Muchas dificultades sortea este país día a día, desde su conformación como República. Dificultades provenientes de todos lados. Creadas tanto por agentes que quieren la demolición del orden jurídico, como de quienes pretenden que no haya ley aplicable para que sean solo sus objetivos los que primen: guerrillas, narcotraficantes, paramilitares o el aparato corrupto enquistado al interior del Estado.
Y se suman a ellos, en las últimas décadas, algunas instituciones, o mejor dicho, las cabezas o miembros de instituciones del Estado, quienes generan o agudizan muchas de las dificultades que sufre el país y que le han impedido alcanzar un adecuado nivel de normalidad democrática.
No incluimos dentro de estas categorías de creadores de dificultades los normales desacuerdos entre altos funcionarios referentes a políticas o programas de gobierno, ni al ejercicio legítimo de la oposición incluso cuando su nivel de pugnacidad es alto, ni a las usuales tensiones entre poderes públicos cuando chocan sus visiones de lo público y de la prioridad de ejecución de sus propias decisiones.
Hablamos de otra cosa. Que es la que ahora rebrota con las delicadas acusaciones que esta semana ha hecho públicas el procurador general de la Nación, y que a la letra dicen: “Vale la pena advertir que hay un acuerdo no escrito entre el Gobierno y las Farc para sacar al procurador” (entrevista a Caracol Noticias). Y el medio que, según el jefe del Ministerio Público, se utilizaría para ejecutar dicho acuerdo (“por razones políticas del Gobierno, y razones criminales de las Farc”) sería la presión directa a los magistrados del Consejo de Estado, que próximamente habrán de resolver las demandas que buscan anular la reelección del procurador.
La Sala Plena del Consejo de Estado deberá definir si el procurador no podría haber sido reelegido, ya que la Constitución no autoriza explícitamente la reelección. La cuestión es que tampoco la prohíbe de forma expresa. Y cuando otro procurador (el actual contralor Edgardo Maya Villazón) hizo campaña para reelegirse y lo logró, dicho argumento no se adujo, posiblemente porque no era un procurador que causara temores o resistencias. Era más maleable.
Y la otra razón para pedir la nulidad de su reelección es que el procurador Ordóñez nombró a familiares de personas que tenían que intervenir en el proceso de su elección, contrariando expresamente la inhabilidad establecida en el artículo 126 de la Constitución. Y esta, de acreditarse dichos nombramientos, sí tiene más peso jurídico.
Pero ya todo este proceso está irremediablemente contaminado. El propio trámite de las demandas y las corrientes internas en el Consejo de Estado, a favor o en contra de Ordóñez, alejan las esperanzas de una decisión en Derecho. Y es innegable que el actual procurador general ha formulado interrogantes sobre el proceso de diálogos que, en un momento u otro, tendrán que ser respondidos. Las cartas que sobre el particular le ha escrito al presidente de la República, tendrán que hacer parte del estudio histórico que se haga de todo este difícil tránsito a un sistema de justicia transicional.
Ojalá el procurador sea preciso en sus denuncias y las haga públicas. Él representa a un ente de control que en las actuales circunstancias es vital para el sostenimiento del orden jurídico. Quitar de esa forma, si es que así llegan a ser las cosas, a un contrapeso del poder presidencial, sería una de las peores herencias de quienes se han preciado de ser escrupulosos en su respeto a las instituciones y a la democracia.