los objetos saben bien cómo somos, pero la parte simbólica de nuestras cosas describe, en realidad, cómo querríamos ser. Los restaurantes más vanguardistas ya no solo dan de comer. Ofrecen experiencias. El nuevo de Albert Adrià, el Enigma, consigue que los comensales no dejen de moverse. Jamón Experience se llama un local de 2.000 metros cuadrados abierto junto a Las Ramblas de Barcelona, como si probar una buena paletilla requiriese otra acción más allá de cortarla y abrir la boca. También hay viajes a islas remotas que ofrecen a millonarios vivir sin agua corriente ni electricidad: como Robinson Crusoe.

Ahora que los relojes de pulsera no son tan necesarios, porque están en el ordenador, en el microondas o en el móvil, la industria relojera vende más que nunca. La hora ha dejado de importar. Los relojes se han convertido en adorno. Es la parte simbólica, no la precisión de la maquinaria, lo que los define. De nuevo, la mano del artesano decide la exclusividad y marca el estatus. Así, las normas del juego del consumo parecen estar cambiando. Los jóvenes ya no acumulan. Han aprendido a restar, es decir, a elegir: poco, pero mejor elegido. Con menos pertenencias, su vida ha ganado movilidad. Consciente o inconscientemente, parecen prepararse para décadas de mayor densidad urbana, viviendas más pequeñas, mayor movilidad laboral. Un tiempo en el que la temporalidad y la permanencia van a ver cuestionados sus valores.

Los cambios llegan poco a poco. Y, cuando son necesarios, terminamos asumiéndolos con naturalidad. En la última década hemos visto desaparecer las bolsas de plástico de los supermercados (por lo menos las gratuitas) y hemos regresado al modelo de la panadería de nuestra infancia: la bolsa de tela, la mejor para conservar el pan. También hemos visto cómo el tabaco salía de los bares, de las aulas universitarias y de los aviones, y cómo las galerías de arte venden tanta cerámica como lienzos. Lo imperfecto en un florero ha pasado a ser una marca de la producción singularizada, no seriada, individualizada y artesanal.

La urgencia de cuestionar el exceso de producción obliga a elegir y, más allá de las zapatillas y los móviles, el producto a la carta y personalizado tiene ahora fuerza para competir. Está en el ADN de algunas culturas. En muchas viviendas finlandesas coleccionan vasos de la marca Iittala con los que forman una vajilla. Ese construir poco a poco es parte de su tradición. Amplían la cristalería de año en año, dándole importancia a cada vaso, aumentando el número a medida que crece la familia. Los objetos que no duran acaban molestando. Son testigos incómodos de decisiones fallidas. También lo son los que duran sin tener la discreción, la calidad y el valor que necesita un objeto para durar. El diseñador Miguel Milá lo resume en la frase con la que describe el mejor diseño: “Lo que acompaña y no molesta”. Eso es lo que se queda.

Se necesita cierta madurez para decidir lo que a uno le gusta. En realidad, más que una decisión es una intuición. Así, aunque no compramos lo caro cuando teníamos más dinero, tal vez ahora que sabemos que no vamos a tener mucho más, sólo veamos sentido a comprar lo bueno, lo que nos va a servir para algo o lo que no nos llevará a preguntarnos mañana ¿cómo se me ocurrió comprar esto? .

© Ediciones El País, SL. 2018. Todos los derechos reservados.

2.000
objetos tiene una persona hoy, en promedio: Deyan Sudjic en El lenguaje de las cosas
El empleo que busca está a un clic

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