En la filosofía de la ética y la moral se usa una categoría, un concepto clave, reiterado por autores contemporáneos: el de la templanza, referido a la capacidad de los individuos de desarrollar un sentido de equilibrio y moderación, si se quiere de continencia, frente a las ofertas que debilitan y derrumban el respeto por las normas y la legalidad. Es el énfasis pedagógico, en todos los ámbitos, por impedir que la sociedad y sus individuos transiten fronteras grises y crucen, sin ardores de conciencia, de lo lícito a lo criminal. La templanza es esa lucha permanente por construir individuos con enorme conciencia sobre el sentido elemental de lo que está bien y lo que está mal hecho.
Son reiterados los casos, y sobran los ejemplos, más allá de algunos recientes que involucran a figuras públicas, en los que se advierte una abierta tolerancia y emparejamiento con personajes y ambientes por fuera de la ley: ya por cierta fascinación con la “épica del delincuente”, ya por el interés explícito del escalamiento social y el logro de objetivos de bienestar personal o familiar a cualquier precio. A destajo.
En las dos últimas semanas se presentaron episodios de implicaciones judiciales inspirados o asociados a esos estereotipos de poder y protagonismo, marcados por el influjo perverso de la justicia por manos propias y de una figuración social que oculta vidas de doble moral.
Las escolares que agreden a otra con tijeras y un puñal, en medio de la pasividad y aprobación de sus compañeros, o la investigación judicial que descubre los vínculos de un joven del jet set local con el crimen organizado, describen un sistema que forma personas sin aquella templanza necesaria para rechazar el delito y tener claras las fronteras entre legalidad e ilegalidad.
¿Cómo juzgar las responsabilidades de los protagonistas?
Las menores son sujetos en construcción frente a quienes hay enormes obligaciones y deudas de la institucionalidad familiar, educativa y social. Cómo edificar la escala de valores en niños y adolescentes en el país que tenemos.
En el caso que involucró a un señalado miembro de una estructura criminal, exesposo de una modelo, cabe la reflexión: se debe tener cuidado al extender los reproches morales o legales –máxime sin son de tipo penal– a los familiares de personas incursas en procesos judiciales. No hay responsabilidad penal directa derivada de los nexos familiares, salvo que se demuestre complicidad o coparticipación en las conductas ilegales. Es claro en el caso de padres, hermanos o hijos de delincuentes o presuntos delincuentes. El parentesco no se elige.
Frente a los vínculos matrimoniales, la situación es distinta: allí la unión sí se elige, y se presume que voluntariamente. El matrimonio, o la unión marital de hecho, implican un acuerdo de voluntades, obligaciones y derechos. En esa comunidad uno u otro miembro conoce qué hace su socio, de qué deriva su sustento y los bienes que aporta al hogar. Alegar desconocimiento del proceder contrario a las normas –legales, morales, éticas– del cónyuge, cuando no son aisladas sino una forma de vida, no resulta creíble.
Desarrollar vicios y también virtudes es consustancial a los seres humanos, advierte la filósofa y experta en ética Adela Cortina. Cada vez se necesita más el énfasis en formar individuos con el temple para resistir y enfrentar una sociedad larvada por las mafias del narcotráfico y la corrupción, con sus fines que justifican cualquier medio.